La realeza británica, según Gabriel García Márquez
A propósito de la muerte de Felipe, duque de Edimburgo y esposo de la reina Isabel II de Inglaterra, rescatamos textos del Nobel de Literatura sobre ellos.
Gabriel García Márquez * / Archivo de El Espectador
La reina sola (febrero de 1954)
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La reina sola (febrero de 1954)
En Buckingham Palace se ha presentado un grave problema doméstico que es un grave problema de Estado: hay que entretener al ama de casa, una viuda digna, discreta y apacible que colaboró con su esposo en el gobierno del imperio más grande y complicado del mundo, y ahora no sabe cómo gobernar su soledad. Las cosas han cambiado tanto en los últimos años, que Isabel, la reina madre, madre de la reina Isabel, se siente convertida en un extraño habitante de su propio hogar.
Hasta hace dos años su soledad era entrañablemente compartida con la soledad del rey, en una íntima y armoniosa soledad total de los dos en compañía. Ahora reposa sobre sus hombros todo el peso de aquella intimidad doméstica largamente compartida. El esposo ha muerto, las niñas han crecido y la mayor de ellas, reina, casada y con dos niños, ha salido a conocer su imperio en un largo viaje que por diversos motivos es una nueva luna de miel. (Recomendamos: Mercedes Barcha, la predestinada, crónica de Nelson Fredy Padilla).
La reina madre, que ya es abuela, está realmente sola por primera vez en su vida. Y mientras discurre, acompañada apenas de su soledad, por los inmensos corredores de Buckingham Palace, debe de recordar con nostalgia aquella época feliz en que no soñó ni quiso soñar nunca con ser reina, y vivía con su esposo y las dos niñas en una casa desbordante de intimidad, donde la tradición británica se resolvía apaciblemente en una silenciosa y pensativa velada junto al fuego. Un rito sencillo y cordial, que les proporcionaba a ella y a su esposo la misma felicidad de que disfrutaron junto al fuego sus remotos antepasados, un hombre y una mujer que tal vez no fueron reyes en la edad de piedra. (Más: Las cartas privadas de García Márquez y Guillermo Cano, por Nelson Fredy Padilla).
En aquellas veladas ella había deseado que la vida no fuera más que eso: dos horas interminables junto al hogar. Entonces era rey Eduardo, el hermano mayor de su esposo. Para ella, sin embargo, Eduardo debía de ser algo menos solemne e incómodo que un rey: era un buen cuñado, un tío que adoraba a las niñas y a veces llamaba por teléfono a la casa para invitarlos a almorzar. Lejos estaba ella de pensar que un misterioso golpe del destino convertiría en reyes a sus hijos y a los hijos de sus hijos; y a ella misma en una reina sola. Una desolada e inconsolable ama de casa, cuyo hogar se ha disuelto en ese inmenso laberinto de Buckingham Palace, en sus largos e interminables corredores y en ese patio desmesurado que se prolonga hasta los confines de África.
Fragmentos de “El año más famoso del mundo” (1957)
El año internacional de 1957 no empezó el 1° de enero. Empezó el miércoles 9, a las seis de la tarde, en Londres. A esa hora, el primer ministro británico, el niño prodigio de la política internacional, sir Anthony Eden, el hombre mejor vestido del mundo, abrió la puerta del 10 Downing Street, su residencia oficial, y fue esa la última vez que la abrió en su calidad de primer ministro. Vestido con un abrigo negro con cuello de peluche, llevando en la mano el cubilete de las ocasiones solemnes, sir Anthony Eden acababa de asistir a un tempestuoso consejo de gobierno, el último de su mandato y el último de su carrera política. Aquella tarde, en menos de dos horas, sir Anthony Eden hizo la mayor cantidad de cosas definitivas que un hombre de su importancia, de su estatura, de su educación, puede permitirse en dos horas: rompió con sus ministros, visitó a la reina Isabel por última vez, presentó su renuncia, arregló sus maletas, desocupó la casa y se retiró a la vida privada.
La juventud londinense había agotado un millón de discos de Rock Around the Clock en treinta días —el mayor récord después de El tercer hombre— la mañana en que la reina Isabel de Inglaterra se embarcó en el avión que la condujo a Lisboa. Esa visita al discreto y paternalista presidente de Portugal, Oliveira Salazar, parecía tener una intención política tan indescifrable, que fue interpretada como un simple pretexto de la soberana de Inglaterra para salir al encuentro de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, que desde hacía cuatro meses vagaba en un yate lleno de hombres por los últimos mares del Imperio británico.
Ésa fue una semana de noticias indescifrables, de pronósticos frustrados, de esperanzas muertas en el corazón de los periodistas, que esperaron lo que sin duda hubiera sido el acontecimiento sentimental del año: la ruptura entre la reina Isabel y el príncipe Felipe. En el limpio y laberíntico aeródromo de Lisboa, adonde el duque de Edimburgo llegó con cinco minutos de retraso —en primer término porque no es inglés, sino griego, y en término segundo porque tuvo que afeitarse la barba para besar a su esposa—, no ocurrió el acontecimiento esperado, y esa fue, en 1957, la gran noticia que pudo ser y no fue.
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Los habitantes de París, desafiando los últimos vientos helados de la primavera, salieron a las calles para saludar, en un arranque de fervor monárquico, a la reina Isabel de Inglaterra, que atravesó el canal de la Mancha en su “Viscount” particular para decirle al presidente Coty, en francés, que los dos países estaban más unidos y más cerca que nunca después del fracaso solidario de Suez. Los franceses, que aman a la reina de Inglaterra casi tanto como al presidente Coty, a pesar de que aseguran lo contrario, no se habían tomado desde hacía mucho tiempo la molestia de permanecer cuatro horas detrás de un cordón de policía para saludar a un visitante.
Esta vez lo hicieron y sus gritos de bienvenida disimularon durante tres días la tremenda crisis económica de Francia, que el primer ministro, señor Guy Mollet, trataba de remendar desesperadamente en el momento en que la reina de Inglaterra, en Orly, descendió de un avión en el que dejó olvidada su sombrilla.
Secretamente, sin que nadie se atreviera a insinuarlo, un temor circulaba por las calles de París cuando el automóvil descubierto de la soberana británica atravesó por los Campos Elíseos: era el temor de que los rebeldes de Argelia, que están infiltrados por todas partes, que en su país se enfrentan a los grupos de paracaidistas y en París juegan a las escondidas con los policías, lanzaran una bomba al paso del automóvil real. Ese hubiera sido el episodio más espectacular de una guerra anónima, casi una guerra clandestina, que dura desde hace tres años, y que en el de 1957 no tuvo tampoco la solución que todo el mundo espera con impaciencia.