Mafalda, de pie en tierra arrasada
Quino comentaba que a Mafalda le tocó convivir con la censura. Hoy sabemos que no solo convivió con la censura, sino que, a pesar de ella, o gracias a ella, se enfrentó a la dictadura con la paciencia del que grita en una soledad sin tregua, en una velada oscuridad.
Erick C. Duncan
No hace mucho tiempo, cuando su lápiz sin rotulo aún buscaba la hoja en blanco para posarse, para dejarse ir, Quino comentaba que a Mafalda le tocó convivir con la censura. Hoy sabemos que no solo convivió con la censura, sino que, a pesar de ella, o gracias a ella, se enfrentó a la dictadura con la paciencia del que grita en una soledad sin tregua, en una velada oscuridad. En Argentina, el Gobierno militar había empezado a callar las voces críticas que, para el caso, eran todas las que advirtieran el exceso, la brutalidad. “La censura es algo con lo que conviví desde el momento en que comencé a trabajar” dijo Quino. Quino callaba, pero Mafalda gritaba. Quino, tímido y solitario, había colgado un cartelito en la entrada de su casa donde decía no aceptar entrevistas ni reportajes, pero Mafalda, atrevida y conversadora, iba por todos los medios regando su pensamiento en pequeñas dosis. (Le puede interesar: Laquinoamérica)
En los sesenta el clima artístico y cultural en Argentina se presentaba como una promesa del porvenir. Para algunos, era una atmósfera impostada pero feliz, necesaria. Fue en ese clima febril de incesante producción artística, en el que se hablaba del boom latinoamericano, de The Beatles, de Chaplin y Polanski, en el que germinó una dictadura disfrazada de revolución, que llevaba por centro todos los fuegos del fascismo: los católicos progresistas, masones y francmasones, liberales, tecnócratas, planificadores de familia, protestantes y conversos, comunistas y amantes de la paz; todos los humanistas entraban a conformar la lista de la sospecha. El mundo estaba tomado por una “conspiración progresista” y, el orden, que debía volver tras las huellas del imperio Católico Romano, recoger los vestigios de la ciudad gótica del medioevo, debía ser recuperado. Era Occidente, que caía dejando de fondo el ruido del estropicio, el temblor. Y en ese contexto, Quino y Mafalda, diciendo lo que nadie se atrevía a decir. (Lea también: Murió Quino, el creador de Mafalda)
“¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías” decía Mafalda, de pie, al lado de un policía con el bolillo colgándole del cinturón. “Yo opinaría que… Pero mejor no tocar el tema, ¿no?” volvía a la carga, en una época en la que empezaba a normalizarse la palabra desaparecido. El país viviría un periodo de miedo que borraría del mapa la vida de 30.000 desafortunados en un momento en el que las dictaduras eran la regla, no la excepción, en el continente. La Doctrina de Seguridad Nacional y la Escuela de las Américas serían solo dos de las consecuencias sangrantes que nos heredaría esa época y que servirían de preámbulo a la década en la que se consolidó el exterminio, el terrorismo de Estado; los setenta. (Además: Mafalda: Los personajes más icónico de Quino)
Y en medio del horror, la paradoja: Isabella Cosse contó en su libro Mafalda: historia social y política, lo que le sucedió a Daniel Davinsky, editor de toda la vida de Quino en Ediciones de la Flor, torturado y sobreviviente de la dictadura. En uno de los penales, cuando lo llevaban desnudo por los pasillos, escucharía la voz de un guarda que lo confundiría con el caricaturista y susurraría: ¡ahí va el que hace Mafalda! Y después, como si no fuera poco, se le acercaría para decirle: jefe, después de que pase todo esto, ¿no me dibujaría una Mafaldita para mis pibes?
El miedo arrasaba y se llevaba por delante al que resistiera, así fuera solo con su pluma. Una noche desparecieron al escritor Haroldo Conti, del que García Márquez escribiría la famosa crónica La última y mala noticia sobre Haroldo Conti. En su escritorio encontraron, escrita en latín, la frase: Este es mi lugar de combate y de aquí no me moveré. Héctor Oestelheld, guionista de historietas y autor de El Eternauta, fue desaparecido en algún punto de 1978 y sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, lo acompañaron en su fatal destino y, una tarde, Rodolfo Walsh, autor de un libro de denuncia que hoy es considerado pionero en el periodismo narrativo (se anticipó casi diez años a Capote), Operación Masacre, fue emboscado y baleado por un escuadrón militar. Aunque se dice que alcanzó a responder a los disparos, Walsh cayó y fue desaparecido por la misma Junta Militar a la que hacía un día se había encargado de denunciar en su emblemática carta abierta.
Quino, que un día al llegar a su casa había encontrado la puerta abierta a patadas y sus papeles desperdigados, decidió poner en silencio a Mafalda a término indefinido; finalmente ella ya lo había dicho todo.
No hace mucho tiempo, cuando su lápiz sin rotulo aún buscaba la hoja en blanco para posarse, para dejarse ir, Quino comentaba que a Mafalda le tocó convivir con la censura. Hoy sabemos que no solo convivió con la censura, sino que, a pesar de ella, o gracias a ella, se enfrentó a la dictadura con la paciencia del que grita en una soledad sin tregua, en una velada oscuridad. En Argentina, el Gobierno militar había empezado a callar las voces críticas que, para el caso, eran todas las que advirtieran el exceso, la brutalidad. “La censura es algo con lo que conviví desde el momento en que comencé a trabajar” dijo Quino. Quino callaba, pero Mafalda gritaba. Quino, tímido y solitario, había colgado un cartelito en la entrada de su casa donde decía no aceptar entrevistas ni reportajes, pero Mafalda, atrevida y conversadora, iba por todos los medios regando su pensamiento en pequeñas dosis. (Le puede interesar: Laquinoamérica)
En los sesenta el clima artístico y cultural en Argentina se presentaba como una promesa del porvenir. Para algunos, era una atmósfera impostada pero feliz, necesaria. Fue en ese clima febril de incesante producción artística, en el que se hablaba del boom latinoamericano, de The Beatles, de Chaplin y Polanski, en el que germinó una dictadura disfrazada de revolución, que llevaba por centro todos los fuegos del fascismo: los católicos progresistas, masones y francmasones, liberales, tecnócratas, planificadores de familia, protestantes y conversos, comunistas y amantes de la paz; todos los humanistas entraban a conformar la lista de la sospecha. El mundo estaba tomado por una “conspiración progresista” y, el orden, que debía volver tras las huellas del imperio Católico Romano, recoger los vestigios de la ciudad gótica del medioevo, debía ser recuperado. Era Occidente, que caía dejando de fondo el ruido del estropicio, el temblor. Y en ese contexto, Quino y Mafalda, diciendo lo que nadie se atrevía a decir. (Lea también: Murió Quino, el creador de Mafalda)
“¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías” decía Mafalda, de pie, al lado de un policía con el bolillo colgándole del cinturón. “Yo opinaría que… Pero mejor no tocar el tema, ¿no?” volvía a la carga, en una época en la que empezaba a normalizarse la palabra desaparecido. El país viviría un periodo de miedo que borraría del mapa la vida de 30.000 desafortunados en un momento en el que las dictaduras eran la regla, no la excepción, en el continente. La Doctrina de Seguridad Nacional y la Escuela de las Américas serían solo dos de las consecuencias sangrantes que nos heredaría esa época y que servirían de preámbulo a la década en la que se consolidó el exterminio, el terrorismo de Estado; los setenta. (Además: Mafalda: Los personajes más icónico de Quino)
Y en medio del horror, la paradoja: Isabella Cosse contó en su libro Mafalda: historia social y política, lo que le sucedió a Daniel Davinsky, editor de toda la vida de Quino en Ediciones de la Flor, torturado y sobreviviente de la dictadura. En uno de los penales, cuando lo llevaban desnudo por los pasillos, escucharía la voz de un guarda que lo confundiría con el caricaturista y susurraría: ¡ahí va el que hace Mafalda! Y después, como si no fuera poco, se le acercaría para decirle: jefe, después de que pase todo esto, ¿no me dibujaría una Mafaldita para mis pibes?
El miedo arrasaba y se llevaba por delante al que resistiera, así fuera solo con su pluma. Una noche desparecieron al escritor Haroldo Conti, del que García Márquez escribiría la famosa crónica La última y mala noticia sobre Haroldo Conti. En su escritorio encontraron, escrita en latín, la frase: Este es mi lugar de combate y de aquí no me moveré. Héctor Oestelheld, guionista de historietas y autor de El Eternauta, fue desaparecido en algún punto de 1978 y sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, lo acompañaron en su fatal destino y, una tarde, Rodolfo Walsh, autor de un libro de denuncia que hoy es considerado pionero en el periodismo narrativo (se anticipó casi diez años a Capote), Operación Masacre, fue emboscado y baleado por un escuadrón militar. Aunque se dice que alcanzó a responder a los disparos, Walsh cayó y fue desaparecido por la misma Junta Militar a la que hacía un día se había encargado de denunciar en su emblemática carta abierta.
Quino, que un día al llegar a su casa había encontrado la puerta abierta a patadas y sus papeles desperdigados, decidió poner en silencio a Mafalda a término indefinido; finalmente ella ya lo había dicho todo.