María Kodama y un intento fallido por separarla de Borges
La escritora y traductora argentina María Kodama, quien falleció este domingo a los 86 años, será recordada como la mujer que custodió y defendió el legado del célebre escritor argentino. Esta es la crónica de una entrevista con la principal difusora de la obra de Jorge Luis Borges.
Joseph Casañas Angulo
La charla con María Kodama se registró en el marco de Feria de la Lectura de Montería ‘Un Río de Libros’ en octubre de 2019. La cita era a las 7:00 p.m. en el lobby del hotel GHL de Montería., Córdoba. A las siete menos cuarto, como dicen los argentinos, sonó el teléfono. “María te está esperando, puedes bajar ya”, me dijeron. Salí corriendo. Ni quise esperar el ascensor. Bajé las escaleras trotando. De afán. Angustiado. El periodista, por la razón que sea, casi siempre tiene la idea de que esa entrevista que tanto estuvo esperando se va a caer o la van a cancelar. La libreta de hojas amarillas donde estaban anotadas las preguntas para María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, se quedó en la habitación 302. De eso me percaté cuando ya estaba tocando la puerta del salón en la que íbamos a charlar. Ni modo.
En esa libreta, uno de los tantos apuntes subrayados en desorden, hacía referencia a dos enseñanzas de Yosaburo Kodama. En varios artículos periodísticos y uno que otro video, María Kodama había hablado de esas dos enseñanzas de su padre, un químico japonés amante de las artes. Quería que me las contara de su propia voz. Aquí va la primera.
“Tal vez a Borges le gustaba estar conmigo porque yo había recibido una educación totalmente distinta del resto de los argentinos. Una educación japonesa basada en el respeto, en la cortesía y en la puntualidad, que es el respeto a la vida del otro. Mi padre me dijo una vez que yo nunca debía llegar tarde porque estaba tomando la vida de otra persona y no tenía derecho. Si esa persona quería pasar dos horas mirando el techo, era su vida, pero yo no podía hacerla esperar dos horas porque yo tomaba esas dos horas de vida del otro. Y eso me quedó hasta hoy”.
Buscaba que Kodama hablara de algo de su vida que no estuviera ligado con el autor de El Aleph. Me conflictúa —y lo sigue haciendo— eso de que su existencia esté totalmente eclipsada por la obra de Borges. Es difícil resignarse a entender, aunque ya sea más comprensible, que a María Kodama la quieran entrevistar y la inviten a dar charlas y conferencias, no solo, pero sí únicamente, por ser la viuda de Borges.
Con la esperanza de encontrar un relato que no incluyera a Borges, Kodama comienza a contar el segundo recuerdo del señor Yosaburo.
“Cuando le pregunté a mi papá qué era la belleza, él se reservó su respuesta para el fin de semana siguiente y me regaló, entonces, un libro de arte con una lámina de La victoria de Samotracia. “Pero no tiene cabeza”, le dije. Y él me respondió: “¿Quién le dijo a usted que la belleza está en una cabeza? Mire los pliegues de la túnica; esos pliegues están agitados por la brisa del mar. Detener la brisa del mar en el movimiento de los pliegues de esa túnica para la eternidad, esa es la belleza”.
La enseñanza es hermosa, pensé. Y, además, no incluye a Borges, pensé otra vez. Nada de eso. María continúa su relato: “Cuando yo le conté esto a Borges, él lloraba. Era muy sensible con esa narración. La emoción la volví a sentir en 1983, cuando la vi por primera vez en el Louvre, con Borges a mi lado”. El escritor argentino falleció el 14 de junio de 1986 en Ginebra (Suiza).
María Kodama conoció a Borges cuando tenía 16 años. Bueno, ese es un decir. A esa edad apretó la mano del escritor. En realidad, dice ella, se enamoró de él cuando tenía cinco años y la maestra que le enseñaba inglés le leyó un poema de Borges escrito en inglés.
Y la anécdota de cómo conoció a Borges en la calle Florida, de Buenos Aires. “Yo caminaba rápido como una bala. Borges salía de una librería, lo choqué sin querer y casi lo tiro al suelo. En la desesperación del golpe, le dije: ‘¡Ay perdón! Yo lo escuché cuando era chica’ (por la conferencia). Y me dijo: ‘Dígame, ¿usted no querría estudiar inglés antiguo?’. Yo, para hacerme la sabia, le pregunté: ‘¿Shakespeare?’. ‘No, mucho más antiguo. Siglo IX’, respondió. ‘Ah no, eso va a ser muy difícil. No voy a poder’. Y me lanzó: ‘Pero si lo que le digo es que yo tampoco lo sé y que lo estudiemos juntos’. A partir de ese momento, no nos separamos más”.
Ni Jorge, ni Luis, ni Jorge Luis. Tampoco amor, cariño o tesoro. Nada de eso. María Kodama llamó siempre a Borges por su apellido, así como lo llamó el resto de la humanidad. No importa que cada anécdota se termine cruzando con la vida de Borges. Eso explica, tal vez, porqué terminaron juntos pese a la abismal diferencia generacional.
“A él le gustó mi carácter. Sin embargo, hubo cosas que de seguro le costó aceptar, como mi idea de libertad. Él me decía que yo era la primera prisionera de mi libertad y que yo, para ser libre, era capaz de soltarlo a él. Le dije, de entrada, que era una persona que no me podía sentir atrapada. Si él quería atraparme yo me iba y lo dejaba. Si él no quería atraparme me quedaba para la eternidad. Le costó bastante, pero quedó para la eternidad”, se ríe.
Y también fue preciso hablar, en su momento, de los convencionalismos sociales. Y los hijos y el matrimonio. Y todas las pavadas. Y se pone más argentina para decir lo que viene. Su voz es un susurro. Un susurro argentino.
“Supe desde el principio que no iba a ser mamá. Me regalaban muñecas y me decían que eran mis hijos, yo las sentaba en el suelo y decía que eran mis alumnos. Mi vocación era enseñar, no tener hijos. Además, tener hijos es una hipoteca de por vida. Cuando son bebitos, bueno son bebitos y toca cuidarlos, cuando son adolescentes, se llevan la cabeza contra las paredes, luego se quedan hasta los treinta años, y luego te plantan y te enchufan los nietos”.
María Kodama, quien en 2019 año fue distinguida como profesora honoraria de la UBA, tras la muerte de Borges, no se volvió a enamorar. A los amigos que intentaron presentarle prospectos sentimentales les advertía: “Ojalá que sea un clon de Peter O’Toole o de Harrison Ford con la personalidad de aventurero. Tendría que ser alguien que no tenga que ver con la literatura, si no, termina aplastado en la comparación”.
La charla con María Kodama se registró en el marco de Feria de la Lectura de Montería ‘Un Río de Libros’ en octubre de 2019. La cita era a las 7:00 p.m. en el lobby del hotel GHL de Montería., Córdoba. A las siete menos cuarto, como dicen los argentinos, sonó el teléfono. “María te está esperando, puedes bajar ya”, me dijeron. Salí corriendo. Ni quise esperar el ascensor. Bajé las escaleras trotando. De afán. Angustiado. El periodista, por la razón que sea, casi siempre tiene la idea de que esa entrevista que tanto estuvo esperando se va a caer o la van a cancelar. La libreta de hojas amarillas donde estaban anotadas las preguntas para María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, se quedó en la habitación 302. De eso me percaté cuando ya estaba tocando la puerta del salón en la que íbamos a charlar. Ni modo.
En esa libreta, uno de los tantos apuntes subrayados en desorden, hacía referencia a dos enseñanzas de Yosaburo Kodama. En varios artículos periodísticos y uno que otro video, María Kodama había hablado de esas dos enseñanzas de su padre, un químico japonés amante de las artes. Quería que me las contara de su propia voz. Aquí va la primera.
“Tal vez a Borges le gustaba estar conmigo porque yo había recibido una educación totalmente distinta del resto de los argentinos. Una educación japonesa basada en el respeto, en la cortesía y en la puntualidad, que es el respeto a la vida del otro. Mi padre me dijo una vez que yo nunca debía llegar tarde porque estaba tomando la vida de otra persona y no tenía derecho. Si esa persona quería pasar dos horas mirando el techo, era su vida, pero yo no podía hacerla esperar dos horas porque yo tomaba esas dos horas de vida del otro. Y eso me quedó hasta hoy”.
Buscaba que Kodama hablara de algo de su vida que no estuviera ligado con el autor de El Aleph. Me conflictúa —y lo sigue haciendo— eso de que su existencia esté totalmente eclipsada por la obra de Borges. Es difícil resignarse a entender, aunque ya sea más comprensible, que a María Kodama la quieran entrevistar y la inviten a dar charlas y conferencias, no solo, pero sí únicamente, por ser la viuda de Borges.
Con la esperanza de encontrar un relato que no incluyera a Borges, Kodama comienza a contar el segundo recuerdo del señor Yosaburo.
“Cuando le pregunté a mi papá qué era la belleza, él se reservó su respuesta para el fin de semana siguiente y me regaló, entonces, un libro de arte con una lámina de La victoria de Samotracia. “Pero no tiene cabeza”, le dije. Y él me respondió: “¿Quién le dijo a usted que la belleza está en una cabeza? Mire los pliegues de la túnica; esos pliegues están agitados por la brisa del mar. Detener la brisa del mar en el movimiento de los pliegues de esa túnica para la eternidad, esa es la belleza”.
La enseñanza es hermosa, pensé. Y, además, no incluye a Borges, pensé otra vez. Nada de eso. María continúa su relato: “Cuando yo le conté esto a Borges, él lloraba. Era muy sensible con esa narración. La emoción la volví a sentir en 1983, cuando la vi por primera vez en el Louvre, con Borges a mi lado”. El escritor argentino falleció el 14 de junio de 1986 en Ginebra (Suiza).
María Kodama conoció a Borges cuando tenía 16 años. Bueno, ese es un decir. A esa edad apretó la mano del escritor. En realidad, dice ella, se enamoró de él cuando tenía cinco años y la maestra que le enseñaba inglés le leyó un poema de Borges escrito en inglés.
Y la anécdota de cómo conoció a Borges en la calle Florida, de Buenos Aires. “Yo caminaba rápido como una bala. Borges salía de una librería, lo choqué sin querer y casi lo tiro al suelo. En la desesperación del golpe, le dije: ‘¡Ay perdón! Yo lo escuché cuando era chica’ (por la conferencia). Y me dijo: ‘Dígame, ¿usted no querría estudiar inglés antiguo?’. Yo, para hacerme la sabia, le pregunté: ‘¿Shakespeare?’. ‘No, mucho más antiguo. Siglo IX’, respondió. ‘Ah no, eso va a ser muy difícil. No voy a poder’. Y me lanzó: ‘Pero si lo que le digo es que yo tampoco lo sé y que lo estudiemos juntos’. A partir de ese momento, no nos separamos más”.
Ni Jorge, ni Luis, ni Jorge Luis. Tampoco amor, cariño o tesoro. Nada de eso. María Kodama llamó siempre a Borges por su apellido, así como lo llamó el resto de la humanidad. No importa que cada anécdota se termine cruzando con la vida de Borges. Eso explica, tal vez, porqué terminaron juntos pese a la abismal diferencia generacional.
“A él le gustó mi carácter. Sin embargo, hubo cosas que de seguro le costó aceptar, como mi idea de libertad. Él me decía que yo era la primera prisionera de mi libertad y que yo, para ser libre, era capaz de soltarlo a él. Le dije, de entrada, que era una persona que no me podía sentir atrapada. Si él quería atraparme yo me iba y lo dejaba. Si él no quería atraparme me quedaba para la eternidad. Le costó bastante, pero quedó para la eternidad”, se ríe.
Y también fue preciso hablar, en su momento, de los convencionalismos sociales. Y los hijos y el matrimonio. Y todas las pavadas. Y se pone más argentina para decir lo que viene. Su voz es un susurro. Un susurro argentino.
“Supe desde el principio que no iba a ser mamá. Me regalaban muñecas y me decían que eran mis hijos, yo las sentaba en el suelo y decía que eran mis alumnos. Mi vocación era enseñar, no tener hijos. Además, tener hijos es una hipoteca de por vida. Cuando son bebitos, bueno son bebitos y toca cuidarlos, cuando son adolescentes, se llevan la cabeza contra las paredes, luego se quedan hasta los treinta años, y luego te plantan y te enchufan los nietos”.
María Kodama, quien en 2019 año fue distinguida como profesora honoraria de la UBA, tras la muerte de Borges, no se volvió a enamorar. A los amigos que intentaron presentarle prospectos sentimentales les advertía: “Ojalá que sea un clon de Peter O’Toole o de Harrison Ford con la personalidad de aventurero. Tendría que ser alguien que no tenga que ver con la literatura, si no, termina aplastado en la comparación”.