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Michelle Obama: “Yo descalza y Barack con chanclas”

La exprimera dama de los Estados Unidos presenta hoy al mundo la versión para público juvenil de la autobiografía “Mi historia”. Capítulo exclusivo.

Michelle Obama * / Especial para El Espectador
11 de marzo de 2021 - 02:06 p. m.
La familia Obama en imagen publicada por ellos en Instagram el Día de Acción de Gracias de 2019. De izquierda a derecha, Michelle, Sasha, Barack y Malia Obama.
La familia Obama en imagen publicada por ellos en Instagram el Día de Acción de Gracias de 2019. De izquierda a derecha, Michelle, Sasha, Barack y Malia Obama.
Foto: Archivo particular Instagram

En la primavera de 2015 Malia nos anunció que un chico que le gustaba bastante la había invitado al baile de fin de curso. Tenía dieciséis años y estaba terminando tercero en Sidwell. Para nosotros seguía siendo la niña entusiasta y piernilarga de siempre, aunque cada día parecía un poco más adulta. Casi me alcanzaba en estatura y ya estaba pensando en la solicitud de ingreso en la universidad. (Recomendamos: Capítulo de la biografía de Michelle Obama para adultos).

Era buena estudiante, curiosa y dueña de sí, además de una recopiladora de detalles, como su padre. Había empezado a sentir fascinación por las películas y el arte de crearlas. El verano anterior había abordado a Steven Spielberg una noche que el director asistía a una cena en la Casa Blanca, y lo había acribillado a preguntas hasta que él le ofreció un contrato en prácticas en una serie de televisión que estaba produciendo. Nuestra niña empezaba a abrirse camino.

En general, por motivos de seguridad, Malia y Sasha no tenían permitido subir al coche de otras personas. Malia se había sacado el permiso de conducir provisional y se movía sola en coche por la ciudad, aunque siempre la seguían unos agentes en su propio vehículo. Por otro lado, desde que nos habíamos mudado a Washington cuando ella contaba diez años, nunca había puesto un pie en un autobús ni en el metro, como tampoco había viajado en el automóvil de alguien que no trabajara para el Servicio Secreto. (Recomendamos: Capítulo de la biografía de Barack Obama).

La noche del baile de fin de curso, sin embargo, haríamos una excepción. Su pareja para el evento llegó aquella tarde en su coche, pasó el control de seguridad de la entrada sudeste de la Casa Blanca y, armado de determinación —y de valor—, entró en la sala de Recepciones Diplomáticas enfundado en un traje negro. «Por favor, compórtense, ¿vale?», nos había suplicado Malia a Barack y a mí, con una vergüenza cada vez más visible, mientras bajábamos a recibirlo. Yo iba descalza, y Barack, con chanclas. Malia llevaba una falda negra larga y una blusa elegante que le dejaba los hombros al descubierto. Estaba preciosa.

Creo que conseguimos comportarnos, aunque Malia todavía se ríe al rememorar aquel momento, pues lo vivió como algo insufrible. Barack y yo estrechamos la mano al joven, tomamos algunas fotos y dimos un abrazo a nuestra hija antes de dejarlos marchar. No podíamos evitar sentir tranquilidad al saber que los escoltas de Malia irían pegados al coche del muchacho hasta el restaurante donde cenarían antes del baile y de que permanecerían discretamente de guardia durante el resto de la noche.

Desde el punto de vista de unos padres, no era una mala manera de criar a unas adolescentes, sabiendo que un grupo de adultos vigilantes las seguía en todo momento, con la misión de rescatarlas de cualquier emergencia. Desde la óptica de las adolescentes era, comprensiblemente, un rollo total y absoluto. Como en muchos aspectos de la vida en la Casa Blanca, tuvimos que descubrir por nuestra cuenta dónde y cómo trazar los límites para nuestra familia, cómo compatibilizar las exigencias de seguridad de la presidencia con las necesidades de dos adolescentes que estaban maduran-do por sí mismas.

Cuando empezaron a ir al instituto establecimos unas horas máximas de llegada —primero las once y luego la medianoche—, y, según Malia y Sasha, éramos mucho más estrictos que los padres de buena parte de sus amistades. Si en algún momento me asaltaba una preocupación sobre su seguridad o su paradero, siempre podía contactar con los agentes, aunque procuraba contenerme. Era importante para mí que las chicas confiaran en su equipo de seguridad. En vez de ello, recurría a un método que creo que emplean muchos progenitores: solicitar información a una red de padres que ponían en común todo lo que sabían sobre los lugares a los que la panda iría y si un adulto los supervisaría. Nuestras hijas, claro está, cargaban con un extra de responsabilidad por ser su padre quien era.

Sus meteduras de pata podían aparecer en los titulares de los medios de comunicación. Tanto Barack como yo éramos conscientes de la injusticia que eso suponía. Ambos habíamos transgredido normas y cometido tonterías durante nuestra adolescencia, y habíamos tenido la suerte de que la mirada de un país entero no estuviera puesta en nosotros. Malia tenía ocho años cuando Barack se sentó en el borde de su cama, en Chicago, y le preguntó si le parecía bien que aspirara a la Presidencia. Ahora pienso en lo poco que ella sabía en ese entonces, lo poco que podíamos saber todos.

Llegar a la Casa Blanca durante la infancia era una cosa, pero salir de ella como adulta representaba algo diferente. ¿Cómo iba a imaginar Malia que algún día unos hombres armados la seguirían a un baile de fin de curso? Nuestras hijas se aproximaban a la mayoría de edad durante lo que parecía una época extraordinaria. Barack fue el primer presidente de una nueva era en la que los teléfonos inteligentes empezaban a popularizarse, alterando para siempre los estándares y las ideas que la gente tenía sobre la privacidad. Los selfis, el hackeo de datos, Snapchat y las Kardashian habían pasado a formar parte del vocabulario del país durante nuestra época en la Casa Blanca.

Como adolescentes para las que las redes sociales constituían una parte importante de sus vidas, nuestras hijas vivieron este cambio de una manera más profunda que Barack o que yo. Cuando Malia y Sasha salían por Washington con sus amigos, después de clase o los fines de semana, muchos desconocidos las enfocaban con sus teléfonos o incluso les exigían que se hicieran un selfi con ellos. «Es usted consciente de que soy una menor, ¿verdad?», preguntaba Malia a veces después de negarse.

Barack y yo hacíamos lo posible por proteger a nuestras hijas de la atención del público. Declinábamos todas las peticiones de entrevistas que los medios les hacían y pugnábamos por mantener al margen del escrutinio popular su vida cotidiana cuanto podíamos. Sus escoltas del Servicio Secreto intentaban pasar más desapercibidos cuando las seguían en público a fin de ayudarlas. Llevaban pantalones cortos y camisetas en vez de trajes, y auriculares de botón en vez de pinganillos y micrófonos de pulsera para no desentonar en los garitos para adolescentes.

Estábamos totalmente en contra de que se publicaran fotografías de nuestras hijas que no guardaran relación con actos oficiales, y la oficina de prensa de la Casa Blanca así se lo comunicaba a los medios. Cada vez que una foto de Malia o de Sasha aparecía en una web de cotilleos, mi equipo llamaba a los responsables para cantarles las cuarenta y conseguir que retiraran la noticia. Proteger la privacidad de las chicas implicaba encontrar otras maneras de satisfacer la curiosidad del público respecto a nuestra familia. Al principio del segundo mandato de Barack, incorporamos a la familia a Sunny, un cachorro de espíritu libre y explorador que no parecía ver mucho sentido a hacer sus necesidades fuera. Los perros conferían un toque desenfadado a todo. Eran la prueba viviente de que la Casa Blanca era un hogar.

Consciente de que Malia y Sasha eran, en esencia, territorio vedado, el equipo de comunicación de la Casa Blanca empezó a pedir que dejáramos que los perros realizaran apariciones oficiales y se relacionaran con periodistas o con niños que estuvieran haciendo una visita guiada. Bo protagonizó un vídeo para la tradicional carrera de huevos de Pascua de la Casa Blanca. Sunny y él posaron conmigo para varias fotos como parte de una campaña con el fin de animar a la gente a registrarse para obtener cobertura sanitaria. Eran unos representantes excelentes, inmunes a las críticas e ignorantes de su fama.

Como a todos los jóvenes, a Sasha y a Malia las cosas se les quedaban pequeñas con el tiempo. Desde el primer año de la presidencia de Barack, lo acompañaban mientras él llevaba a cabo lo que sin duda era el rito más ridículo de su cargo: indultar a un pavo justo antes de las fiestas de Acción de Gracias. Los primeros cinco años sonreían y soltaban risitas mientras su padre hacía chistes malos. Cuando llegó el sexto año, y ellas contaban trece y dieciséis, ya eran demasiado mayores hasta para fingir que les hacían gracia. Aparecieron por todo internet fotografías de las dos con aspecto de aburridas y resentidas —Sasha impasible, Malia con los brazos cruzados—, de pie al lado del presidente y el pavo, ajeno a cuanto ocurría alrededor. Un titular de USA Today lo resumía de forma bastante irrebatible: «Malia y Sasha Obama, hasta las narices del indulto al pavo de su padre».

La presencia de ambas en la ceremonia, así como en prácticamente todos los actos que se celebraban en la Casa Blanca, pasó a ser opcional. Eran adolescentes felices y equilibradas que llevaban una vida rica en actividades y aficiones sociales que nada tenían que ver con sus padres. Nuestras hijas tenían sus propios intereses, por lo que no les impresionaban mucho ni siquiera los aspectos más divertidos de los nuestros. —¿No queréis bajar esta noche a oír tocar a Paul McCartney?—Mamá, por favor, no insistas. A menudo se oía música a todo volumen procedente de la habitación de Malia. Sasha y sus amigas, que se habían aficionado a los programas culinarios de la tele por cable, a veces se apoderaban de la cocina para decorar galletas o prepararse elaborados menús.

Nuestras dos hijas agradecían el anonimato relativo del que gozaban cuando se iban de excursión con el colegio o de vacaciones con las familias de sus amistades (siempre con los escoltas a la zaga). No había nada que le gustara más a Sasha que elegir los tentempiés que iba a tomar en el aeropuerto internacional de Dulles antes de embarcar en un vuelo comercial abarrotado, por la sencilla razón de que era muy diferente de la exigente rutina presidencial que imperaba en la base aérea de Andrews y que se había convertido en la norma para nuestra familia. Viajar con nosotros tenía sus ventajas, por otra parte. Antes de que la presidencia de Barack llegara a su fin, nuestras chicas disfrutaron del privilegio de ver un partido de béisbol en La Habana, pasear por la Gran Muralla China y visitar la estatua del Cristo Redentor en Brasil. Pero también podía ser un engorro.

Durante el tercer año de Malia en el instituto, las dos habíamos ido a pasar un día en Nueva York para realizar visitas programadas a la Universidad de Nueva York y la de Columbia. La cosa había marchado bien durante un rato. Nos habíamos movido por el campus de la Universidad de Nueva York a paso veloz, ya que era temprano y muchos estudiantes aún no se habían levantado. Habíamos echado una ojeada a las aulas, nos habíamos asomado a una habitación de la residencia y habíamos charlado con un decano antes de dirigir-nos al norte de la ciudad para tomar un almuerzo rápido y pasar a la siguiente visita.

El problema radicaba en que no había manera de ocultar una comitiva de vehículos del tamaño de la que acompaña a una primera dama, y menos aún en la isla de Manhattan, en pleno día laborable. Cuando terminamos de comer, cerca de un centenar de personas se había aglomerado en la acera, delante del restaurante. Al salir, docenas de teléfonos móviles nos apuntaban y nos vimos en-vueltas en un coro de exclamaciones de entusiasmo. Era un clamor amable —«¡Ven a Columbia, Malia!», gritaba la gente—, pero no especialmente útil para una chica que intentaba imaginar su futuro con tranquilidad.

Supe de inmediato lo que tenía que hacer: hacerme a un lado y dejar que Malia visitara el campus siguiente sin mí. Kristin Jones, mi asistente personal, sería su acompañante en mi lugar. Si yo no estaba presente, las probabilidades de que la reconocieran se reducían. Ella podría desplazarse más deprisa y con menos escoltas. Sin mí, incluso parecería una chica como las demás, caminando por el patio interior. De todos modos, Kristin, con poco menos de treinta años y oriunda de California, era como la hermana mayor de mis hijas. Junto con otro miembro de mi equipo, Kristen Jarvis, estaba muy implicada en nuestra vida familia. «Las Kristin», como las llamábamos, nos sustituían a menudo, asistían a reuniones y se entrevistaban con profesores, entrenadores y otros padres cuando Barack y yo no estábamos disponibles.

Con las chicas se mostraban protectoras y cariñosas, y, a sus ojos, estaban mucho más en la onda de lo que yo lo estaré jamás. Malia y Sasha confiaban en ellas sin reservas y les pedían su consejo respecto a todos los temas, desde qué ropa ponerse hasta las redes sociales, pasando por la proximidad cada vez mayor de los chicos. Esa tarde, mientras Malia visitaba Columbia, esperé en el sótano de un edificio académico en el campus que el Servicio Secreto había designado zona segura. Me quedé sentada, sola y pasando desapercibida hasta la hora de partir, y lamenté no haber llevado al menos un libro. Dolía un poco estar allí abajo, lo reconozco. Sentía una soledad que seguramente no tenía tanto que ver con el hecho de estar sola como con la idea de que, me gustara o no, nuestro primer bebé pronto sería una adulta y se marcharía. Si bien aún no había llegado el final de la presidencia, yo ya empezaba a hacer balance.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Michelle Obama * / Especial para El Espectador

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James(98616)11 de marzo de 2021 - 04:46 p. m.
AL RACISTA, FASCISTA, INEPTO, INCOMPETENTE, CORRUPTO, VIOLADOR DE MUJERES, TRAIDOR, MISÓGINO, MITÓMANO, ENFERMO MENTAL, ESTAFADOR DE ESTUDIANTES, EXPLOTADOR DE MIGRANTES DONALD RATA TRUMP SE LO SACÓ DE LA CASA BLANCA POR SER UN ENGENDRO DEL MAL. VENCIÓ LA LUZ, LA ESPERANZA, LA DEMOCRACIA LIMPIA, LA SENSATEZ Y EL AMOR.
  • MHGLOPEZ(85314)12 de marzo de 2021 - 11:04 p. m.
    Mejor dicho imposible!
  • Mar(60274)12 de marzo de 2021 - 08:49 p. m.
    Trump era lo peor, Biden es mejor por no ser Trump, a los gringos les conviene él, para el resto del mundo Biden es mejor porque Trump era una basura peligrosa, pero sigue siendo gringo para quien el resto del planeta son países a quienes saquear, no por nada comenzó su mandato bombardeando a Siria. Biden apoyó la invasión de Irak, no creo que haya cambiado mucho.
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