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Con la muerte del compositor y director de orquesta Cristóbal Halffter, fallecido este domingo a los 91 años, la música española pierde a uno de los principales defensores de su carácter distintivo, pero no sobre el cliché nacionalista que siempre rechazó, sino acudiendo a las verdaderas bases para modernizarla.
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A este respecto, reconocía la paradoja: “Soy un músico de vanguardia que reclama la tradición”, comentó a EFE quien fuera el ganador en 2010 del Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento, uno de los muchos galardones que recibió en vida por todo el mundo.
Hijo del también director de orquesta Pedro Halffter, con él desparece uno de los más notables representantes de la llamada Generación del 51, la de Luis de Pablo, Manuel Moreno-Buendía o Antón García Abril, fallecido también este mismo año en el mes de marzo.
Con base en Madrid y Barcelona, se propusieron romper la estética nacionalista imperante hasta entonces e introducir la modernidad en la música, en línea con las demás vanguardias artísticas y apostando en sus orígenes por la música atonal.
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Suya fue una de las dos obras que en 1959 marcaron el futuro y empuje de sus tesis, Sonata de Barce, Sonata para violín solo, caracterizada ya por un uso concienzudo del serialismo.
Uno de los momentos más comprometidos de su carrera se produjo en 1989, cuando fue rechazado por los profesores de la Orquesta Nacional de España para ocupar el cargo de director artístico y él decidió romper sus compromisos como principal director invitado para la música contemporánea, el siglo XX en general y de la española en especial.
La “falta de diálogo” fue lo que provocó aquel desencuentro, dijo años después, cuando volvió a dirigir a la ONE para el de su obra Daliniana. Sería solo uno de sus muchos retornos al frente de este conjunto.
Los momentos previos a que se levantara el telón con cada nueva obra decía vivirlos como “una señora antes del parto”.
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“El momento del estreno es el de la confrontación de la realidad con la imaginación, la ocasión de vivir el espacio mágico, aunque uno ya imagina cómo es aquello que ha creado”, explicaba.
En las más de cien obras que compuso en su carrera, como Fanfarria para la paz, afirmaba que no existía “ningún compromiso político ni social, sino humano y humanista. Y eso es así porque creo profundamente en el ser humano por encima de todo”, precisaba.
Amante de la obra de Cervantes, Dalí, Machado o los fandangos del padre Antonio Soler, solía decir que nuestros oídos se habían acostumbrado a la “vulgaridad” en la música impuesta por los medios de comunicación.
“Me quedo con la poesía de Machado, no necesito de la música de Serrat”, llegó a comentar al respecto.
“Estamos viviendo momentos históricos de la más grave trascendencia, en los que se fomenta la banalidad, lo mediocre, se premia lo que gusta a las masas, a las que previamente hemos convencido para que les guste lo que luego les vamos a dar”, argumentaba este defensor del libro por encima de todas las cosas.
De su obra solía decir que era “muy española”, pero alejada del cliché que desde fuera se tenía de ello, es decir, “de la tarjeta postal” de Maurice Ravel o de “la Carmen, lo torero, la faca y las castañuelas”.
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“En una época de falsos y terribles nacionalismos, es absolutamente necesario volver a revisar los riquísimos matices de la obra de Cervantes”, argumentó cuando bajo ese supuesto alumbró su primera ópera, Don Quijote, inspirada en la más famosa de las novelas.
Fue en el año 2000, cuando el grueso de su carrera ya estaba escrito, y si tardó tanto en adentrarse en este género fue porque le costó encontrar la materia adecuada para ello, pero fue un éxito que le ratificó en los motivos por los que la había elegido: “Reivindicar una vez más la utopía para la sociedad actual, una utopía que no esté basada solamente en bienes materiales”.