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En sus 134 años de historia, difícilmente es posible igualar en El Espectador un aporte más significativo al quehacer periodístico que el desplegado por José Salgar Escobar. Desde sus 13 años, cuando ingresó en 1933 a los talleres del impreso a fundir barras de plomo para alimentar los linotipos, pasaron casi ocho décadas atento al devenir del periódico. Rápidamente fue promovido a ayudante de redacción y aprendió desde sacar pruebas o llevar y traer noticias, hasta tomar notas por teléfono a los redactores. En breve se hizo reportero y luego jefe de redacción. Solo quería tener el privilegio de ser el primero en leer el diario y terminó siendo testigo excepcional de Colombia.
Lo descubrió Alberto Galindo, un avezado periodista huilense que orientó la redacción del diario por más de una década, antes de emprender su exitosa trayectoria como parlamentario en 1943. Cuando lo hizo, la información quedó en manos de Darío Bautista, pionero de las noticias económicas, y del joven de 22 años, José Salgar, que se enorgullecía de su habilidad para escribir con diez dedos y leer las pruebas al revés como ejercicio de buen linotipista.
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Paradójicamente, ese mismo año de escándalos políticos en el segundo gobierno de Alfonso López Pumarejo, se estrenó como reportero en el diario de su familia Guillermo Cano Isaza.Al tiempo que Luis y Gabriel Cano consolidaban una línea editorial, con el apoyo de Eduardo Zalamea Borda, Armando Solano y Luis Eduardo Nieto Caballero, la jefatura de José Salgar consolidó una redacción de reporteros. Desde el pionero de la crónica roja, Felipe González Toledo, hasta Carlos Mahecha, Luis Elías Rodríguez, Rogelio Echavarría, Gonzalo González, Luis de Castro, entre otros. En septiembre de 1952, cuando Guillermo Cano asumió la dirección del diario a sus 27 años, José Salgar se convirtió en su principal coequipero. Fue un momento estelar para afrontar los apremios de la dictadura y la censura de prensa del gobierno de Gustavo Rojas Pinilla.
Como lo relató tiempo después en sus memorias Gabriel García Márquez, que llegó al diario en calidad de redactor en 1955, fue la época en la que Zalamea Borda declaró en la BBC de Londres que El Espectador era el mejor periódico del mundo. Y el puntal de esa generación dorada fue José Salgar y sus innovadores métodos para mandar enseñando. Un tablero lleno de noticias escritas con tiza expuesto en la fachada del periódico para que los espectadores supieran de antemano qué iban a leer, o un lápiz rojo para cazar gazapos, detectar imprecisiones o simplemente trazar el rumbo periodístico cuando la habilidad era eludir con talento a los censores de prensa.
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“Un hombre cordial, forjado a fuego vivo, que había subido por la escalera del buen servicio, desde repartir el café en los talleres a los 14 años hasta convertirse en el jefe de redacción con más autoridad profesional en el país”, escribió García Márquez sobre el periodista que le insistió en vano que le torciera el cuello al cisne de la literatura porque se requerían reporteros de choque. Al final, mientras Gabo avanzaba hacia su condición de escritor, José Salgar fue el soldado del diario que junto a Darío Bautista se echó al hombro El Independiente, cuando Rojas Pinilla cerró El Espectador. Después fue el gestor de una nueva generación de periodistas consagrados.
Como Óscar Alarcón, quien recordó así al jefe de redacción y director de El Vespertino entre 1964 y 1980: “García Márquez, que era exagerado en sus conceptos, me dijo una vez que José Salgar era el mejor periodista de Colombia. Creo que se quedó corto. Era un excelente periodista y mejor ser humano. Fue el alma de El Espectador y el maestro que creó escuela. A él le debemos lo poco que aprendimos del oficio. Sabía dónde estaba la noticia, dictaba un título con el impacto y las letras precisas”. Otro de sus pupilos, Antonio Andraus, agregó: “Para la redacción siempre fue el jefe, pero a la vez el periodista de quien recibíamos consejos y sabias formas de ver el oficio”.
“El Mono o Monín, como lo llamaba Guillermo Cano, tenía el acierto de tratar a los periodistas no como jefe, sino como el compañero de redacción que, a rápidas zancadas y veloz como comensal, llegaba a las mesas de la cafetería a hablar sobre el tema del día o a vaticinar lo que iba a ocurrir”, añadió Andraus, quien precisó que, con el amuleto de su lápiz rojo que hacía girar entre sus dedos, salvo en deportes que obraba como república independiente por el diálogo directo entre el director y Mike Forero Nougués, José Salgar orientó a una redacción de colosos. Desde Gabo hasta Juan Gossaín, Javier Ayala, Iáder Giraldo, Carlos Murcia, Hernán Gallego o Jorge Téllez.
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Cuando cerró El Vespertino, siguió al frente de la redacción con nuevos retos: la crítica al Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, la pugna con el grupo Gran Colombiano en defensa de los ahorradores o la desigual pelea contra el narcotráfico. Con un solo ejemplo, Óscar Alarcón rememoró ese liderazgo. “El 17 de diciembre de 1986 organizó una edición de antología, a pesar de que tuvo que registrar el asesinato de su cuñada en Miami y el magnicidio de Guillermo Cano”. Tres años después, en septiembre de 1989, volvió a echarse al hombro la redacción después del bombazo de Los Extraditables, con un titular que se volvió emblema del diario: “Seguimos adelante”.
Si bien ofició como codirector del diario desde 1986 y en 1998 lo hizo como director encargado, no cerró así su ciclo en El Espectador. Por el contrario, mantuvo su asesoría permanente y su columna de opinión El hombre de la calle, creada desde los años 60 para exaltar valores y situaciones bogotanas, a tal punto que le fue concedido un lugar en la Academia de Historia de Bogotá. De igual modo, casi hasta su fallecimiento en julio de 2013, tuvo un escritorio fijo en la redacción, para seguir en contacto con las nuevas generaciones de periodistas, como lo hizo también durante cinco años como decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad Sergio Arboleda.
Como lo resumió el periodista Juan Gossaín, citando a su colega Iáder Giraldo en la evocación de los años 60 y 70, “José Salgar no fue un jefe de redacción, sino un alfarero. Usted le entregaba a El Mono un pedazo de greda en bruto y él le devolvía un periodista hecho y derecho. Nadie conoció mejor que él las tramas del oficio, la baraja del mago, los entresijos de la noticia, las recetas de una crónica, los códigos cifrados y las claves perdidas”. Exaltado con todos los méritos por el CPB o el premio de periodismo Simón Bolívar, como lo resaltó Guillermo Cano, fue un hombre que se hizo a sí mismo en todos los sentidos, gracias a su inteligencia y, en especial, a su alma de periodista.