Roberto Caicedo, una vida de música
El anfitrión de San Sebastián en Bogotá descansa en la paz de una guitarra bien tocada. (1948-2023).
Nicolás Umaña Jimeno, especial para El Espectador
Casi todos los seres humanos contamos con el privilegio de tener un puñado de personas a quienes calificamos como nuestros amigos del alma, nuestros mejores amigos. Pero lo que sucedió la semana pasada en la iglesia de Usaquén fue diferente, atípico. Centenares de personas nos juntamos para despedir a nuestro mejor amigo. Creo que ni Roberto tenía claro cuánta gente lo consideraba tan cercano, tan entrañable y tan especial.
Ese cariño lo construyó apalancado en dos cosas: la música y la irreverencia. Todos los que tuvimos el privilegio de cruzarnos en la vida con Rober lo oímos tocar y cantar, compartiendo con enorme generosidad un gran talento musical, perfeccionista. No había notas disonantes ni guitarras desafinadas, y eso lo acompañaba una voz ronca, inolvidable, arropada por una personalidad arrolladora.
Lo otro era la irreverencia. Nunca se acomodó a ningún código de vestir o de peluquearse que no fuera el suyo. Nunca cedió a las presiones sociales ni a la agenda de la moda para definir su estilo. Él era un estilo propio, no solo en lo visual, sino también en su forma de relacionarse con la vida, con la gente. A todos saludaba, a todos nos puso apodos, a todos nos dijo cosas raras y a todos nos mamó gallo. Así era Rober.
Por cerca de 20 años tuvo las puertas abiertas de un pedacito de cielo en Bogotá. Se llamó San Sebastián, una temporada en Usaquén y una segunda en el parque de la 93. San Sebastián fue un bar en el que Roberto atendía todos los días a los futuros músicos de Colombia y también a los amigos sin ningún futuro musical. Con entusiasmo, como dirigiendo una orquesta, iban subiendo a la tarima cada noche todos aquellos que quisieran exponerse al rigor del público y del director. Por esa tarima desfilaron miles de anónimos aficionados a la música y varios de los hoy más importantes cantantes colombianos.
La semana pasada, después de ser vencido por un agresivo cáncer, Rober abrió las puertas de San Sebastián en su nueva sucursal, la del cielo. Hoy todos los amigos que lo precedieron celebran con buena música su llegada. En su despedida, aquí en la Tierra, se juntaron tantas voces tan afinadas, que nadie pudo contener las lágrimas cantando con Carlos Vives, Andrés Cepeda, Ricardo Tobo, Carolina Sabino y más de 100 músicos, el himno de Rober: Don’t let me down, de sus amados Beatles, su sello característico.
Martha Vásquez, su inseparable compañera de vida, junto con sus hijos Carolina y Juan Sebastián, y sus nietos recibieron en ese coro improvisado el mismo amor y cariño que todos los allí presentes alguna vez recibimos de Roberto Caicedo.
¡Hasta pronto, ingeniero!
Casi todos los seres humanos contamos con el privilegio de tener un puñado de personas a quienes calificamos como nuestros amigos del alma, nuestros mejores amigos. Pero lo que sucedió la semana pasada en la iglesia de Usaquén fue diferente, atípico. Centenares de personas nos juntamos para despedir a nuestro mejor amigo. Creo que ni Roberto tenía claro cuánta gente lo consideraba tan cercano, tan entrañable y tan especial.
Ese cariño lo construyó apalancado en dos cosas: la música y la irreverencia. Todos los que tuvimos el privilegio de cruzarnos en la vida con Rober lo oímos tocar y cantar, compartiendo con enorme generosidad un gran talento musical, perfeccionista. No había notas disonantes ni guitarras desafinadas, y eso lo acompañaba una voz ronca, inolvidable, arropada por una personalidad arrolladora.
Lo otro era la irreverencia. Nunca se acomodó a ningún código de vestir o de peluquearse que no fuera el suyo. Nunca cedió a las presiones sociales ni a la agenda de la moda para definir su estilo. Él era un estilo propio, no solo en lo visual, sino también en su forma de relacionarse con la vida, con la gente. A todos saludaba, a todos nos puso apodos, a todos nos dijo cosas raras y a todos nos mamó gallo. Así era Rober.
Por cerca de 20 años tuvo las puertas abiertas de un pedacito de cielo en Bogotá. Se llamó San Sebastián, una temporada en Usaquén y una segunda en el parque de la 93. San Sebastián fue un bar en el que Roberto atendía todos los días a los futuros músicos de Colombia y también a los amigos sin ningún futuro musical. Con entusiasmo, como dirigiendo una orquesta, iban subiendo a la tarima cada noche todos aquellos que quisieran exponerse al rigor del público y del director. Por esa tarima desfilaron miles de anónimos aficionados a la música y varios de los hoy más importantes cantantes colombianos.
La semana pasada, después de ser vencido por un agresivo cáncer, Rober abrió las puertas de San Sebastián en su nueva sucursal, la del cielo. Hoy todos los amigos que lo precedieron celebran con buena música su llegada. En su despedida, aquí en la Tierra, se juntaron tantas voces tan afinadas, que nadie pudo contener las lágrimas cantando con Carlos Vives, Andrés Cepeda, Ricardo Tobo, Carolina Sabino y más de 100 músicos, el himno de Rober: Don’t let me down, de sus amados Beatles, su sello característico.
Martha Vásquez, su inseparable compañera de vida, junto con sus hijos Carolina y Juan Sebastián, y sus nietos recibieron en ese coro improvisado el mismo amor y cariño que todos los allí presentes alguna vez recibimos de Roberto Caicedo.
¡Hasta pronto, ingeniero!