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Nunca me ha gustado el punk. Creo que las veces que he escuchado esta música he pensado que es mucho ruido, pero después de ir al toque de I.R.A., banda de punk colombiana, siento en esta música un significado y una belleza particulares. Definitivamente sí fue ruda la experiencia, como lo imaginé, pero también vi la normalidad de este género. Siempre lo he pensado como algo extraño y basto para mi gusto. Sin embargo, todo este pensamiento cerrado del punk tiene un contexto.
Cuando ser punk estuvo de moda en una época en Bogotá, me daba miedo, era too much. Sí, porque ver gente con crestas en su cabeza, pantalones full entubados rotos o con remiendos, botas estilo Dr. Marteens, chaquetas de cuero, pelo de colores raros, tatuajes en todo el cuerpo, al igual que piercings, me parecía fuera de todo. Tengo que aclarar que mi estilo en ese momento era más bien princesudo; eso podría explicar también mi disgusto por esta música.
Los punkeros tenían fama entonces de ser muy rudos y de defender su ideología hasta el final. Recuerdo muchas veces oír decir a mis amigos, hoy “me paró un punko”. ¿Qué significa eso? ¿Cómo así que lo paró un punko? Bueno, pues eso significaba que si uno no era punk y le daba por usar punteras (las botas Marteens), lo paraban en la calle y le decían que esas botas tenían un significado, un contexto, por lo tanto no podía usarlas a menos que fuera punk.
Otras veces no eran tan queridos y sólo hacían preguntas de historia del punk y sus significados, y si no había respuesta, la parada terminaba en golpes, pues para ese momento ser punk era algo importante, delicado. Hoy en día, creo, cualquiera puede ser punk, si hablamos de estilos de vestir, pues la moda y la música, aunque siguen yendo de la mano, son mucho más permisivas y nos dejan ser una vieja normal a la que le gusta el reguetón y usa punteras.
En todo caso, cuando se me ocurrió ir a un toque punk y encontré esta banda, pensé que iba a ser un gran reto, pero lo tenía que lograr. El auditorio Lumiere, ubicado en la carrera 14 con 85, era el lugar del toque. Todo empezaba a las 3:00 p.m. Era sábado y yo estaba parada desde la una de la tarde enfrente de mi clóset buscando el outfit más punk. Unos pantalones negros rotos, una camisa blanca, un chaleco de jean con taches y unas botas parecidas a las Marteens, pero que compré en Stradivarious, fueron lo más cercano al punk que encontré.
Llegué a las tres en punto y había una fila muy corta. Me impresionó que no eran adolescentes como pensé, sino hombres y mujeres entre los 25 y 40 años. Los hombres iban vestidos muy parecidos, todos usaban camisetas básicas, a veces con tirantas, o chaquetas con nombres de bandas como The Ramones, Sex Pistols y Pink Floyd. Llevaban también pantalones entubados negros y rotos, otros pantalones con parches y bufandas escocesas y cresta. Las mujeres tenían en su mayoría la mitad del pelo rapado y pintado de algún color extraño, faldas, shorts o vestidos y medias de malla, maquillaje muy dark y tenis.
Eran grupos pequeños, casi todos iban acompañados por máximo tres personas y por lo menos un integrante del grupo llevaba una maleta. No pude descubrir qué llevan ahí, porque durante el concierto no vi que abrieran ninguna. Todos los grupos consumían cerveza y fumaban, recostados contra la fachada negra del auditorio. Ya eran las cuatro y la fila empezó a avanzar; para ese momento la fila ya llegaba al final de la calle.
Al entrar noté que las mujeres eran pocas y eso me decepcionó, porque I.R.A. es una de las pocas bandas punk que tienen una integrante mujer, lo cual pensé que iba a generar que más mujeres asistieran, pero no. Había una música de fondo que me imaginé era de la banda que iba a ver, o por lo menos sonaba parecido a lo que oí en Youtube de la banda.
El lugar, que no era muy grande, empezó a llenarse y en el escenario había varias luces. Los equipos ya estaban siendo acomodados. No sé exactamente a qué horas empezó el toque, pero el sitio estaba lleno y yo traté de quedarme un poco lejos porque sé que cuando estas bandas tocan la gente hace pogos y yo no iba a salir del toque con un ojo morado o algo así. El pogo es una parte de estos conciertos donde la gente hace un baile que se caracteriza por saltos y se desarrolla a partir de choques y empujones entre los participantes.
Antes de que I.R.A., banda con más de 30 años de trayectoria, se presentara, salieron tres bandas: Monkys, Raza y Sin Pudor. Yo no sé nada de esta música, pero me imagino que son buenos por el alboroto del público. Para el final de estas presentaciones, ya estaba más acostumbrada a lo que antes era ruido para mí.
I.R.A. salió al escenario. David Viola en la guitarra y voz principal, Duván Ocampo en el bajo y coros, y Mónica Moreno en la batería y como segunda voz. Los tres integrantes tienen por lo menos entre 30 y 35 años. La gente gritaba; se notaba que no estaba en un concierto de Justin Bieber, donde muchas niñas gritan de manera aguda. Esto era más bien algo más grave, más masculino. La emoción fue mayor cuando anunciaron que estaban lanzando su nuevo elepé, Botas de hierro, en ese auditorio.
Aunque no me sabía ninguna canción, entre los gritos medio podía entender las letras, y todas hablan de la opresión, la privatización y el comercio. En muchas también se hablaba de la anarquía, de oponerse al sistema. Me di cuenta entonces de que la belleza de este género está en sus letras, es una forma de protesta contra todo, y tal vez por eso las personas que más se identifican con esta música provienen de la clase media baja.
“Diseñan políticas, modelos de economía y de vida. privatizan, decomisan todo de sus compañías, monopolizan, amplifican sus discursos y transmiten sus noticias, mentirillas. Me revelo a tu basura, me opongo a lo que me digas”, I.R.A., Es un sucio plan.
Sus voces eran graves y agitadas y tocaban la guitarra, el bajo y la batería con mucha intensidad y una rapidez que me sigue impresionando. Ocampo tenía su bajo lleno de stickers que seguro son cosas muy punk, pero no alcanzaba a ver.
Moreno cantaba y a veces Viola la acompañaba, mientras daba giros con su guitarra por todo el escenario. El público repetía las letras, saltaba y pogueaba. A lo lejos vi la felicidad de la gente y eso se contagia. No era la felicidad de un concierto al que yo iría, donde probablemente lloraría, sino otro tipo de felicidad.
Como una descarga de energía incontrolable, que da ganas de saltar y correr por todo el lugar, pero no lo hice porque aun para ese momento me sentía cohibida. Yo no encajaba en ese lugar, pero a nadie parecía importarle, todo el mundo estaba feliz y saltando con la música y las letras rebeldes. Al otro extremo también vi a un man vomitando sin parar y pensé: ya he visto suficiente y no quiero ver más, pero al mismo tiempo estaba su amigo sentado al lado abrazándolo y cantando las letras, riendo y diciéndole algo al oído. Él vomitaba e intentaba mover su cabeza al ritmo de la música.
Me convenció de quedarme por su emoción, pese a que se sentía pésimo por su estado. Cada dos o tres canciones, el vocalista decía alguna frase como: “No a la violencia, sólo cabe en este lugar el amor por la música, por el rock y el punk”, mientras todos gritaban y hacían la típica seña del rock conocida como la mano cornuta o maloik. El alboroto y el nivel de energía que había en el lugar era de otro mundo. Pensaba: ¿cómo tienen tanta energía después de dos horas?
La experiencia fue diferente y me alegró haberla hecho, pues me quité de encima un estereotipo. A la gente que me daba miedo ya la vi como normal, como aficionada a un tipo de música que no es para todo el mundo. Ver otro tipo de felicidad también me pareció interesante. Cuando salí del lugar tenía un zumbido en los oídos, pero quedé satisfecha: había estado mejor de lo que me imaginé. El resto del día tuve alguna de sus canciones pegada, la tarareaba sin saber bien la letra, y aunque me gustó sacar un poco mi lado rudo y de la calle, confirmé que no nací para ser punk.