Sofía Vergara, ese dorado objeto del deseo
La actriz colombiana ha sido una de las mujeres más queridas y aclamadas de los últimos tiempos. Sus relaciones personales han dado de qué hablar y su pasado está permeado por amores fallidos y momentos decisivos.
El comienzo de Sofía Vergara en la televisión es legendario y conocido. Un cazatalentos la descubrió una tarde en la calle, tres días después ella grabó el comercial más recordado en la historia de la televisión colombiana: el de Pepsi, donde ella se desnuda mientras brinca como un cervatillo dorado sobre la arena caliente de una playa imposible. Nos deslumbró para siempre y ya nadie pudo olvidarla.
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El comienzo de Sofía Vergara en la televisión es legendario y conocido. Un cazatalentos la descubrió una tarde en la calle, tres días después ella grabó el comercial más recordado en la historia de la televisión colombiana: el de Pepsi, donde ella se desnuda mientras brinca como un cervatillo dorado sobre la arena caliente de una playa imposible. Nos deslumbró para siempre y ya nadie pudo olvidarla.
La estrategia era simple: el striptease público de una niña bien y el bombardeo inclemente de avisos que las empresas de bebidas estilan. Y la belleza de Sofía, claro, la combinación precisa de un rostro hermoso coronando la esbeltez de una jovencita y las carnes de una mujer bien hecha: las piernas contundentes, larguísimas, que parecían ir del suelo hasta el cielo, las nalgas suculentas y los senos altaneros (dos tallas por encima del estándar)
El comercial se filmó en 1988, cuando ella tenía dieciséis años, y desde entonces su teléfono no ha parado de sonar. Todos los publicistas la quieren para sus campañas, los empresarios de espectáculos para que oficie de maestra de ceremonias, los propietarios de canales de televisión para que presente sus programas, los directores de cine para que sea el gancho de sus películas, los diseñadores de ropa para que luzca sus prendas y los vendedores de calendarios para que se las quite.
Cuando descansa, su nombre sigue sonando porque suele reposar en brazos de alguna celebridad. Sexualmente, Gabo la habría definido como una mujer presa de “furor uterino”, Antonio Caballero le diría “la divina rijosa” o “dueña de un vértice goloso”, como la definió un amigo geómetra del vicio. Es por esto que los mojones de su vida son hombres.
El primero fue José Luis González, muchacho barranquillero con el que se ennovió a los catorce, se casó a los dieciocho, tuvo a Manolo a los diecinueve y se divorció a los veinte. Estudiaba Odontología, pero abandonó la carrera porque no era buena estudiante y las ofertas de modelaje le llovían. Sus cuentas fueron sencillas: “¿Por qué no facturar caro ya en lugar de esperar varios años para facturar barato?”. Sofía, nunca lo ha negado: ama el dinero por encima de todas las rosas.
A los veintidós años saltó a las tarimas internacionales: fue una de las presentadoras del Festival de la Canción de Viña del Mar, en Chile. Allí estaba, como estrella invitada, Luis Miguel. Estos dos animales dorados se vieron, se olisquearon y se trenzaron en un apasionado romance que duró nueve meses exactos. Él le dedicaba sus conciertos mientras ella, siempre traviesa, jugaba a distraerlo sentándose mal en primera fila. A veces la llamaba en mitad de la noche. “Ven”, le decía, “te necesito”. Al día siguiente ella volaba en el avión privado del cantante a meterse en su lecho y desaparecían de la escena durante varios días.
Después fue presentadora del Canal Univisión en Miami. Allá conoció a Cristian, el delicado hijo de la lacrimosa Verónica Castro. Nadie daba un peso por la suerte de esa relación, y todo el mundo pensó lo mismo, que Sofía era mucha mujer para ese petimetre. En efecto, duraron muy poco. Todo terminó una noche en una discoteca porque Sofía se pasó de copas y se puso a bailar —de una manera que Cristian consideró incorrecta— con un negro gigantesco que pasaba por ahí. Cristian rompió un vaso, zapateó y armó un berrinche. Sofía tomó su bolso y se fue con el negro. Entonces Cristian contó muchas cosas íntimas de la Toti, de esas que un caballero debe callar. En cambio ella, que es muy mal hablada, se portó como una marquesa. “Al fin podré volver a usar mis zapatos altos”, fue todo lo que dijo. Se convirtió en la reina de las discotecas de Miami y terminó en los brazos de Chris Paciello, el Rey de South Beach, un gánster del clan de los Bonano. Bello, joven y dueño de la más exclusiva discoteca de la zona, Paciello lo perdió todo la tarde en que asaltó un banco de Staten Island. Las cosas estaban saliendo bien, “como una obra de relojería”, dijo un periódico, pero en la huida Paciello arrolló con su auto a una transeúnte que cometió la imprudencia de andar por ahí. La mujer murió en el acto, el bello asaltante fue detenido y la Corte Federal de Brooklyn lo condenó a veinticinco años de prisión. Sofía estuvo a su lado durante todo el proceso y hasta hipotecó su apartamento para pagar la fianza —que finalmente fue negada— de su bello bandido.
Para llenar el vacío que dejó Paciello se consoló primero en los brazos de Puff Daddy, el negro rapero que venía del lecho de Jennifer López; luego, en los de un negro más grande, el beisbolista Édgar Rentería y cerró ese año, el 96, con un cantante del montón, Enrique Iglesias.
En 1997,Rafael, su hermano, fue muerto en las calles de Barranquilla a manos de unos atracadores, rezaba la versión inicial. Luego Sofía, que no tiene pelos en la lengua, dijo la verdad: “Rafael andaba metido en negocios de narcotráfico”. Fue un golpe tan duro para Sofía que se llevó a toda su familia a una casa grande que compró en Miami.
En 1999, Rigoberta Menchú, guatemalteca ganadora del Premio Nobel de la Paz, le entregó una placa que la honraba como la Mujer Hispana del Año, filmó unos capítulos de la serie Guardianes de la Bahía y fue imagen de campaña de Visa, McDonald’s, Miller Lite y Bally’s. Durante una sesión de fotos en Londres conquistó al cantante inglés Craig David, revelación del soul en el 2002 por Born to do it.
Después anduvo con el italiano Valerio Moravito, un chusco sin profesión conocida. Quizá por esto fue que en menos de un mes Sofía le chupó todo el jugo, escupió la cáscara y le echó mano a la superestrella Mark Wahlberg (Arthur the King), con quien retozó unos días hasta que conoció a Tom Cruise, pero la cosa no cuajó con el ex de Penélope Cruz. Si algo pasó, no tuvo trascendencia alguna (tal vez tenga razón Nicole Kidman, una señora que dijo con conocimiento de causa: “Tom tiene un solo defecto, el sexo”).
Demos un salto para ahorrar papel y citemos a su último romance largo, el que sostuvo con un José Manganiello, un señor muy alto, muy apuesto y… muy apuesto. En realidad era un caballero de compañía, algo que ella lucía como se puede lucir un auto o un dóberman. Manganiello ha hecho varios papeles olvidados y olvidables y el único que tuvo cierto éxito fue este: el de amante de la diva.
Su anterior marido, Nick Loeb, ha sido su relación más seria. Ambos estaban muy comprometidos emocionalmente, incluso quisieron tener hijos, ¡tres!, pero había un riesgo alto para Sofía porque ella había sufrido cáncer de tiroides a los 28 años y los ginecólogos le aconsejaron evitar los embarazos. Entonces decidieron someter a criopreservación unos embriones suyos fecundados in vitro para gestarlos luego. Esto sucedió en 2013, pero la pareja se separó un año después. Luego Loeb quiso gestar los embriones en un vientre de alquiler, pero Sofía se opuso y, tras una larga batalla, ganó el proceso en 2021.
Las películas en que ha actuado no son muy memorables. Las más exitosas fueron Four Brothers y Modern Family, que fueron nominadas a varios Grammy y Globos de Oro. Se corrió la voz de que ambas producciones habían recaudado montones de dólares en taquilla, pero hay quienes piensan que las cifras fueron infladas, que todo fue un auténtico “globo”, un bluff de sus agentes.
En 2006 lanzó la colección de ropa Vergara by Sofía, una línea de diseño que ella definió como folk-hippie-chic, evolución del estilo “mendigo” o grounge, moda de los 90 que empezó con los bluyines rotos de un mujeronón: Cindy Crawford. Poco después Sofía empezó a apoyar a Peace and Hope, fundación de caridad que ayuda a los niños enfermos de cáncer en Barranquilla.
En realidad criticar a Sofía es una pérdida de tiempo porque ella chivea a sus críticos. Siempre ha dicho que no se considera actriz, se burla de los que se burlan del acento latino de su inglés, repite que está tratando de aprender el oficio de actriz, que trabaja por la plata, no por amor al arte, que lo hace para asegurarle un futuro a su hijo Manolo y que todo lo que es se lo debe a sus nalgas y a sus senos. Este desparpajo no ha hecho sino aumentar la simpatía que despierta en el público y contribuido a consolidarla como uno de los íconos de la generación Ñ, como se conoce a la camada de hispanos que triunfa en Estados Unidos.
Claro que no es del Ñ-A —grupo que forman Javier Barden, Penélope Cruz, Antonio Banderas, Shakira, Cristina Aguilera, Jennifer López y Salma Hayek—, sino en el Ñ-B —formado por figuras como Eva Méndez, Roselyn Sánchez, Deisy Fuentes, John Leguizamo y Thalía—. Lo que nadie le puede quitar es que se ha convertido en un dorado objeto del deseo para los latinoamericanos, y en la colombiana más deseable de todos los tiempos, por encima incluso de mujeres tan provocativas como Claudia Bahamón, Greicy Rendón, Paulina Vega y Jessica Cediel.
Es probable que Sofía no descolle mucho como actriz, aunque sí es la colombiana que ha llegado más lejos en el cine estadounidense, quizá más que John Leguízamo. Pero seguirá perturbando la atmósfera con su piel trigueña, sus cabellos rubios, teñidos de castaño oscuro para parecer más latina, sus ojos color miel, sus dientes grandes, su nariz perfecta y los 98 centímetros de esos senos que desbordan la copa 36B como un champán demasiado espirituoso.
En la actualidad tiene un trabajo muy importante en términos de audiencia y facturación: su papel de jurado en el reality America’s Got Talent, uno de los shows más vistos en la historia de la televisión estadounidense. Sus intervenciones se caracterizan por ser puntuales, francas y delicadas a la vez.
Ahora en la parrilla de Netflix está Griselda, miniserie sobre la vida, obra y cargamentos de Griselda Blanco, pujante y desconocida señora que fundó el cartel de Medellín. Es el papel protagónico más importante de su carrera. La serie tiene un casting notable: un grupo de sujetos con pinta de pillos latinos que ni mandados a hacer. Es una producción de época muy esmerada. La ambientación, la decoración y el vestuario, todo muy ochentero, son impecables. Hay que destacar el trabajo del maquillador, que logró endurecer los rasgos de Sofía con unas amargas líneas de expresión que salen de las comisuras de sus labios y la hacen ver casi fea. El último capítulo, donde Griselda sufre un ataque de paranoia por una sobredosis de bazuco que la lleva a desconfiar de toda su banda, incluido su esposo, crisis que marca el comienzo de la debacle del imperio de Griselda, es un pasaje de gran intensidad emocional y de una interesante complejidad psicológica. Los diálogos son memorables porque desarrollan con naturalidad un tema paradojal: la moral del inmoral mundo del narcotráfico. Es un gran trabajo de los parlamentistas. El guion literario tiene muchas referencias a El Padrino. Demasiadas.
Karol G hace un papel corto: es una de las prostitutas que Griselda Blanco utilizaba cuando estaba entregada a la “formación de públicos”, unas fiestas que organizaba en Miami, con cocaína y mujeres gratis, para los millonarios de Florida. Eran los inicios del legendario cartel de Medellín.
Roy Barreras criticó a Griselda, pues dijo que hay tantas historias extraordinarias de resiliencia y colombianos exitosos, que no se entiende por qué insisten en mostrar las vidas de los delincuentes y afectar la imagen del país.
La polémica sobre las narconovelas y los narcocorridos ha vuelto a sonar a raíz del lanzamiento de Griselda y de la presentación estelar en el festival de Viña del Mar de Peso Pluma, cantante de narcocorridos que es el número uno en el top global de Spotify. Los detractores de este género de producciones alegan que la glorificación de los narcotraficantes es una mirada decadente y peligrosa. Tienen razón, pero la salida no puede ser la censura. Me quedo con la posición que alguna vez le escuché al escritor Jorge Franco, que también escribió una novela sobre el mundo narco: “Debemos cambiar la realidad, no las novelas”.
Por ahora Sofía sigue en una maratónica gira de promoción de la serie. Ha dicho que le encantan las películas sobre narcotráfico y que se las ve todas. Le gustaría producir otro tipo de historias, dice, pero el mercado estadounidense tiene una fascinación invencible por las películas de bandidos. También le gustan los dramas románticos, las flores blancas, le teme a la soledad y a la pobreza, y su lado favorito de la cama es el más cercano a la puerta, un rezago de sus tiempos de mamá.
*Escritor colombiano y columnista de El Espectador