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U2, como algunos equipos de fútbol legendarios, comienza a estructurarse de atrás hacia delante. En el deporte de las multitudes, lo primero que intentaban conseguir los directores técnicos era un arquero, tal vez el garante de su tranquilidad y el responsable de que el sistema de ataque propio tuviera una buena etapa inicial, y el engranaje ofensivo del rival, un final bien opaco. Con la banda irlandesa sucedió algo similar, porque la génesis de la iniciativa tuvo desde su día cero al baterista, la figura que por acomodación y sonoridad siempre está en la parte posterior del escenario.
La idea de conformar una agrupación en Dublín (Irlanda) en ese entonces, mediados de la década del años setenta, no estuvo liderada por el vocalista, que es por lo general el responsable de la adquisición de los cómplices que hacen que su garganta tenga el respaldo adecuado; tampoco fue una creación del guitarrista, por excelencia el ejecutante del instrumento que, tarde o temprano, brilla en las manifestaciones sonoras relacionadas con el rock; ni mucho menos del bajista, en quien reposa buena parte de la cuna rítmica y armónica que determina hacia dónde se dirige la canción. En U2 el primero en abrir la brecha fue el hombre detrás de los inmensos tarros.
A Larry Mullen, quien después para distanciarse del nombre del padre le adhirió un discreto “JR”, fue a quien se le ocurrió la idea de pegar por todas partes avisos diciendo que quería emprender un viaje por el rock. La convocatoria tuvo una respuesta masiva pero él no quería complicarse y las audiciones aficionadas las realizó de acuerdo con el instrumento. Al parecer, Mullen pensó como los arqueros, que tienen la visión completa de la cancha, y empezó a solucionar sus urgencias de atrás hacia delante. Sabía que el segmento posterior reposaba en buenas manos y en mejores baquetas, pero necesitaba darle respuesta a las cuerdas protagonistas y llamó a todos los guitarristas que ya estaban en fila.
El primero en tocar pasó con mucha pena y poca gloria; el segundo dio una demostración innecesaria de virtuosismo, mientras que el tercero leyó por completo la intencionalidad de Larry Mullen y se acomodó al sonido sin bajar la cabeza. El chico se llamaba Dave Evans y, además de las seis cuerdas de su instrumento, tenía una capacidad innata para volverse cómplice dentro y fuera de las sesiones de ensayos. Evans se quedó con la plaza y los sueños se multiplicaron. Los dos músicos en plena etapa de formación ni sospechaban que su sonido debía ser un elemento conector entre el rock de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, con propuestas que, definitivamente, se desmarcaban de Los Beatles, Los Rolling Stones, Pink Floyd y Led Zeppelin. Para eso necesitaban más manos, y Mullen manifestó que el turno era para los bajistas, porque su obligación era nivelar la futura tarima.
La selección del responsable del bajo fue mucho menos compleja. Adam Clayton llegó pisando fuerte y hoy, después de más de cuarenta años de actividad en la música, sus compañeros todavía tienen vivo el recuerdo de lo que fue capaz de hacer en el diapasón. Clayton era el único que había tenido experiencia en la conformación de bandas de rock, y la solvencia con la que realizó su jornada para aspirar a la vacante deslumbró a los demás. Sabía en qué momento brillar con su instrumento, pero también tenía conciencia de cuándo debía respaldar las ejecuciones ajenas.
Antes de poner en marcha el motor que después se conoció como U2, surgió la primera discusión entre los tres integrantes. Uno se inclinaba por la búsqueda del cantante, otro manifestaba el requerimiento de unos teclados; mientras que Larry Mullen insistía en la presencia de un guitarrista adicional. Y para ocupar la plaza de esa segunda y discreta guitarra llegó Paul David Hewson. Sus limitaciones en el instrumento eran evidentes, sus desaciertos en las cuerdas fueron casi tan preocupantes como las desentonaciones cuando le pidieron que cantara. Pero al chico nuevo lo respaldaba un componente que ninguno de los otros tenía: un carisma insuperable.
Algunos buscadores de talentos dicen que un artista verdadero se conoce porque es un imán que atrae todas las miradas y resulta siendo el foco en cualquier situación. Eso pasaba con Paul Hewson. Ocurrió en 1976, a finales de la década de los ochenta, también en el nuevo milenio, y su condición de eje se mantiene en la actualidad. Ahora nadie le dice Paul David Hewson, pero cualquier simpatizante del rock clásico o contemporáneo, por el motivo que sea, sabe quién es Bono. Él no fue el único que buscó una identidad en la música, el guitarrista también dejó atrás el nombre de Dave Evans para amarrar a su alterego, The Edge, a una propuesta sonora y visual.
Desde ese experimento humano, casi una selección por reality de los integrantes de una banda estudiantil, hasta hoy el sonido de U2 se ha mimetizado con muchos estilos. Cuando el colectivo se llamaba Feedback, luego The Hype, hasta condensar su nombre en la forma más básica, con una letra y un número, las influencias que surgían estaban mediadas por el punk y sus coletazos posteriores. El rock, el pop, el new wave, el dance, la electrónica y el techno, entre muchas otras propuestas impetuosas, han desfilado por los álbumes de los irlandeses sin el menor asomo de prudencia. Lo que ha hecho el grupo es seguir el instinto, sin casarse con fórmulas, aunque este impulso a veces ha sido castigado con severidad por el público.
La indumentaria se modifica con facilidad, y las diferencias entre Boy (1980), War (1983), The Joshua Tree (1987), Zooropa (1993), All That You Can’t Leave Behind (2000), No Line On The Horizon (2009) y Songs of Innocence (2014) pueden ser abismales, dependiendo del oído que escuche su contenido. Lo que se mantiene de forma transversal es el activismo, la preocupación social y el acento político, con el que siempre han levantado la mano cuando se habla de U2 y de sus propuestas.
Fondo y forma, con los encuentros y desencuentros habituales en una iniciativa de más de cuatro décadas, se dan la mano en este formato que visita por primera vez a Colombia después de muchos años de especulación. Bono, The Edge, Adam Clayton y Larry Mullen JR. llegan al país como parte del The Joshua Tree Tour, con el que celebran 30 años de la publicación de este registro considerado una pieza emblemática dentro del género. El cuarteto se presenta el sábado 7 de octubre en Bogotá con su música arriba, con la consciencia de siempre y con la seguridad de que para hacer política es suficiente con hablar… o cantar, como en el caso de Bono.
U2 en Colombia. Sábado 07 de octubre, Estadio El Campín, Bogotá. Información en www.tuboleta.com