Volver a Colombia luego de 35 años en Europa
Un escritor que fue corresponsal de AFP y El Espectador en París explica por qué su más reciente novela, “Pechiche naturae”, es la antropología de “un cuaderno del retorno a la tierra natal”.
Julio Olaciregui
Regresé a Colombia en septiembre de 2015, después de vivir en Francia 35 años, con el texto de mi novela Pechiche naturae a punto de cocción. Su título refleja ese mestizaje que nos ha formado: “pechiche” significa niño en lengua de los indígenas katíos y “naturae”, de la naturaleza; somos niños, hijos de la naturaleza, sí. Comencé a escribirla en 2012, cuando encontré en el Museo de Historia Natural de París una docena de cartas enviadas por los antropólogos Alicia Dussán y Gerardo Reichel-Dolmatoff a su profesor Paul Rivet, fundador del Museo de la Humanidad.
Alicia Dussán, en una de esas cartas, fechada el 14 de julio de 1944, dice: “Viendo a los niños motilones tan personas desde que caminan, me vino la idea de que todo niño debe educarse para que pueda vivir como hijo de la naturaleza”.
En Pechiche naturae está latente ese deseo de alejarme del mármol y la historia de Europa para volver a la naturaleza de Colombia, al mar y los patios de mi infancia; es una suerte de “hasta luego Europa” y al mismo tiempo un cuaderno del retorno a mi tierra natal, para decirlo con las palabras del título del gran libro del poeta Aimé Cesaire.
Lo escribí como quien iba filmando escenas, sin saber cómo editaría al final todo el material, cuál sería la imagen de apertura, cómo terminaría el proyecto, la obra, la construcción. En el Museo Etnográfico del Magdalena encontré una advertencia sobre la historia de Santa Marta y la Sierra Nevada que me sirvió para la hechura del libro: “Esta es aún una historia fragmentada y aproximada”. Las diferentes tramas que se cruzan tienen ese efecto llamado “sfumato” en la pintura: son tenues, difuminadas. El gran escenario es Santa Marta, donde pasé parte de mi infancia, por eso anda por el camellón el músico Juan Polo Cervantes, más conocido como Juancho Polo Valencia, quien le canta a la bahía: “Qué bonito es pasearse en Santa Marta/ en la tardecita por las orillas del mar / mirando las aguas yo allí me puse a pensar / se me van las horas, pero no me hacen falta”.
Aparece la Sierra Nevada como se ve desde Barranquilla, con sus nieves azules amenazadas por el calentamiento del planeta y su gente milenaria y sus riquezas espirituales y materiales amenazadas por “los ejércitos”, como diría Evelio Rosero. Aparece Erasmo de Rotterdam, un escritor que estaba en el curubito en Europa en la época de la fundación de Santa Marta y quien sin querer desató las guerras de religión. Figura también el Cuchacique de Jeriboca, quien estuvo combatiendo a los conquistadores españoles en defensa del amor entre guerreros tayronas.
Lo bueno del archivo virtual colgado en el ciberespacio es que ahora podemos sacar de ahí datos regalados que alimentan las intrigas de nuestras novelas. Pensando en el libro Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila, me dije que escribiría una novela con un argumento implícito. Como lectores nos sentimos ahora tentados a estar comprobando y completando lo que dicen los narradores… también se me ocurrió, con esta moda de los “talleres de escritura creativa”, crear un imaginario taller de mitografía en el que los participantes deben escribir mitos sobre el hijo del Sol, los orígenes del Tabaco, los amores de los rayos con las palmeras, o la historia de curanderos famosos entre los indios kogis. Leyendo sus mitos, así como los de los wayuus y los chimilas, tengo la impresión de que esas semillas narrativas de los montes deben caer sobre nosotros, polinizando nuestras historias en las ciudades.
Regresé a Colombia para estar cerca de la gente de acá, para investigar “lo mestizo” que soy, para seguir aprendiendo el noble arte de contar historias gracias a la tradición oral. También regresé movido por el deseo de recorrer esos territorios de los que hablan Orlando Fals-Borda y Alfredo Molano en sus libros, y para volver a Cartagena después de leer a Manuel Zapata Olivella, Roberto Burgos Cantor, Alfonso Múnera y María Cristina Navarrete.
El periodismo me ha dado para vivir. La literatura, para soñar. Después de El Heraldo y El Espectador, trabajé más de 20 años en la agencia France-Press. Soy testigo de que hay mucha prosa en este mundo, mucha crónica que se desperdicia noche y día. Por eso me alegró ver que un colega escritor y periodista, Eduardo García Aguilar, lanzó en la reciente Feria del Libro de Bogotá su poesía completa.
Antes de dejar París escribí mi primer y único libro en francés, Parfois danse (A veces baile), una historia de mis relaciones con la danza africana, publicado gracias al poeta Rémy Durand, quien también es editor. El filósofo colombiano Fredy Téllez, autor de un maravilloso libro, La vida, ese experimento, dice que en Occidente somos “muy cabezones”, sólo pensamos con la cabeza, mientras el cuerpo permanece sentado, cavilando anquilosado. Por eso me gusta bailar. En breve publicaré un libro de delirios poéticos, Danzas y leyendas.
Cada otoño, en Francia, 600 novelistas publican sus obras. Aquí en Barranquilla somos cinco o seis… y ahora gracias a la editorial Collage siento que formamos parte de un “novísimo” grupo de escritores caribeños encabezados por Ramón Illán Bacca y Ramón Molinares, del que forman parte Roberto Montes Mathieu, Adriana Rosas Consuegra, Paul Britto, Joaquín Mattos Omar, Gustavo Tatis Guerra y Clinton Ramírez.
He vuelto a la yuca, a las arepas de maíz y al arroz con camarones. Me alimento también de lo que escriben poetas como Miguel Iriarte, Santiago Mutis, Elkin Restrepo, José Ramón Mercado y Jaime Manrique Ardila; de las novelas de Pablo Montoya, las crónicas de Alberto Salcedo Ramos y Juan José Hoyos y de las investigaciones filosóficas de Numas Armando Gil Olivera en la Universidad del Atlántico. Igualmente de la música de Totó la Momposina, Guillermo Carbó y Francisco Zumaqué.
En teatro, periodismo, novela y cine
Julio Olaciregui nació en Barranquilla en 1951. Se inició en el teatro en la Universidad de Antioquia. Fue periodista de El Heraldo y El Espectador antes de viajar a París en 1978 para estudiar literatura en la Universidad de la Sorbona. Escribió para la Agencia France-Presse desde 1998. Adaptó para el cine La mansión de Araucaíma, de Alvaro Mutis. Ha publicado las novelas Vestido de bestia (1980), Los domingos de Charito (1986), Trapos al Sol (1991), Dionea (2005), Días de tambor y La segunda vida del Negro Adán (Collage Editores). Bajo ese sello también escribió Vida cotidiana en tiempos de Gabriel García Márquez. Luego se dedicó a bailar danzas africanas y viajó a Guinea y Senegal. Su documental “Parfois danse” (2009) está en YouTube. Sus obras de teatro En el cabaret místico (1999), El tango congo se acerca a La Habana (2000) y El callejón de los besos (2009) han sido representadas por actores franceses.
Regresé a Colombia en septiembre de 2015, después de vivir en Francia 35 años, con el texto de mi novela Pechiche naturae a punto de cocción. Su título refleja ese mestizaje que nos ha formado: “pechiche” significa niño en lengua de los indígenas katíos y “naturae”, de la naturaleza; somos niños, hijos de la naturaleza, sí. Comencé a escribirla en 2012, cuando encontré en el Museo de Historia Natural de París una docena de cartas enviadas por los antropólogos Alicia Dussán y Gerardo Reichel-Dolmatoff a su profesor Paul Rivet, fundador del Museo de la Humanidad.
Alicia Dussán, en una de esas cartas, fechada el 14 de julio de 1944, dice: “Viendo a los niños motilones tan personas desde que caminan, me vino la idea de que todo niño debe educarse para que pueda vivir como hijo de la naturaleza”.
En Pechiche naturae está latente ese deseo de alejarme del mármol y la historia de Europa para volver a la naturaleza de Colombia, al mar y los patios de mi infancia; es una suerte de “hasta luego Europa” y al mismo tiempo un cuaderno del retorno a mi tierra natal, para decirlo con las palabras del título del gran libro del poeta Aimé Cesaire.
Lo escribí como quien iba filmando escenas, sin saber cómo editaría al final todo el material, cuál sería la imagen de apertura, cómo terminaría el proyecto, la obra, la construcción. En el Museo Etnográfico del Magdalena encontré una advertencia sobre la historia de Santa Marta y la Sierra Nevada que me sirvió para la hechura del libro: “Esta es aún una historia fragmentada y aproximada”. Las diferentes tramas que se cruzan tienen ese efecto llamado “sfumato” en la pintura: son tenues, difuminadas. El gran escenario es Santa Marta, donde pasé parte de mi infancia, por eso anda por el camellón el músico Juan Polo Cervantes, más conocido como Juancho Polo Valencia, quien le canta a la bahía: “Qué bonito es pasearse en Santa Marta/ en la tardecita por las orillas del mar / mirando las aguas yo allí me puse a pensar / se me van las horas, pero no me hacen falta”.
Aparece la Sierra Nevada como se ve desde Barranquilla, con sus nieves azules amenazadas por el calentamiento del planeta y su gente milenaria y sus riquezas espirituales y materiales amenazadas por “los ejércitos”, como diría Evelio Rosero. Aparece Erasmo de Rotterdam, un escritor que estaba en el curubito en Europa en la época de la fundación de Santa Marta y quien sin querer desató las guerras de religión. Figura también el Cuchacique de Jeriboca, quien estuvo combatiendo a los conquistadores españoles en defensa del amor entre guerreros tayronas.
Lo bueno del archivo virtual colgado en el ciberespacio es que ahora podemos sacar de ahí datos regalados que alimentan las intrigas de nuestras novelas. Pensando en el libro Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila, me dije que escribiría una novela con un argumento implícito. Como lectores nos sentimos ahora tentados a estar comprobando y completando lo que dicen los narradores… también se me ocurrió, con esta moda de los “talleres de escritura creativa”, crear un imaginario taller de mitografía en el que los participantes deben escribir mitos sobre el hijo del Sol, los orígenes del Tabaco, los amores de los rayos con las palmeras, o la historia de curanderos famosos entre los indios kogis. Leyendo sus mitos, así como los de los wayuus y los chimilas, tengo la impresión de que esas semillas narrativas de los montes deben caer sobre nosotros, polinizando nuestras historias en las ciudades.
Regresé a Colombia para estar cerca de la gente de acá, para investigar “lo mestizo” que soy, para seguir aprendiendo el noble arte de contar historias gracias a la tradición oral. También regresé movido por el deseo de recorrer esos territorios de los que hablan Orlando Fals-Borda y Alfredo Molano en sus libros, y para volver a Cartagena después de leer a Manuel Zapata Olivella, Roberto Burgos Cantor, Alfonso Múnera y María Cristina Navarrete.
El periodismo me ha dado para vivir. La literatura, para soñar. Después de El Heraldo y El Espectador, trabajé más de 20 años en la agencia France-Press. Soy testigo de que hay mucha prosa en este mundo, mucha crónica que se desperdicia noche y día. Por eso me alegró ver que un colega escritor y periodista, Eduardo García Aguilar, lanzó en la reciente Feria del Libro de Bogotá su poesía completa.
Antes de dejar París escribí mi primer y único libro en francés, Parfois danse (A veces baile), una historia de mis relaciones con la danza africana, publicado gracias al poeta Rémy Durand, quien también es editor. El filósofo colombiano Fredy Téllez, autor de un maravilloso libro, La vida, ese experimento, dice que en Occidente somos “muy cabezones”, sólo pensamos con la cabeza, mientras el cuerpo permanece sentado, cavilando anquilosado. Por eso me gusta bailar. En breve publicaré un libro de delirios poéticos, Danzas y leyendas.
Cada otoño, en Francia, 600 novelistas publican sus obras. Aquí en Barranquilla somos cinco o seis… y ahora gracias a la editorial Collage siento que formamos parte de un “novísimo” grupo de escritores caribeños encabezados por Ramón Illán Bacca y Ramón Molinares, del que forman parte Roberto Montes Mathieu, Adriana Rosas Consuegra, Paul Britto, Joaquín Mattos Omar, Gustavo Tatis Guerra y Clinton Ramírez.
He vuelto a la yuca, a las arepas de maíz y al arroz con camarones. Me alimento también de lo que escriben poetas como Miguel Iriarte, Santiago Mutis, Elkin Restrepo, José Ramón Mercado y Jaime Manrique Ardila; de las novelas de Pablo Montoya, las crónicas de Alberto Salcedo Ramos y Juan José Hoyos y de las investigaciones filosóficas de Numas Armando Gil Olivera en la Universidad del Atlántico. Igualmente de la música de Totó la Momposina, Guillermo Carbó y Francisco Zumaqué.
En teatro, periodismo, novela y cine
Julio Olaciregui nació en Barranquilla en 1951. Se inició en el teatro en la Universidad de Antioquia. Fue periodista de El Heraldo y El Espectador antes de viajar a París en 1978 para estudiar literatura en la Universidad de la Sorbona. Escribió para la Agencia France-Presse desde 1998. Adaptó para el cine La mansión de Araucaíma, de Alvaro Mutis. Ha publicado las novelas Vestido de bestia (1980), Los domingos de Charito (1986), Trapos al Sol (1991), Dionea (2005), Días de tambor y La segunda vida del Negro Adán (Collage Editores). Bajo ese sello también escribió Vida cotidiana en tiempos de Gabriel García Márquez. Luego se dedicó a bailar danzas africanas y viajó a Guinea y Senegal. Su documental “Parfois danse” (2009) está en YouTube. Sus obras de teatro En el cabaret místico (1999), El tango congo se acerca a La Habana (2000) y El callejón de los besos (2009) han sido representadas por actores franceses.