Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ha nacido una estrella. Los primeros años de Madonna
Se supone que la personalidad de un niño se empieza a formar en el momento en el que se da cuenta de que es un ser autónomo, independiente de sus padres. Se dice que nuestro carácter se comienza a forjar a los ocho meses y que su desarrollo es el producto de la interacción de distintos factores como son el ambiente, el contacto físico y el entorno social y cultural. (Le puede interesar: Madonna, a sus 63 años, con su novio de 27).
Madonna Louise Ciccone nació en Bay City, en el estado de Míchigan, el 16 de agosto de 1958. Es la tercera de seis hermanos. Su padre, Silvio Anthony Ciccone, es de ascendencia italiana y trabajó como ingeniero en multinacionales del motor. Su madre, Madonna Louise Fortin, era francocanadiense y religiosa y dedicó su vida a criar a sus hijos. La joven Nonni —así se la conocía familiarmente— mostró una fuerte personalidad desde que era una renacuaja.
Los que sean padres o madres sabrán que una niña con hermanos mayores es por definición y condición una niña fuerte que se tiene que hacer oír y luchar por lo que quiere, y así fue Nonni desde el minuto uno. Como ella misma ha declarado, vivir en su casa era como vivir en un zoo donde todo se compartía y donde una debía hacerse escuchar.
Desde su más tierna infancia, manifestó una confianza inusual en sí misma, siempre pensó que el mundo era suyo y que tenía ante ella un camino lleno de oportunidades. En 1963, su madre murió debido a un fatídico cáncer de mama. Nonni no entendió muchas cosas hasta más adelante. En numerosas ocasiones, Madonna ha declarado lo mucho que echa de menos a su madre y que, de alguna manera, su pérdida fue lo que forjó a la estrella que conocemos. (Más: La vida de Madonna será llevada al cine).
Según la célebre psiquiatra Elisabeth KüblerRoss, existen cinco etapas de duelo infantil: la negación y aislamiento, la ira, el pacto y negociación por admitir la realidad, la depresión y, finalmente, la aceptación. Precisamente, este duelo dejó a Madonna con un sentimiento de soledad y nostalgia que la llevó a centrarse en el futuro. Se dio cuenta de que la vida era demasiado corta y de que debía exprimirla y darse prisa. Una reflexión increíblemente madura y que explica muchas cosas de la Madonna que conoceremos después.
Los siguientes años fueron convulsos. Nonni se ocupaba de sus hermanos menores, pero al mismo tiempo odiaba las labores domésticas. Su padre rehízo su vida y se casó con Joan Gustafson, con quien tuvo dos hijos más. Comenzó entonces una relación de tiranteces preadolescentes con su progenitor. Cambió de colegio, pasó de uno religioso a uno público y laico, el Rochester Hills; fue una buenísima estudiante, de esas de sobresaliente y matrículas de honor, se unió al club de francés, formó un grupo de teatro e incluso fue cheerleader, pero de las que no se depilaban las axilas.
Un verdadero rabo de lagartija que ya dejaba entrever una personalidad inquieta, dispuesta a explorar y aprovechar el momento. A los quince años, un bendito encuentro cambiaría su vida para siempre. Madonna conoció a Christopher Flynn, un bailarín gay de cuarenta y cinco años que había bailado en el prestigioso Joffrey Ballet de Chicago y que daba clase en Rochester.
Madonna comenzó a bailar frenéticamente, hasta cinco horas diarias, llegando a rozar la obsesión. Perfeccionaba su técnica mientras reía y disfrutaba del sarcasmo de Flynn. Fue el primer contacto de Madonna con un artista. Enseguida se hicieron íntimos amigos. Flynn la definiría como un lienzo en blanco y como una persona extremadamente curiosa, de esas que quieren saberlo todo.
Su relación fue crucial para entender al personaje que conocemos hoy. De alguna manera, Flynn le otorgó la dosis de confianza que Madonna necesitaba. Ella ha admitido cientos de veces que se sentía poco atractiva, nada interesante e incluso fea, y Flynn le transmitió todo lo contrario: que era una persona hermosa y con estrella. Madonna reconocería años más tarde que nadie le había dicho nunca eso y que gracias a él sintió que era especial. Le enseñó a apreciar la belleza del espíritu en lugar de la belleza convencional.
Pero Flynn no solo la inició en el mundo del baile, sino que enfocó su existencia y le arrancó ese poso gris que se había asentado en su cabeza. Las anécdotas y declaraciones que se pueden leer sobre su relación trasmiten una complicidad mágica; un profesor lleno de vida, influencias y referencias, y una alumna privilegiada y talentosa, ávida por vivir nuevas experiencias. Una combinación fascinante digna de un guion cinematográfico.
Cuando Madonna tenía quince años, Flynn se la llevó a Detroit y la introdujo de lleno en el mundo del arte: con él visitó por primera vez una galería, fue a clubs gais y asistió a conciertos de rock. De hecho, se dice que fueron juntos a ver a David Bowie en el Cobo Hall. Bowie sería una influencia descomunal para nuestra protagonista. En un discurso apoteósico y brillante que pronunció en la ceremonia de los premios Billboard en la que fue nombrada Mujer del Año, en 2016, habló largo y tendido sobre el camaleón del rock.
Madonna declaró que, cuando comenzó a escribir canciones, nunca pensó en un género concreto, nunca pensó en feminismo, solo quería ser una artista. Obviamente, le inspiraban mujeres como Debbie Harry, Chrissie Hynde o Aretha Franklin, pero su verdadera musa fue David Bowie. Él encarnaba el espíritu femenino y masculino en un solo cuerpo y eso a ella le sonaba bien. Además, le enseñó que no había reglas y que no todo estaba escrito.
Estas palabras dejan claras dos cosas: que el creador de Ziggy Stardust fue capital en su crecimiento como artista y que la sombra de Flynn es alargada. Flynn también enseñaba danza en la Universidad de Ann Arbor y, tras su recomendación, a los dieciocho años Madonna fue admitida en la institución con una beca e ingresó en la carrera de baile. Flynn vio su meteórica progresión y prácticamente la obligó a hacer las maletas y largarse con lo puesto a Nueva York, otro gesto que cambiaría su vida y la nuestra para siempre. Gracias por todo, Christopher Flynn.
* Los Prieto Flores (Natalia Flores y Borja Prieto) son autores de los textos e Isa Muguruza de las ilustraciones. Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plan B.