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Juan Gossaín llega a Bogotá el 1 de septiembre de 1969. Tenía 20 años de edad, tarjeta de identidad (la mayoría de edad se cumplía a los 21 años) y 300 pesos en el bolsillo. La ciudad contaba con cerca de 2 millones de habitantes, estrenaba ese día el sistema de liquidación de cesantías para los trabajadores (Carlos Lleras Restrepo, el presidente de entonces, recibió en su cuenta 16 mil 533 presos con 12 centavos) y el teatro María Luisa presentaba "En mi casa mando yo", con Luis Sandrini. Ese año, los mandatarios de Suramérica firmaban en la ciudad el Pacto Subregional Andino y el país ratificaba en el Capitolio Nacional el Pacto Internacional de Derechos Civiles. La Universidad Externado de Colombia inauguraba una nueva sede en los cerros orientales de Bogotá y abrían sus puertas los muesos Taurino y De Desarrollo Urbano. Un menudo joven, de nombre Antanas Mockus, se graduaba con honores en el Liceo Francés, y un tal Jimmy Salcedo, recién llegado de París, fundaba su orquesta La Onda Tres.
Lo que más lo deslumbró de la Capital fue, como en tiempos de Aureliano Buendía, el frío. “No porque me hiciera daño físico, sino simplemente porque era lo que yo no había visto en mi vida”. En diciembre, con las ventoleras de San Bernardo del Viento en Córdoba, llegó a titiritar un poco. Pero la sensación de sentirse desnudo frente al viento e impotente ante los puñales helados que traspasaban la piel era distinta. Jamás había estado en aquella ciudad ni le habían dolido las orejas por un glacial. Cuál sería su ingenuidad frente al nuevo destino, que “mientras empacaba mi maleta de madera, fabricada por don Andrés Morillo, el carpintero mayor de San Bernardo del Viento, mi madre me puso entre camisetas blancas de algodón de mangas cortas, un ventilador eléctrico, de mesa, hecho de plástico, de colores verde y blanco, más pequeño que grande, que le había comprado a alguna vivandera de las que traían contrabando de Panamá. —Con tanta gente que vive ahí, mijito —me dijo ella, en Bogotá debe hacer mucho calor”.
“Lo que me salvó fue un afortunado vestido que me regaló mi primo Nemesio en Cartagena”, dice, mientras recuerda aquellas primeras imágenes.
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Llovía, como siempre. En la puerta del aeropuerto lo estaba esperando Daniel Jiménez, un joven periodista asistente de Guillermo Cano, que en ese entonces era el director del diario El Espectador, con un cartón de aeropuerto que decía su nombre. Lo que más le impactó de esa llegada es que al cruzar la calle en la “chiva” de El Espectador, “como llamaban a esos jeeps que ellos tenían”, vio en una esquina, entre gallos de media noche y los vapores del recuerdo, a una niña parada en una esquina. Era muy pequeña, de siete u ocho años, que lloraba bajo la lluvia, debajo de la ropa empapada. “Me impresionó que nadie se detuviera a preguntarle qué le pasaba, por qué lloras o qué pasó con tu mamá”, tal como habría ocurrido en San Bernardo.
“Esa fue mi primera lección de las perversidades del mundo”. Sin reponerse de aquella fotografía, entró a la redacción y vio entre la explanada de escritorios, máquinas de escribir y la seguidilla de dedos que caían sobre las teclas, a un señor rubio con un lápiz rojo en la mano que hacía volar en el aire. Visitaba todas las mesas de los periodistas, dando temas o preguntando titulares. “Le dije: perdón, ¿puedo hablar con usted?, me dijo: sí señor, yo soy José Salgar, el jefe de redacción. Le respondí: pues yo soy Juan Gossaín y vengo de San Bernardo del Viento”.
Salgar había hecho toda su carrera profesional en esa sala de redacción. Hijo de la señora que repartía los tintos en el periódico, desde muy pequeño había trasladado prácticamente su lugar de residencia a la sede de la avenida 68 con calle 22, donde sirvió de mensajero, linotipista, corrector de estilo y redactor. Cuando se encontró con Gossaín, era ya un maestro del periodismo.
Cuando lo vio llegar con su camisa de colores y perdido en la gran ciudad, José Salgar tuvo la impresión de haber visto llegar al mismo García Márquez. Y cuando leyó sus primeras notas, lo vio aún más cerca de Gabo. “Mire, mijo, esto es periodismo, no es literatura”, le reclamaría Salgar. Juan se preguntaba en sus adentros qué era eso, cómo se escribía una crónica, a qué se estaba refiriendo este señor. “Pero me hicieron dejar la maleta allí e ir al Congreso”, recuerda hoy.
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Su primer guía fue el periodista Hernán Gallego, quien se convertiría en su gran amigo y compañero. “Como él cubría el Congreso, fue mi lazarillo”. Al llegar al Capitolio, con sus columnas republicanas y sus estatuas de bronce, Juan tuvo la impresión de estar entrando a un palacio griego de los que hablaban las tragedias de Sófocles. Bogotá, más glacial que de costumbre, bien podía ser la metáfora de Esparta. De entrada no sabía quién era quién en aquel Congreso que estaba lejos de ser el Zapeion griego, así que hizo lo mismo que hizo cuando lo mandaban a cubrir los juegos de béisbol en Cartagena, es decir, “hablé de la Plaza de Bolívar, de la estatua del Libertador, de las palomas, y, claro, del maletín de Nacho Vives que era como el de Sherlock Holmes y las actitudes detectivescas del otro”, porque el debate, según pudo comparar, parecía una película de las que había visto en el teatro al aire libre de San Bernardo, en la que el protagonista apelaba a pruebas inverosímiles para probar el error del otro.
En la noche se fue para el hotel San Francisco, que quedaba frente a El Espectador de la Avenida Jiménez, donde le habían reservado una habitación. Allí lo esperaba un señor llamado Manuel Corrales, legendario en su época, quien le dio una noticia que él atribuyó a la conmiseración de los capitalistas. “Mire –le dijo- nosotros no le vamos a cobrar los días que esté aquí”. Lo que no sabía era que a Corrales le dio pesar cobrarle a un tipo que llegaba a las once de la noche con una camisa de flores, muriéndose del frío, y con la ironía de un ventilador en la maleta.
“Empotrado en un pedestal, el ventilador sobrevivió a los estragos de varias mudanzas y algunas peloteras. Lo conservé como un trofeo merecido de la inocencia provinciana, hasta el día en que desapareció misteriosamente”, concluye.
Juan Gossaín pasó su primera noche en medio de las remembranzas de su pueblo y el impacto por el acelerado ritmo de la Capital. Apenas pudo conciliar el sueño pensando en el tratamiento que el periódico le daría a su nota, al día siguiente. El único ruido que traía el silencio de la noche, era el del motor de los buses que hasta la madrugada estuvieron recogiendo y dejando pasajeros. A diferencia de los palos de matarratón de San Bernardo, que bailaban y hablaban entre ellos, los árboles de Bogotá permanecían estupefactos, como entumecidos por la heladez que bajaba del cerro de Guadalupe. En el fondo de sus recuerdos sonaba un vallenato de Leandro Díaz que cuenta cómo el cardón del desierto prefiere los tiempos secos a la “tierra mojada” donde “nace de muy corta vida”.
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“A las cinco de la mañana me desperté estremecido por el frío, por la nueva experiencia, por tantas emociones”, recuerda. Al pie del hotel había un pequeño café, diagonal al Hotel Continental, que parecía una mezcla de cafetería de pobres y prostíbulo, porque “tenía unas habitaciones muy raras”. Pasó al frente, compró el periódico y se sentó a desayunar -se acuerda- un café con leche y un pan. “Y busco mi crónica y no aparece por ninguna parte”, dice. Dobló entonces el periódico y lo abandonó a su suerte. Le entró una sensación de fracaso: “A estos señores no les gustaron mis cosas, les pareció horrible lo que yo hice, esta cosa no funcionó”. Por fortuna –pensó- el tiquete que le dieron era de ida y regreso: “Yo me voy, hoy mismo, y no voy ni a preguntar”. Pero no había terminado de tomar el café cuando entró a la cafetería “un señor muy pequeño, como muy elegantoso, con una pipa en la mano”, y se lo queda viendo y le dice:
- ¿Usted es Juan Gossaín?
- Ese soy yo, le respondió.
- Pues, lo felicito, excelente crónica.
- Crónica de qué –le dijo- si ni siquiera la publicaron.
- No sea imbécil –le gritó el hombrecillo- está en la primera página.
Cerrando la portada, entre la noticia del regreso de Ted Kennedy al Senado, lo cual lo inhabilitaba para la Presidencia; la petición de Alberto Lozano Simonelli a Hernando Agudelo Villa para que volviera a las toldas del Partido Liberal, y la llegada del Papa Paulo VI a Kamapala, Uganda, apareció un flamante titular: “Crónica del día: El show de ´Perry´ Vives y el ministro ´Peñalosa´ ”. Era la única página que no había visto Gossaín. Y a renglón seguido, los lectores pudieron encontrar un relato fresco y entretenido, que apelaba a la técnica literaria del suspenso:
“Todo estaba listo a las cuatro de la tarde. Las tramoyas preparadas. Los ingredientes que el espectáculo requería en su punto de combinación: cintas magnetofónicas, cartas, telegramas, hojas volantes, copias de documentos originales, autenticadas por notarios. Y el factor supremo: el público”, decía el texto de Juan.
- Javier Ayala. Yo soy periodista económico de El Espectador, mi oficina está aquí al frente.
- Pues usted me ha salvado de regresar a San Bernardo del Viento, agradeció.
Hoy, cuando Javier Ayala revivió aquel encuentro, dijo tener la impresión de que Juan llegó con mucha sencillez a Bogotá, sin la arrogancia de muchas personas que “vienen a tragarse al mundo”. Por el contrario, “venía a mirar qué había, en medio de un mar de dudas”. Esas dudas existían porque él lo que quería ser era un hombre completamente libre, y sentía, al principio, que no lo era, porque ya no hacía lo que se le ocurría sino aquello que le mandaba a hacer el director o el jefe de redacción. Pero “apenas se dio cuenta de la cantidad de cosas que podía aportar, se convirtió de inmediato en el gran cronista que estaba necesitando el periódico”, con un aporte adicional que destaca el mismo Ayala: “Siempre fue un periodista honrado. Y esa honradez lo llevó a ser un periodista muy claro, porque nunca transige frente a la verdad”.
Juan sospecha que fue Ayala quien se quedó con el abanico de la inocencia, pues “para desmontarlo se necesitaba tener el alma de un poeta extraviado en las páginas económicas de la prensa. Nunca más he vuelto a verlo.
Ayala, que se volvió, desde entonces, uno de sus grandes amigos, le dijo algo que, según Juan, nunca ha podido pagar en la vida, y tampoco cree cómo hacerlo: “Yo creo que usted está perdido. Usted nunca había venido aquí, usted no sabe qué es un periódico, no sabe nada. Acuda a mí permanentemente, yo le ayudo en lo que necesite, no vaya a tomar decisiones apresuradas ni locas como eso de devolverse para el San Bernardo ese”, le diría.
Y no tenía por qué hacerlo, a la luz de lo que, en la juventud de su experiencia de la gran urbe, pensaban sus mentores. “Cuando él llega a El Espectador ya estaba hecho, ya estaba terminado”, afirmó hace algunos años José Salgar, de quien Gossaín, muchos años después, reconocería su talante de formador con una frase tan contundente como aquella: “De una arcilla Salgar saca un periodista”. Era, según don José, muy pulcro en la escritura: “Vaciaba canecas enteras con papeles que corregía, pues tachaba mucho”. Como no había computadores en esa época, cada texto lo escribía muchas veces en las hojas de rodillo que los redactores pertrechaban en el cilindro prieto de las máquinas Woodstock o Underwood 98, como la de su papá.
Pero Gossaín encontró el parentesco de las dos actividades en un justo medio, que tiempo después definiría en una frase: “El periodismo es literatura a la carrera”. Así que, al mes de estar trabajando en el periódico de los Cano, salió publicada una nota en el Magazín Dominical del mismo diario, firmada por un intelectual de nombre Gonzalo González, GOC, con el título: El hombre que enderezó la pirámide. “Yo no entendía nada –confiesa- y me puse a leerlo: “el periodismo –decía la nota- es una pirámide invertida, la base es la parte ancha y queda hacia arriba. ¿Qué pasó? ¿Dónde pasó y ¿Cómo pasó? Y se va angostando hasta extinguirse en el vértice. Y este señor la enderezó, empezó por lo menos importante y la base la dejó al final”.
“Le confieso que yo no comprendí, porque no me alcanzaba la entendedera para eso. Mucho tiempo después vine a saber qué era”, recuerda Gossaín.
Tal vez a ello obedezca la sentencia que, luego de varios años de estudio, hiciera Jorge García Usta (QEPD) sobre su trabajo: “El periodismo de Juan Gossaín es una de las obras más renovadoras que tiene la historia del periodismo colombiano”. Se trata, según señaló el desaparecido investigador, de un periodista permanente, cotidiano, que vive en función de la crónica o del reportaje, que mira la vida con ojos de cronista “pero que al mirarla la está nutriendo de una gran influencia literaria”.
Y es que –agregó Salgar- hace un buen periodismo quien sepa contar el cuento, “como él lo supo desde que llegó con la calidad de los relatos, porque, como dijera, él vino ya formado, con vocación de comunicador y como un escritor bueno”. Salgar, maestro también de Gabriel García Márquez, apuró una sentencia definitiva: “En sus inicios, Gossaín era mejor periodista que Gabo”. Juan lo duda un poco, para hacer un reconocimiento que considera justo a sus mentores:
“Cuando jóvenes, los periodistas somos como los ciegos: caminamos tanteando la pared para no tropezarnos, tocando para que no haya un mueble atravesado, y si usted encuentra un lazarillo como los que yo encontré en ese comienzo, queda infinitamente agradecido. Imagínese, yo tuve a los 20 años al mártir Guillermo Cano de primer director, y tuve a José Salgar, que es el más grande formador de periodistas que ha habido en la historia de Colombia, como jefe de redacción. Imagíneme en los debates sobre ética profesional que lideraba Guillermo Cano o las lecciones de rigor periodístico que impartía Salgar”, recuerda.
Las primeras páginas, de hecho, seguirían. Al día siguiente, mientras el periódico registraba la protesta de la Asociación Nacional de Industriales contra los nuevos impuestos, los rumores sobre el embarazo de Jacqueline Onassis y el regreso de los conquistadores de la Luna a Nueva York, Juan volvía a publicar su crónica del día. En “Cuento de nunca acabar”, como se llamaba, recreaba la segunda parte del debate de Nacho Vives y Peñalosa, con un pasaje del folclor de su región Caribe:
- “¿Usted quiere que le cuente el cuento del gallo capón?
- Pues sí. Cuénteme el cuento del gallo capón.
- No le he dicho que sí, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón.
- Entonces no. ¡No me cuente ningún cuento de ningún gallo capón!
- ¡Qué problema! No le he pedido que me diga que no le cuente el cuento del gallo capón, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón.
- ¿Usted piensa tomarme del pelo?
- ¡No le he solicitado que me pregunte si le estoy tomando del pelo, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón!
- ¡Váyase al diablo usted, su cuento y su gallo capón!
El interlocutor se embravece. Ya ha perdido la paciencia. Y, después de todo, no ha oído el dichoso cuento… En realidad, el cuento del gallo capón, famoso en toda la Costa Atlántica, parte de su folclor y de sus leyendas, no es más que eso: un interminable juego de palabras, de frases entrelazadas, tomando siempre la última respuesta del contrario, es el cuento de nunca acabar. Cualquier parecido entre el cuento y el debate embolatado que se realiza en el Senado, es pura coincidencia”. Escribiría Gossaín.
El escritor Juan José Hoyos, en el prólogo de Crónica del día, resume lo que fueron esos días:
“Allí, Gossaín nos contó un país convulsionado, lleno de pobreza y de ilusiones y también lleno de alegrías. Un país de porros y vallenatos, corralejas e invasiones de tierras, de políticos decadentes y de artistas inolvidables como Leandro Díaz. Un país donde los congresistas y los periodistas se dormían en los largos debates políticos del Capitolio. Un país de gente que sin ninguna esperanza viajaba hasta Bogotá, en manifestaciones multitudinarias, para pedirle al presidente que les regalara una volqueta. Un país de compositores como José Barros, de poetas como León de Greiff, de gente sencilla como la que en domingos subía al cerro de Monserrate, y como la que los 6 de enero de congregaba en el barrio Egipto a rezarle a los Santos Reyes, al Divino Niño y a tomar aguardiente”.
Al final de esos recorridos, Gossaín robusteció su músculo periodístico y construyó una mejor relación con Bogotá, fruto de sus incursiones en la miseria y las ilusiones de sus comunidades. “Cuando fui a los barrios más pobres, a los vecindarios más tristes, a los sitios más lóbregos de la ciudad, encontré a la mejor gente”. Entonces entendió que el tamaño de las grandes ciudades hace que la gente se distancie y que no haya la misma solidaridad virtuosa de los pueblos, porque a la hora de la lluvia, todos tienen que correr y refugiarse. Simplemente: “Pero yo me rebelo contra eso – dice-, prefiero mojarme y atender a la niña”.
Aquel día, su primer día, Juan, en efecto, decidió levantarse contra la realidad. Y lo hizo durante casi 50 años, pues para él periodismo siempre fue un acto sagrado de sublevación.