30 años sin Héctor Lavoe, el ídolo trágico que se convirtió en leyenda
Un historiador y melómano evoca la vida y obra del legendario cantautor puertorriqueño.
Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
El 29 de junio de 1993 —hace ya 30 años— murió en Nueva York Héctor Lavoe, la mega estrella de la salsa, el ídolo de multitudes, “el jibarito de Ponce”, “el cantante de los cantantes”, “el rey de la puntualidad” y algunos motes más que todavía se repiten por ahí y por allá. De ahí en adelante, con esta noticia que nos llegó a muchos entrando la noche y que, a pesar de que ya se sabía inevitable, cayó como un baldado de agua helada, el boricua pasaría a consolidarse como una verdadera leyenda, de esas que nunca pasarán de moda, pues seguirá sonando hasta el final de los tiempos con su recuerdo presente, así muchos de los que lo idolatran no hubieran siquiera nacido en los años en que estaba en la acción. (Recomendamos: Petrit Baquero escribe sobre el legado del Grupo Niche).
Y es que, por muchas razones, Lavoe se convirtió en alguien especial, pues su timbre de voz callejero y nasal; su profundo conocimiento de las tradiciones jíbaras puertorriqueñas; su sinigual sentido del humor, su aparente fácil adaptación a la “selva de cemento” newyorkina —después tuvimos claro que no fue tan así—, su capacidad de improvisación para sonear donde y cuando quisiera, su asociación con grandes cultores de esta música, como los también legendarios Willie Colón y Johnny Pacheco; las grandiosas canciones que grabó en plena época del “boom” salsero y su look, sin duda, icónico y “guillao” de lentes cuadrados, sonrisa cálida, anillos, cadena y zapatos blancos, lo hicieron consolidarse como un símbolo de la salsa, de la calle, del Caribe, de Puerto Rico del alma, de Nueva York con sus “8 millones de historias” y, claro, de América Latina, incluyendo a esa que no es caribeña, pero que vio en Lavoe a un ídolo popular, tal vez el más reconocido de esa amalgama de ritmos e influencias conocida como “salsa”; con la misma altura que tuvieron unos pocos más que trascendieron otros géneros y que siguen sonando —y soneando— más que nunca, como Gardel, como “El Jefe”, como “El Cacique”, como “El Bárbaro del Ritmo” y como “el Sonero Mayor”. (Vea un álbum de fotos de la vida de Héctor Lavoe).
Jíbaro, pillo, pícaro, impuntual, talentoso, creativo, divertido, tímido, infantil, juguetón, depresivo, desordenado, amigo, hermético, extrovertido, mamador de gallo… ese era, según dicen, Lavoe y, por todo esto y más, muchos, incluso sin conocerlo personalmente, lo sienten como si fuera un amigo cercano, de esos que se pueden encontrar en un bar de cualquier arrabal urbano de América Latina y que, con su buena onda, pero también aguaje callejero, podía representar las vivencias de las clases populares, siempre tan sufridas y ávidas de ilusiones, a pesar de tantas cosas. Esto podría darle a Lavoe un estatus similar al de un Daniel Santos de otra generación —con quien grabaría un disco en 1979—, pues era adorado sin límite por su público, entre los que estaban, por supuesto, los pillos de barrio y los “guapos” de las esquinas a los que tanto les cantó (también, por supuesto, las mujeres —las “mamises”— que tanto le gustaban). Con esto, Lavoe se convirtió en un exponente de la calle, la urbe y la masculinidad latinoamericana y caribeña, mientras entonaba melodías y cantaba letras que transmitían parte de las vivencias, muchas veces duras, que tantos experimentaban —y experimentan— en cualquier momento de la existencia, razón fundamental para que, a pesar de los 30 años de su partida, continúe siendo venerado, y que digan, como también lo hacen con otro ídolo inolvidable, que cada vez canta mejor.
¡Oye, Jéctol, tú estás hecho!
Héctor Juan Pérez Martínez nació en Ponce, la segunda ciudad en importancia de la isla de Puerto Rico, el 30 de septiembre de 1946. Era hijo de Luis, un guitarrista semiaficionado que tocaba en tríos y pequeñas orquestas, y de Francisca Martínez, un ama de casa que murió cuando su hijo tenía apenas 3 años. Desde muy joven, y por instrucción de su padre, demostró su talento para el canto, lo cual puso en evidencia en la escuela de música Juan Morel Campos, donde compartió con futuras luminarias, también geniales, como Enrique “Papo” Lucca (¡uff!), con quien comenzó a presentarse en pequeños conciertos e incluso un concurso de televisión.
Como joven en los años sesenta, estuvo permeado por las luchas y los procesos de cambio y transformación que se vivían en el mundo, incluyendo los movimientos independendistas que tenían gran auge en Puerto Rico y que con figuras como Óscar López Rivera, Andrés Figueroa, Blanca Canales y, por supuesto, el trompetista de La Sonora Ponceña Filiberto Ojeda, buscaban la consolidación de una nación independiente que les hiciera superar ese estatus, para algunos humillante, de estado libre asociado que ha acompañado a la isla desde 1952.
No obstante, como muchos jóvenes y no tan jóvenes de su patria, vio también las muchas oportunidades que podía tener al migrar a Estados Unidos, principalmente a Nueva York, donde las oleadas de puertorriqueños eran cada vez mayores al punto de configurar barrios enteros de acuerdo con las tradiciones culturales —con su música, sus personajes, mitos, lugares, comidas y costumbres— de la isla, generando que diferentes procesos nacidos allí tuvieran eco en esos lugares y viceversa.
Esto hizo que el joven Héctor decidiera viajar a la babel de hierro, lo cual no hizo muy feliz a su padre Luis, pues uno de sus hijos mayores, que había partido años antes en busca de mejores chances, murió al sucumbir en el mundo de la droga; cuestión que, para nada, quería para el muy joven y bastante ingenuo Héctor. Sin embargo, nada pudo hacer, pues en 1963, con apenas 17 años, Héctor Juan partió para la gran ciudad, permaneciendo unos meses en la casa de Priscila, su hermana y entrando en contacto con la movida musical “latina” que empezaba a manifestar nuevas sonoridades más acordes con los tiempos que corrían, así algunos de los de antes no pudieran entenderlo. Es allí donde, como siempre, la constante interacción humana en contextos y momentos específicos que no son estáticos sino de permanente movimiento, dio origen a nuevas expresiones culturales que dieron cuenta de lo que ocurría en ese momento, a veces con miradas originales, a veces como repetición de lo que otros planteaban.
Y así como en ciertos escenarios, que nunca son cerrados, surgían el soul, el funk, el jazz fusión, el rock más vanguardista, el reggae o el afrobeat, en los barrios de población predominantemente boricua y “latina”, como East Harlem, South Bronx y parte de Queens, emergió con fuerza, en toda esa cocina sonora, la salsa, como expresión callejera, arrabalera, caótica y desparpajada; a veces virtuosa, a veces no, pero con mucho swing, poniendo en un gran recipiente a un montón de ritmos y estilos de distintos orígenes (principalmente cubanos, claro, pero no solo estos), con una intencionalidad que iba más allá de intentar simplificar lo complejo para venderlo más fácilmente. La salsa, que tenía algo de son y bomba, así como de soul y rock, dejó atrás los tiempos en los que la música “latina” de Nueva York se tocaba en los fastuosos salones de baile de Manhattan o los balnearios de las montañas Catskill, y empezó, al tiempo que surgían sellos que daban cuenta de lo que pasaba —como Tico, Alegre, Fonseca y Fania—, a expresar lo que sonaba en el barrio o en pequeños lugares en los que la clase trabajadora podía divertirse y, por supuesto, encontrar una distracción por fuera de las duras jornadas laborales.
Este es el contexto en que el joven Héctor se encontró haciendo amigos, trabajando en cualquier cosa y, por supuesto, si veía la oportunidad, cantando por los lados de lo que se conocería como “cuchifrito circuit” algunas canciones que conocía a profundidad, por ejemplo, de sus admirados “Chuito de Bayamón” o Daniel Santos, primero en un sexteto semiaficionado y, posteriormente, en la banda New Yorker Band del pianista Rusell Cohen, donde ya salseó, así todavía a esta música no se le dijera así.
Esto hasta encontrarse con el dominicano Juan Zacarías Pacheco Kiniping, conocido en el mundo artístico como “Johnny Pacheco” y quien, después de haber formado parte del sello Alegre, como uno de sus artistas más importantes, había decidido fundar, en compañía del judío italoamericano Gerald “Jerry” Masucci, la compañía Fania Records. A Pacheco, un talentoso músico con indudable carisma y, sobre todo, sentido comercial, le causó gracia la amalgama de influencias que manifestaba Héctor entre la tradición campesina boricua y los sonidos más urbanos y potentes que emergían con fuerza en la ciudad, lo cual era, sin duda, un puente entre el pasado y el futuro. Por eso, lo tuvo presente para después, y, como bien sabemos, ese después vendría rápido, luego de que conociera a un muy joven trombonista que, con pinta de malote de barrio, a pesar de su juventud adolescente, estaba marcando la pauta de los lugares donde se presentaba, al punto de haber sido contratado por el legendario productor Al Santiago para el sello Futura y grabar un disco que, por la quiebra de la compañía, había quedado archivado, pero que, por gestión del ingeniero Irv Greenbaum, llegó a las manos de Pacheco, quien compró las cintas y firmó al joven trombonista nuyorican, ya que vio un filón para explotar que, con el tiempo, quedaría en evidencia. Claro que, a pesar de su entusiasmo con esa banda, Pacheco sintió que algo no cuadraba, pues no le gustaba el cantante que tenía la agrupación, por lo cual decidió llamar al tímido Héctor para que grabara allí, arrancando, ahora sí de verdad verdad, la cosa, o, más bien, “nuestra cosa latina”, como dirían después.
Y pronto llegó el día de su suerte
— “Yo no quiero grabar ahí, esa es una banda de chamaquitos desafinados”, cuentan que dijo Héctor sobre la orquesta de Willie Colón. Sin embargo, Pacheco, quien sabía por dónde iban las cosas y, sobre todo, tenía claro cómo gestionar los egos de los artistas, fue con Willie a una presentación de la New Yorker, para convencer al boricua de grabar unas canciones con la banda del novato trombonista.
—”Yo no quiero grabar contigo, man… ustedes están bien flojos”, recuerda Willie que le dijo “Jéctol”, aunque finalmente Pacheco lo convenció de lo contrario, ya que el boricua puso su voz en los temas “Borinquen”, “El Malo”, “Chonqui” y “Quimbombo”, dejando en evidencia que con su participación la banda sonaba mucho mejor y que el álbum El Malo era, sin duda, un auspicioso debut para Colón y, por supuesto, para Héctor. Claro que Pacheco sabía que otra cosa no cuadraba, pues le dijo al boricua:
—”¿Y sabes qué? De ahora en adelante no vas a ser más Héctor Juan Pérez, sino Héctor Lavoe” —una estilización que pretendía emular al francés para decir “la voz”—, con lo cual empezaría la carrera musical a nivel profesional del que se convertiría, posiblemente, en el cantante más idolatrado de la salsa, lo cual, como he dicho otras veces, no es cualquier cosa. Con Willie Colón, Lavoe se convirtió en una presencia constante en el mundo musical configurando la dupla más exitosa —o una de las más— de todo lo que salía de Nueva York para el mercado “latino” y después de gran parte de América Latina (sobre todo, Puerto Rico, República Dominicana, Venezuela, Panamá, Colombia, Ecuador y Perú) para llegar posteriormente a muchos otros lugares del mundo. Es que la sonoridad callejera de la banda, marcada por dos trombones poderosos y gran creatividad; sus temáticas sobre la cotidianidad urbana, sus pintas alusivas al bajo mundo y, por supuesto, el respaldo de una compañía discográfica que, en poco tiempo, cuasi monopolizó la producción del género que promocionaba, convirtieron a Lavoe (ya se le puede llamar así) en un ídolo que, en cada país al que llegaba, era recibido con honores, cuestión que ocurría en la Panamá de Omar Torrijos, la Venezuela rezumante de petróleo en los tiempos de crisis impulsada por la OPEP, la compleja Colombia que veía emerger a los denominados “mágicos” por cuenta de una bonanza de sustancias ilegalizadas codiciadas en Estados Unidos, la muy salsera Perú que desde el Pacífico se veía también como caribeña y, por supuesto, la heterogénea Puerto Rico, siempre con su contradicción entre ser una nación independiente o continuar como un territorio adscrito a un imperio.
Y Lavoe lo logró con álbumes como Guisando, The Hustler, Cosa Nuestra, Lo Mato, La Gran Fuga, El Juicio y, por supuesto, Asalto Navideño 1 y 2, con temazos como “Ausencia”, “Calle luna, Calle sol”, “Che Che Colé”, “El día de suerte”, “Panameña”, “Ah-Ah/O-No”, Aguanile”, “La Murga” y “Aires de Navidad”, además de su participación estelar en las presentaciones y los álbumes de la Fania All-Stars, consagrándose como un ícono, una figura, una leyenda viviente, al que, sin duda, muchos empezaron a querer de gratis.
Y nadie pregunta si sufro si lloro
Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y, como tanta gente, sobre todo en momentos en que el consumo de drogas en Estados Unidos se incrementaba, al tiempo que las políticas represivas de la “guerra contra las drogas”, incapaces de frenar el consumo de sustancias alteradoras de conciencia, se enganchaban contra las minorías étnicas que atestaron las cárceles de ese país, Lavoe se convirtió en un consumidor habitual de cocaína y heroína, además, claro, de alcohol, lo cual hizo que su carácter juguetón y hasta infantil se tornara muchas veces denso, hostil y hasta pendenciero, cuestión que se veía en las presentaciones y se percibía en algunos de sus discos. Además, empezó a llegar tarde o simplemente no llegar a los conciertos, lo cual le causó serias dificultades con empresarios —algunos con peligrosas conexiones con la delincuencia organizada—, fanáticos, compañeros, amigos y familiares. Claro, Lavoe muchas veces, como reflejo de su personalidad dicharachera, declaraba, recordando a Jerry Lewis, que él no llegaba tarde, sino que los demás “llegaban muy temprano”, lo cual le valió una canción compuesta por Johnny Pacheco titulada “El rey de la puntualidad” y, por supuesto, algunas risas cómplices. Empero, la situación se fue haciendo cada vez más difícil, hasta que Willie Colón, su compañero de fórmula y guía en esos complejos contextos, decidió alejarse del entorno de las presentaciones nocturnas y terminar la orquesta, dejando a Lavoe con una sensación de orfandad de la cual nunca se pudo recuperar del todo. A pesar de esto, Willie no desamparó a Lavoe por completo y continuó produciendo los álbumes solistas del boricua que, como jugada comercial de la compañía Fania, empezó a lanzar discos solistas de los otrora cantantes de algunas agrupaciones salseras. Vale decir que los primeros discos de Lavoe (La Voz y De ti depende), contaron con gran calidad, pues, a pesar de tener temáticas similares a las de las producciones anteriores, muchas veces incluyeron trompetas y, sobre todo, fueron foco de las experimentaciones sonoras que Willie Colón había empezado a manifestar con mayor asiduidad desde mediados de los años setenta y que calaron muy bien, tanto en los críticos, como en el público en general.
Obviamente, los estados de ánimo y la vida desordenada de Lavoe empezaron a reflejarse en sus grabaciones, dejando atrás la bravura callejera y parte de la alegría que manifestaban sus discos iniciales, a expresar un ambiente más denso y, si se quiere, melancólico con canciones como “Periódico de ayer” de Tite Curet Alonso y, por supuesto, “El Cantante”, tema compuesto por el panameño Rubén Blades, quien, luego de mucho insistir, se había convertido en el nuevo compañero de fórmula de Willie Colón, y que pensaba incluir en el álbum Siembra, que iba a grabar con la orquesta del trombonista. Sin embargo, Willie, un agudo productor que en esos años tenía un eficaz sentido comercial y una mirada experimental contundente, supo que ese tema era perfecto para encabezar el álbum de Lavoe Comedia, pues su historia de vida y sus constantes recaídas por cuenta de sus adicciones, calzaban perfecto con lo que allí se expresaba, por lo cual convenció al cantautor panameño de cederla, algo que, si bien no le gustó en un principio, ahora agradece, pues, como ha dicho, “nadie como Héctor podía interpretarla mejor”.
Así continuó Héctor, a veces dando tumbos por sus adicciones, a veces teniendo éxitos radiales, a veces desapareciendo y a veces regresando de manera triunfal; presentándose en muchos lugares del mundo y grabando exitosos álbumes, como El Sabio, Feliz Navidad, Recordando a Felipe Pirela, Que sentimiento!, Vigilante (con Willie Colón), Reventó (que a mí me gusta mucho) y Strikes Back.
Mención aparte merece el paso de Lavoe por la ciudad de Cali, a donde fue a parar en 1983 por influjo del recordado —y controvertido— empresario César Araque, “Larry Landa”, quien, por cuenta de sus muchas relaciones con el mundo de los “mágicos”, transformó la rumba caleña y, tal vez, de gran parte del país, al traer permanentemente a los más grandes artistas de salsa a la ciudad. Lavoe, que venía huyendo de sus adicciones, llegó a Cali con la intención de limpiarse de estas, cuestión que, por obvias razones (ustedes saben), no pudo lograr. Sobre esta estancia de cerca de 3 meses en Cali, quedaron muchas historias y fotografías, sobre todo por su relación de amor-odio con Landa, al punto de un día intentar prenderle fuego al auto convertible del empresario, y, por supuesto, por historias que se convirtieron en mitos, como la vez en que, en compañía del genial Ismael Rivera —alguien mucho más curtido para lidiar con tipos “duros”— fueron retenidos en la mansión campestre de un narcotraficante, ante la negativa de Lavoe de seguir cantando, por lo que tuvieron que escapar por una ventana de un baño y devolverse caminando hasta el hotel.
Posteriormente, por las cosas de la vida y en momentos en que parecía ver brillar la luz, el sino trágico acompañó a Lavoe, pues su hijo Héctor Jr., murió luego de que un amigo le disparara accidentalmente al agarrar un revolver que el cantante guardaba en la casa. Poco tiempo antes, su suegra había sido asesinada a puñaladas, su padre murió de un paro cardiaco y su casa se incendió, luego de quedarse dormido con un cigarrillo encendido. Posteriormente, luego de una pelea con su esposa Nilda Román, conocida como “Puchi” —con quien tenía una tóxica relación— en un hotel en Puerto Rico, luego de una fallida presentación en San Juan, se lanzó de un noveno piso, sobreviviendo milagrosamente, ya que su caída fue amortiguada por el aire acondicionado de una de las habitaciones que daban a la calle.
Luego de todo esto, Lavoe nunca fue el mismo, pues, además de su permanente depresión y sus tremendas lesiones físicas, se contagió de VIH por cuenta del uso de jeringas contaminadas, en tiempos en que recibir ese diagnóstico era una sentencia de muerte. A esto se sumó que sus adicciones, además de sus gastos médicos, le fueron quitando su dinero hasta llevarlo a vivir en la pobreza. Y pese a que muchos lo quisieron ayudar, como recuerda el cantante boricua Bobby Cruz, quien intentó llevarlo a un hogar para su desintoxicación, nunca fue posible conseguir que Héctor accediera, por lo que, a pesar de seguir siendo idolatrado por sus fanáticos, pasó sus últimos años en la pobreza y cada vez más solo.
Ante esto, muchas veces se intentó organizar el regreso de Lavoe a los escenarios, pero este ya no estaba para esos trotes. De hecho, se recuerda su última aparición con la Fania All-Stars en la que intentó infructuosamente cantar “Mi Gente”, uno de sus temas insignia, al tiempo que algunos de sus compañeros, como Cheo Feliciano, no podían contener las lágrimas. Esto, por supuesto, recuerda las últimas apariciones de otros ídolos populares que, pese a ya no estar en condiciones de presentarse en una tarima, lo seguían haciendo, pues mucha gente alrededor los impulsaba a subir buscando, tal vez, exprimir lo último que sus gastados cuerpos podían ofrecer.
Todo tiene su final
Este texto tiene, sobre todo, la intención de recordar la trayectoria artística y el camino musical del gran Héctor Juan Pérez Martínez, “Héctor Lavoe”; una figura inolvidable que bien vale la pena homenajear, porque los ídolos populares, sea como sea, transmiten, de diferentes maneras, los sueños, las vivencias, frustraciones, los caminos, logros, triunfos, las ilusiones y miradas particulares de las sociedades que los ven nacer, forman y reflejan. Y, claro, entre todo esto, se encuentran también los hechos tristes y lamentables de su vida, algunos de los cuales fueron reflejados en la —muy floja, por cierto— película protagonizada por los nuyoricans Marc Anthony y Jennifer López, El Cantante (una buena intención con flojos resultados), así como en otras producciones, tanto de cine como de teatro, las cuales se quedan casi siempre en las sombras del cantante y no en sus muchísimas luces.
Total, que no se olvide lo que hizo grande a Héctor Juan Pérez, “Héctor Lavoe”, para transmitirnos su swing, tumbao y cheveridad, y las razones por las que todavía lo recordamos con cariño, nostalgia y, por supuesto, alegría. De hecho, tal vez no fue necesariamente el cantante más virtuoso o el más creativo melódicamente en los soneos (eso decía Larry Harlow), sin embargo, su calidad era indudable y, sobre todo, su conexión popular era única, cuestión que lo hizo cada vez más grande y, sobre todo, chévere, porque, como él decía; “es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”.
Hace 30 años, el 29 de junio de 1993, a los 46 años, partió para el infinito Héctor Lavoe, “el cantante de los cantantes”, “el jibarito de Ponce”, el ídolo de multitudes, el mago de la labia afilada, el que le hacía frente a los “capitanes de la mandinga”, el que Omar Torrijos recibía en Panamá con los honores de un jefe de Estado, el jibarito good looking —como le decía Willie Colón—, el hacedor de presentaciones y discos maravillosos, y el artista que fue malcriado por sus fanáticos que le permitían todo, incluso mentarles la madre, aunque después les diera un abrazo caluroso, como hijo del pueblo que fue y demostró ser a lo largo de toda su vida.
Por eso, bien vale reconocer la vida de esos personajes geniales que, así su destino haya sido trágico y no nos acompañen físicamente, seguirán presentes en nuestras vidas, porque, como pasó con Héctor Lavoe, el popular Jéctol que estaba hecho (¿jecho?), mientras sigamos por aquí, lo querremos de gratis, como siempre ha debido ser.
Y, sobre todo, que cante su gente que, como yo, intentará hacerlo todas las veces que se pueda.
* Petrit Baquero es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).
El 29 de junio de 1993 —hace ya 30 años— murió en Nueva York Héctor Lavoe, la mega estrella de la salsa, el ídolo de multitudes, “el jibarito de Ponce”, “el cantante de los cantantes”, “el rey de la puntualidad” y algunos motes más que todavía se repiten por ahí y por allá. De ahí en adelante, con esta noticia que nos llegó a muchos entrando la noche y que, a pesar de que ya se sabía inevitable, cayó como un baldado de agua helada, el boricua pasaría a consolidarse como una verdadera leyenda, de esas que nunca pasarán de moda, pues seguirá sonando hasta el final de los tiempos con su recuerdo presente, así muchos de los que lo idolatran no hubieran siquiera nacido en los años en que estaba en la acción. (Recomendamos: Petrit Baquero escribe sobre el legado del Grupo Niche).
Y es que, por muchas razones, Lavoe se convirtió en alguien especial, pues su timbre de voz callejero y nasal; su profundo conocimiento de las tradiciones jíbaras puertorriqueñas; su sinigual sentido del humor, su aparente fácil adaptación a la “selva de cemento” newyorkina —después tuvimos claro que no fue tan así—, su capacidad de improvisación para sonear donde y cuando quisiera, su asociación con grandes cultores de esta música, como los también legendarios Willie Colón y Johnny Pacheco; las grandiosas canciones que grabó en plena época del “boom” salsero y su look, sin duda, icónico y “guillao” de lentes cuadrados, sonrisa cálida, anillos, cadena y zapatos blancos, lo hicieron consolidarse como un símbolo de la salsa, de la calle, del Caribe, de Puerto Rico del alma, de Nueva York con sus “8 millones de historias” y, claro, de América Latina, incluyendo a esa que no es caribeña, pero que vio en Lavoe a un ídolo popular, tal vez el más reconocido de esa amalgama de ritmos e influencias conocida como “salsa”; con la misma altura que tuvieron unos pocos más que trascendieron otros géneros y que siguen sonando —y soneando— más que nunca, como Gardel, como “El Jefe”, como “El Cacique”, como “El Bárbaro del Ritmo” y como “el Sonero Mayor”. (Vea un álbum de fotos de la vida de Héctor Lavoe).
Jíbaro, pillo, pícaro, impuntual, talentoso, creativo, divertido, tímido, infantil, juguetón, depresivo, desordenado, amigo, hermético, extrovertido, mamador de gallo… ese era, según dicen, Lavoe y, por todo esto y más, muchos, incluso sin conocerlo personalmente, lo sienten como si fuera un amigo cercano, de esos que se pueden encontrar en un bar de cualquier arrabal urbano de América Latina y que, con su buena onda, pero también aguaje callejero, podía representar las vivencias de las clases populares, siempre tan sufridas y ávidas de ilusiones, a pesar de tantas cosas. Esto podría darle a Lavoe un estatus similar al de un Daniel Santos de otra generación —con quien grabaría un disco en 1979—, pues era adorado sin límite por su público, entre los que estaban, por supuesto, los pillos de barrio y los “guapos” de las esquinas a los que tanto les cantó (también, por supuesto, las mujeres —las “mamises”— que tanto le gustaban). Con esto, Lavoe se convirtió en un exponente de la calle, la urbe y la masculinidad latinoamericana y caribeña, mientras entonaba melodías y cantaba letras que transmitían parte de las vivencias, muchas veces duras, que tantos experimentaban —y experimentan— en cualquier momento de la existencia, razón fundamental para que, a pesar de los 30 años de su partida, continúe siendo venerado, y que digan, como también lo hacen con otro ídolo inolvidable, que cada vez canta mejor.
¡Oye, Jéctol, tú estás hecho!
Héctor Juan Pérez Martínez nació en Ponce, la segunda ciudad en importancia de la isla de Puerto Rico, el 30 de septiembre de 1946. Era hijo de Luis, un guitarrista semiaficionado que tocaba en tríos y pequeñas orquestas, y de Francisca Martínez, un ama de casa que murió cuando su hijo tenía apenas 3 años. Desde muy joven, y por instrucción de su padre, demostró su talento para el canto, lo cual puso en evidencia en la escuela de música Juan Morel Campos, donde compartió con futuras luminarias, también geniales, como Enrique “Papo” Lucca (¡uff!), con quien comenzó a presentarse en pequeños conciertos e incluso un concurso de televisión.
Como joven en los años sesenta, estuvo permeado por las luchas y los procesos de cambio y transformación que se vivían en el mundo, incluyendo los movimientos independendistas que tenían gran auge en Puerto Rico y que con figuras como Óscar López Rivera, Andrés Figueroa, Blanca Canales y, por supuesto, el trompetista de La Sonora Ponceña Filiberto Ojeda, buscaban la consolidación de una nación independiente que les hiciera superar ese estatus, para algunos humillante, de estado libre asociado que ha acompañado a la isla desde 1952.
No obstante, como muchos jóvenes y no tan jóvenes de su patria, vio también las muchas oportunidades que podía tener al migrar a Estados Unidos, principalmente a Nueva York, donde las oleadas de puertorriqueños eran cada vez mayores al punto de configurar barrios enteros de acuerdo con las tradiciones culturales —con su música, sus personajes, mitos, lugares, comidas y costumbres— de la isla, generando que diferentes procesos nacidos allí tuvieran eco en esos lugares y viceversa.
Esto hizo que el joven Héctor decidiera viajar a la babel de hierro, lo cual no hizo muy feliz a su padre Luis, pues uno de sus hijos mayores, que había partido años antes en busca de mejores chances, murió al sucumbir en el mundo de la droga; cuestión que, para nada, quería para el muy joven y bastante ingenuo Héctor. Sin embargo, nada pudo hacer, pues en 1963, con apenas 17 años, Héctor Juan partió para la gran ciudad, permaneciendo unos meses en la casa de Priscila, su hermana y entrando en contacto con la movida musical “latina” que empezaba a manifestar nuevas sonoridades más acordes con los tiempos que corrían, así algunos de los de antes no pudieran entenderlo. Es allí donde, como siempre, la constante interacción humana en contextos y momentos específicos que no son estáticos sino de permanente movimiento, dio origen a nuevas expresiones culturales que dieron cuenta de lo que ocurría en ese momento, a veces con miradas originales, a veces como repetición de lo que otros planteaban.
Y así como en ciertos escenarios, que nunca son cerrados, surgían el soul, el funk, el jazz fusión, el rock más vanguardista, el reggae o el afrobeat, en los barrios de población predominantemente boricua y “latina”, como East Harlem, South Bronx y parte de Queens, emergió con fuerza, en toda esa cocina sonora, la salsa, como expresión callejera, arrabalera, caótica y desparpajada; a veces virtuosa, a veces no, pero con mucho swing, poniendo en un gran recipiente a un montón de ritmos y estilos de distintos orígenes (principalmente cubanos, claro, pero no solo estos), con una intencionalidad que iba más allá de intentar simplificar lo complejo para venderlo más fácilmente. La salsa, que tenía algo de son y bomba, así como de soul y rock, dejó atrás los tiempos en los que la música “latina” de Nueva York se tocaba en los fastuosos salones de baile de Manhattan o los balnearios de las montañas Catskill, y empezó, al tiempo que surgían sellos que daban cuenta de lo que pasaba —como Tico, Alegre, Fonseca y Fania—, a expresar lo que sonaba en el barrio o en pequeños lugares en los que la clase trabajadora podía divertirse y, por supuesto, encontrar una distracción por fuera de las duras jornadas laborales.
Este es el contexto en que el joven Héctor se encontró haciendo amigos, trabajando en cualquier cosa y, por supuesto, si veía la oportunidad, cantando por los lados de lo que se conocería como “cuchifrito circuit” algunas canciones que conocía a profundidad, por ejemplo, de sus admirados “Chuito de Bayamón” o Daniel Santos, primero en un sexteto semiaficionado y, posteriormente, en la banda New Yorker Band del pianista Rusell Cohen, donde ya salseó, así todavía a esta música no se le dijera así.
Esto hasta encontrarse con el dominicano Juan Zacarías Pacheco Kiniping, conocido en el mundo artístico como “Johnny Pacheco” y quien, después de haber formado parte del sello Alegre, como uno de sus artistas más importantes, había decidido fundar, en compañía del judío italoamericano Gerald “Jerry” Masucci, la compañía Fania Records. A Pacheco, un talentoso músico con indudable carisma y, sobre todo, sentido comercial, le causó gracia la amalgama de influencias que manifestaba Héctor entre la tradición campesina boricua y los sonidos más urbanos y potentes que emergían con fuerza en la ciudad, lo cual era, sin duda, un puente entre el pasado y el futuro. Por eso, lo tuvo presente para después, y, como bien sabemos, ese después vendría rápido, luego de que conociera a un muy joven trombonista que, con pinta de malote de barrio, a pesar de su juventud adolescente, estaba marcando la pauta de los lugares donde se presentaba, al punto de haber sido contratado por el legendario productor Al Santiago para el sello Futura y grabar un disco que, por la quiebra de la compañía, había quedado archivado, pero que, por gestión del ingeniero Irv Greenbaum, llegó a las manos de Pacheco, quien compró las cintas y firmó al joven trombonista nuyorican, ya que vio un filón para explotar que, con el tiempo, quedaría en evidencia. Claro que, a pesar de su entusiasmo con esa banda, Pacheco sintió que algo no cuadraba, pues no le gustaba el cantante que tenía la agrupación, por lo cual decidió llamar al tímido Héctor para que grabara allí, arrancando, ahora sí de verdad verdad, la cosa, o, más bien, “nuestra cosa latina”, como dirían después.
Y pronto llegó el día de su suerte
— “Yo no quiero grabar ahí, esa es una banda de chamaquitos desafinados”, cuentan que dijo Héctor sobre la orquesta de Willie Colón. Sin embargo, Pacheco, quien sabía por dónde iban las cosas y, sobre todo, tenía claro cómo gestionar los egos de los artistas, fue con Willie a una presentación de la New Yorker, para convencer al boricua de grabar unas canciones con la banda del novato trombonista.
—”Yo no quiero grabar contigo, man… ustedes están bien flojos”, recuerda Willie que le dijo “Jéctol”, aunque finalmente Pacheco lo convenció de lo contrario, ya que el boricua puso su voz en los temas “Borinquen”, “El Malo”, “Chonqui” y “Quimbombo”, dejando en evidencia que con su participación la banda sonaba mucho mejor y que el álbum El Malo era, sin duda, un auspicioso debut para Colón y, por supuesto, para Héctor. Claro que Pacheco sabía que otra cosa no cuadraba, pues le dijo al boricua:
—”¿Y sabes qué? De ahora en adelante no vas a ser más Héctor Juan Pérez, sino Héctor Lavoe” —una estilización que pretendía emular al francés para decir “la voz”—, con lo cual empezaría la carrera musical a nivel profesional del que se convertiría, posiblemente, en el cantante más idolatrado de la salsa, lo cual, como he dicho otras veces, no es cualquier cosa. Con Willie Colón, Lavoe se convirtió en una presencia constante en el mundo musical configurando la dupla más exitosa —o una de las más— de todo lo que salía de Nueva York para el mercado “latino” y después de gran parte de América Latina (sobre todo, Puerto Rico, República Dominicana, Venezuela, Panamá, Colombia, Ecuador y Perú) para llegar posteriormente a muchos otros lugares del mundo. Es que la sonoridad callejera de la banda, marcada por dos trombones poderosos y gran creatividad; sus temáticas sobre la cotidianidad urbana, sus pintas alusivas al bajo mundo y, por supuesto, el respaldo de una compañía discográfica que, en poco tiempo, cuasi monopolizó la producción del género que promocionaba, convirtieron a Lavoe (ya se le puede llamar así) en un ídolo que, en cada país al que llegaba, era recibido con honores, cuestión que ocurría en la Panamá de Omar Torrijos, la Venezuela rezumante de petróleo en los tiempos de crisis impulsada por la OPEP, la compleja Colombia que veía emerger a los denominados “mágicos” por cuenta de una bonanza de sustancias ilegalizadas codiciadas en Estados Unidos, la muy salsera Perú que desde el Pacífico se veía también como caribeña y, por supuesto, la heterogénea Puerto Rico, siempre con su contradicción entre ser una nación independiente o continuar como un territorio adscrito a un imperio.
Y Lavoe lo logró con álbumes como Guisando, The Hustler, Cosa Nuestra, Lo Mato, La Gran Fuga, El Juicio y, por supuesto, Asalto Navideño 1 y 2, con temazos como “Ausencia”, “Calle luna, Calle sol”, “Che Che Colé”, “El día de suerte”, “Panameña”, “Ah-Ah/O-No”, Aguanile”, “La Murga” y “Aires de Navidad”, además de su participación estelar en las presentaciones y los álbumes de la Fania All-Stars, consagrándose como un ícono, una figura, una leyenda viviente, al que, sin duda, muchos empezaron a querer de gratis.
Y nadie pregunta si sufro si lloro
Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y, como tanta gente, sobre todo en momentos en que el consumo de drogas en Estados Unidos se incrementaba, al tiempo que las políticas represivas de la “guerra contra las drogas”, incapaces de frenar el consumo de sustancias alteradoras de conciencia, se enganchaban contra las minorías étnicas que atestaron las cárceles de ese país, Lavoe se convirtió en un consumidor habitual de cocaína y heroína, además, claro, de alcohol, lo cual hizo que su carácter juguetón y hasta infantil se tornara muchas veces denso, hostil y hasta pendenciero, cuestión que se veía en las presentaciones y se percibía en algunos de sus discos. Además, empezó a llegar tarde o simplemente no llegar a los conciertos, lo cual le causó serias dificultades con empresarios —algunos con peligrosas conexiones con la delincuencia organizada—, fanáticos, compañeros, amigos y familiares. Claro, Lavoe muchas veces, como reflejo de su personalidad dicharachera, declaraba, recordando a Jerry Lewis, que él no llegaba tarde, sino que los demás “llegaban muy temprano”, lo cual le valió una canción compuesta por Johnny Pacheco titulada “El rey de la puntualidad” y, por supuesto, algunas risas cómplices. Empero, la situación se fue haciendo cada vez más difícil, hasta que Willie Colón, su compañero de fórmula y guía en esos complejos contextos, decidió alejarse del entorno de las presentaciones nocturnas y terminar la orquesta, dejando a Lavoe con una sensación de orfandad de la cual nunca se pudo recuperar del todo. A pesar de esto, Willie no desamparó a Lavoe por completo y continuó produciendo los álbumes solistas del boricua que, como jugada comercial de la compañía Fania, empezó a lanzar discos solistas de los otrora cantantes de algunas agrupaciones salseras. Vale decir que los primeros discos de Lavoe (La Voz y De ti depende), contaron con gran calidad, pues, a pesar de tener temáticas similares a las de las producciones anteriores, muchas veces incluyeron trompetas y, sobre todo, fueron foco de las experimentaciones sonoras que Willie Colón había empezado a manifestar con mayor asiduidad desde mediados de los años setenta y que calaron muy bien, tanto en los críticos, como en el público en general.
Obviamente, los estados de ánimo y la vida desordenada de Lavoe empezaron a reflejarse en sus grabaciones, dejando atrás la bravura callejera y parte de la alegría que manifestaban sus discos iniciales, a expresar un ambiente más denso y, si se quiere, melancólico con canciones como “Periódico de ayer” de Tite Curet Alonso y, por supuesto, “El Cantante”, tema compuesto por el panameño Rubén Blades, quien, luego de mucho insistir, se había convertido en el nuevo compañero de fórmula de Willie Colón, y que pensaba incluir en el álbum Siembra, que iba a grabar con la orquesta del trombonista. Sin embargo, Willie, un agudo productor que en esos años tenía un eficaz sentido comercial y una mirada experimental contundente, supo que ese tema era perfecto para encabezar el álbum de Lavoe Comedia, pues su historia de vida y sus constantes recaídas por cuenta de sus adicciones, calzaban perfecto con lo que allí se expresaba, por lo cual convenció al cantautor panameño de cederla, algo que, si bien no le gustó en un principio, ahora agradece, pues, como ha dicho, “nadie como Héctor podía interpretarla mejor”.
Así continuó Héctor, a veces dando tumbos por sus adicciones, a veces teniendo éxitos radiales, a veces desapareciendo y a veces regresando de manera triunfal; presentándose en muchos lugares del mundo y grabando exitosos álbumes, como El Sabio, Feliz Navidad, Recordando a Felipe Pirela, Que sentimiento!, Vigilante (con Willie Colón), Reventó (que a mí me gusta mucho) y Strikes Back.
Mención aparte merece el paso de Lavoe por la ciudad de Cali, a donde fue a parar en 1983 por influjo del recordado —y controvertido— empresario César Araque, “Larry Landa”, quien, por cuenta de sus muchas relaciones con el mundo de los “mágicos”, transformó la rumba caleña y, tal vez, de gran parte del país, al traer permanentemente a los más grandes artistas de salsa a la ciudad. Lavoe, que venía huyendo de sus adicciones, llegó a Cali con la intención de limpiarse de estas, cuestión que, por obvias razones (ustedes saben), no pudo lograr. Sobre esta estancia de cerca de 3 meses en Cali, quedaron muchas historias y fotografías, sobre todo por su relación de amor-odio con Landa, al punto de un día intentar prenderle fuego al auto convertible del empresario, y, por supuesto, por historias que se convirtieron en mitos, como la vez en que, en compañía del genial Ismael Rivera —alguien mucho más curtido para lidiar con tipos “duros”— fueron retenidos en la mansión campestre de un narcotraficante, ante la negativa de Lavoe de seguir cantando, por lo que tuvieron que escapar por una ventana de un baño y devolverse caminando hasta el hotel.
Posteriormente, por las cosas de la vida y en momentos en que parecía ver brillar la luz, el sino trágico acompañó a Lavoe, pues su hijo Héctor Jr., murió luego de que un amigo le disparara accidentalmente al agarrar un revolver que el cantante guardaba en la casa. Poco tiempo antes, su suegra había sido asesinada a puñaladas, su padre murió de un paro cardiaco y su casa se incendió, luego de quedarse dormido con un cigarrillo encendido. Posteriormente, luego de una pelea con su esposa Nilda Román, conocida como “Puchi” —con quien tenía una tóxica relación— en un hotel en Puerto Rico, luego de una fallida presentación en San Juan, se lanzó de un noveno piso, sobreviviendo milagrosamente, ya que su caída fue amortiguada por el aire acondicionado de una de las habitaciones que daban a la calle.
Luego de todo esto, Lavoe nunca fue el mismo, pues, además de su permanente depresión y sus tremendas lesiones físicas, se contagió de VIH por cuenta del uso de jeringas contaminadas, en tiempos en que recibir ese diagnóstico era una sentencia de muerte. A esto se sumó que sus adicciones, además de sus gastos médicos, le fueron quitando su dinero hasta llevarlo a vivir en la pobreza. Y pese a que muchos lo quisieron ayudar, como recuerda el cantante boricua Bobby Cruz, quien intentó llevarlo a un hogar para su desintoxicación, nunca fue posible conseguir que Héctor accediera, por lo que, a pesar de seguir siendo idolatrado por sus fanáticos, pasó sus últimos años en la pobreza y cada vez más solo.
Ante esto, muchas veces se intentó organizar el regreso de Lavoe a los escenarios, pero este ya no estaba para esos trotes. De hecho, se recuerda su última aparición con la Fania All-Stars en la que intentó infructuosamente cantar “Mi Gente”, uno de sus temas insignia, al tiempo que algunos de sus compañeros, como Cheo Feliciano, no podían contener las lágrimas. Esto, por supuesto, recuerda las últimas apariciones de otros ídolos populares que, pese a ya no estar en condiciones de presentarse en una tarima, lo seguían haciendo, pues mucha gente alrededor los impulsaba a subir buscando, tal vez, exprimir lo último que sus gastados cuerpos podían ofrecer.
Todo tiene su final
Este texto tiene, sobre todo, la intención de recordar la trayectoria artística y el camino musical del gran Héctor Juan Pérez Martínez, “Héctor Lavoe”; una figura inolvidable que bien vale la pena homenajear, porque los ídolos populares, sea como sea, transmiten, de diferentes maneras, los sueños, las vivencias, frustraciones, los caminos, logros, triunfos, las ilusiones y miradas particulares de las sociedades que los ven nacer, forman y reflejan. Y, claro, entre todo esto, se encuentran también los hechos tristes y lamentables de su vida, algunos de los cuales fueron reflejados en la —muy floja, por cierto— película protagonizada por los nuyoricans Marc Anthony y Jennifer López, El Cantante (una buena intención con flojos resultados), así como en otras producciones, tanto de cine como de teatro, las cuales se quedan casi siempre en las sombras del cantante y no en sus muchísimas luces.
Total, que no se olvide lo que hizo grande a Héctor Juan Pérez, “Héctor Lavoe”, para transmitirnos su swing, tumbao y cheveridad, y las razones por las que todavía lo recordamos con cariño, nostalgia y, por supuesto, alegría. De hecho, tal vez no fue necesariamente el cantante más virtuoso o el más creativo melódicamente en los soneos (eso decía Larry Harlow), sin embargo, su calidad era indudable y, sobre todo, su conexión popular era única, cuestión que lo hizo cada vez más grande y, sobre todo, chévere, porque, como él decía; “es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”.
Hace 30 años, el 29 de junio de 1993, a los 46 años, partió para el infinito Héctor Lavoe, “el cantante de los cantantes”, “el jibarito de Ponce”, el ídolo de multitudes, el mago de la labia afilada, el que le hacía frente a los “capitanes de la mandinga”, el que Omar Torrijos recibía en Panamá con los honores de un jefe de Estado, el jibarito good looking —como le decía Willie Colón—, el hacedor de presentaciones y discos maravillosos, y el artista que fue malcriado por sus fanáticos que le permitían todo, incluso mentarles la madre, aunque después les diera un abrazo caluroso, como hijo del pueblo que fue y demostró ser a lo largo de toda su vida.
Por eso, bien vale reconocer la vida de esos personajes geniales que, así su destino haya sido trágico y no nos acompañen físicamente, seguirán presentes en nuestras vidas, porque, como pasó con Héctor Lavoe, el popular Jéctol que estaba hecho (¿jecho?), mientras sigamos por aquí, lo querremos de gratis, como siempre ha debido ser.
Y, sobre todo, que cante su gente que, como yo, intentará hacerlo todas las veces que se pueda.
* Petrit Baquero es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).