Abel Antonio Villa y sus cinco noches de velorio
Con escasos catorce años, Abel Antonio Villa decidió que su suerte estaba en hacerse acompañar de un acordeoncito color cenizo y empezar a repetir las historias que escuchaba por ahí. Semblanza vallenata.
Félix Carrillo Hinojosa*
Su apariencia no era la de un músico común y corriente. Eso hizo que Abel Antonio Villa Villa se diferenciara de todos los demás artistas de su generación. Vestido de lino color blanco, un sombrero de fieltro, unos ademanes de lord ingles y una prosa que quien no lo conocía podía pensar que estaba frente a un hombre de una gran formación académica. Esa inteligencia natural lo hizo recorrer caminos de herradura en compañía de su hermano mayor Fabián, de los músicos Julio Bovea Fandiño y Virgilio Riascos, con quienes conformó su primer grupo musical.
Es la historia especial de un hombre que nació en Piedras de Moler, en la Ciénaga de Zapayán, en el Municipio de Tenerife, territorio del Magdalena Grande un 1º. de octubre de 1924 en el hogar de Antonio Villas Salas y María del Tránsito Villa Barrios. Su estudio de primaria le dio todo el bagaje necesario para construir un nombre que tiene sello propio. Era el mismo niño de escasos tres años que escuchó las notas de un acordeoncito de una hilera ejecutado por Gilberto Bermúdez.
Ese sonido lo persiguió hasta la adolescencia, cuando le compró un acordeón por seis pesos a Francisco Rada Batista, músico de profesión y legendario de esa región, quien tenía una especie de estación musical conocida como El Colegio, en la que dictaba clases y arreglaba los instrumentos.
Con escasos catorce años, Abel Antonio Villa decidió que su suerte estaba en hacerse acompañar de un acordeoncito guacamayo color cenizo y empezar a repetir como un sonsonete sin fin las melodías de personas anónimas que llegaban, tocaban y se iban como un fantasma.
Así nació su vocación natural de reproducir con música todos los pasajes que vivía o le contaban quienes iban o venían de los distintos caseríos de un territorio incomunicado. Ahí es dónde su figura se consolida como la de un trashumante cantor y ejecutante del acordeón que va relatando, como cualquier trovador o juglar, hechos reales y los que no existían se los inventaba, pero siempre con el ingrediente sonoro de la música.
Esa crónica o reportaje del tiempo, solo tenía validez siempre y cuando viniera de primera mano de una fuente musical que tuvo en Abel Antonio Villa Villa, a un colón incansable y guerrero, que se defendió de los más acérrimos contrincantes con la mejor de sus armas: su canto, canciones y su acordeón.
Pero, ¿quién es ese hombre de color moreno, mirada fija, talla imponente y de trato fino? Ese misterio solo lo pueden descifrar las respuestas que tenía, aún sin interrogatorio previo. Era como el mecanismo preparado que exponía y que le dio excelentes resultados frente a sus colegas. Mientras ellos se metían en lo más profundas de nuestras montañas y valles, huyéndole al encuentro con otros mundos, él se abrió paso a grabar y contar esas historias que eran de todos, pero que las hizo suya hasta el final de sus días.
Recordamos un fragmento de una entrevista realizada al maestro Abel Antonio Villa, quien murió el 10 de junio de 2006.
¿Cómo era esa música cuándo usted comenzó?
Era silvestre. Los cantos no tenían dueño. No valían nada. No tenían nombre, quienes la tocaban eran personas que todo el día trabajaban por la comida y una muda de ropa. A esa gente la sentaban en un rincón, le daban ron y a tocar. El músico en esa época no significaba nada en la parte social, mucho menos económicamente. A mi me tocó irme, cuando me inicié con mi hermano Fabián, a la finca de los hacendados a tocarles durante días que se convertían en meses. A veces, dábamos con potentados generosos, pero la mayoría nos trataba como lo que éramos, unos músicos que tocábamos un folclor sin valor y tener conocimiento de lo que podía pasar.
¿A qué músicos conoció en su niñez que lo influenció?
Para mi fortuna, encontré a Gilberto Bermúdez, de él recibí mis primeras clases en el aprendizaje del acordeón a los nueve años. A “Pacho” Rada Batista, quien fue mi profesor y al que le compré mi primer acordeón. Juacho Polo Valencia, un acordeonero y compositor de respeto. Sebastián Guerra, un músico de Rincohondo, que tocaba puro merengue. Nildo Peña y Carlos Araque. A otros les oía el renombre y vine a conocerlos mucho tiempo después como Luís Pitre, Daniel Hernández, Emiliano Zuleta Baquero, Lorenzo Morales, Juancito Granado, Juan y Pablo Rafael López.
¿Es cierto que a usted le hicieron cinco noches de velorio?
Es una historia triste y alegre. Resulta que un señor que había muerto en el banco tenía el mismo nombre mío. Estaba recién salido del ejército y me fui a tocar a unos pueblos. En esa correría duré varios días. No sabía lo que había pasado, cuando llegué al banco me enteré de que el alcalde de mi pueblo había puesto un Marconi preguntando si en verdad el muerto era Abel Antonio, noticia que fue confirmada. Mi familia decidió hacerme las nueve noches pero al quinto día llegué a donde mi gente, toda cerrada de luto que no salían de su asombro al verme vivo y cantando, esa tristeza fue cambiada por varios días de parranda. De ese hecho surgió La muerte de Abel Antonio o Cinco noches de velorio.
Pero ese canto es una alegoría a la muerte, ¿qué piensa de ella?
Eso es lo único real que uno tiene. Lo demás es vanidad. Por eso he sido un hombre que le he inculcado a mis hijos que la plata no lo es todo en la vida. Que es bueno conseguirla, pero es mejor cuidarla y poder servirle con ella a quien esté necesitado. He procurado vivir acorde con mis circunstancias, siempre dando ayuda a todo el que ocupa a mi persona. Uno no se lleva nada. Por eso creo que he construido de la mejor manera un nombre y dejar el recuerdo de mi canto, mis canciones y las notas de mi acordeón.
Cuando usted surge en la música le tocó enfrentarse a importantes músicos de la región del Magdalena Grande. ¿Quiénes fueron ellos y cuál fue la razón de esas piquerías?
Uno de los primeros que me retó fue mi maestro “Pacho” Rada, quien no aceptaba mi fama y trataba de menospreciarme. Él me hizo un canto que decía: “viste de paño y corbata pero es a costillas mías”. Porque él aseguraba que toda la música que tocaba no era mía. A lo que le respondí: “mejor que esté metido en la montaña y no salga a pasá pena a las ciudades”. Otro fue el gran maestro de la composición José Benito Barros. Él creía que porque ya había grabado y sus canciones empezaban a adquirir reconocimiento, nosotros los que tocábamos acordeón no podíamos tener renombre. Recuerdo el verso que me echó: “que un negro maluco no puede con mi talento”. Ese encuentro duró muchos años, al igual que el sostenido con mi compadre Luis Enrique Martínez, al que le dije en un verso “hay un zorro vallenato metido allá en la montaña” y él me respondió: “Abel Antonio a mi me trata de zorro, oigan mis amigos pero él será gallina”. Con Emiliano Zuleta Baquero en 1950 tuve una dura contienda en la gallera de Villanueva, Guajira, que duró un día completo.
Muchos aseguran que la mayoría de sus creaciones, pertenecen a otros autores, ¿qué hay de cierto en ello?
La música conocida como vallenata no tenía el valor económico y social como la tiene ahora. Los cantos eran de uno y no eran. Cuando llegaba un músico a la región nuestra, traía sus cantos y al pasar el tiempo, se tomaban y se modificaban. Igual pasaba cuando íbamos a donde ellos. Todos los músicos y compositores vivimos esa etapa, incluso el maestro Escalona, quien frente a nosotros era el más preparado, tomó muchas músicas que estaban perdidas en las veredas y caseríos nuestros. Cuando me tocó grabar, muchas canciones que no eran mías me tocó dejarlas a mi nombre, porque eran de campesinos que nunca los volví a ver y vine a saber del derecho de autor fue hace como diez años. Como uno recorría tanto pueblo, encontraba esa música en voces que no eran sus dueños y ¿cómo hacía uno para buscar a sus autores?
Al maestro Abel Antonio Villa Villa lo vi por última vez en un homenaje que el artista Vetto Gálvez organizó para varios valores de la música vallenata. Llegó elegante, como siempre, vestido de negro y una gabardina. A su alrededor, un séquito de amigos y familiares lo instaban a tocar su acordeón.
Esa noche, su voz y sus dedos cansados dejaron entrever sus serios quebrantos de salud. Ya no era el mismo que no se quedaba quieto ante cualquier contendor. Su mirada perdida en el silencio de la noche, cuyas luces intermitentes daban una rara sensación de despedida, le dijo adiós y no lo volví a ver más.
Un día de esos, que uno no espera, supe que murió. Me dio dolor pero entendí que un hombre como él no debe ser recordado con tristeza. Por eso cada vez que quiero hablar con él, me siento en un taburete y empiezo a escuchar su obra, su voz y su acordeón, y siento cómo su música me relata, sus pasos de guerrero curtido en la que libró mil batallas en procura de construir un nombre para una expresión folclórica que nacía y, ante todo, para defender sus sueños.
* Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.
Su apariencia no era la de un músico común y corriente. Eso hizo que Abel Antonio Villa Villa se diferenciara de todos los demás artistas de su generación. Vestido de lino color blanco, un sombrero de fieltro, unos ademanes de lord ingles y una prosa que quien no lo conocía podía pensar que estaba frente a un hombre de una gran formación académica. Esa inteligencia natural lo hizo recorrer caminos de herradura en compañía de su hermano mayor Fabián, de los músicos Julio Bovea Fandiño y Virgilio Riascos, con quienes conformó su primer grupo musical.
Es la historia especial de un hombre que nació en Piedras de Moler, en la Ciénaga de Zapayán, en el Municipio de Tenerife, territorio del Magdalena Grande un 1º. de octubre de 1924 en el hogar de Antonio Villas Salas y María del Tránsito Villa Barrios. Su estudio de primaria le dio todo el bagaje necesario para construir un nombre que tiene sello propio. Era el mismo niño de escasos tres años que escuchó las notas de un acordeoncito de una hilera ejecutado por Gilberto Bermúdez.
Ese sonido lo persiguió hasta la adolescencia, cuando le compró un acordeón por seis pesos a Francisco Rada Batista, músico de profesión y legendario de esa región, quien tenía una especie de estación musical conocida como El Colegio, en la que dictaba clases y arreglaba los instrumentos.
Con escasos catorce años, Abel Antonio Villa decidió que su suerte estaba en hacerse acompañar de un acordeoncito guacamayo color cenizo y empezar a repetir como un sonsonete sin fin las melodías de personas anónimas que llegaban, tocaban y se iban como un fantasma.
Así nació su vocación natural de reproducir con música todos los pasajes que vivía o le contaban quienes iban o venían de los distintos caseríos de un territorio incomunicado. Ahí es dónde su figura se consolida como la de un trashumante cantor y ejecutante del acordeón que va relatando, como cualquier trovador o juglar, hechos reales y los que no existían se los inventaba, pero siempre con el ingrediente sonoro de la música.
Esa crónica o reportaje del tiempo, solo tenía validez siempre y cuando viniera de primera mano de una fuente musical que tuvo en Abel Antonio Villa Villa, a un colón incansable y guerrero, que se defendió de los más acérrimos contrincantes con la mejor de sus armas: su canto, canciones y su acordeón.
Pero, ¿quién es ese hombre de color moreno, mirada fija, talla imponente y de trato fino? Ese misterio solo lo pueden descifrar las respuestas que tenía, aún sin interrogatorio previo. Era como el mecanismo preparado que exponía y que le dio excelentes resultados frente a sus colegas. Mientras ellos se metían en lo más profundas de nuestras montañas y valles, huyéndole al encuentro con otros mundos, él se abrió paso a grabar y contar esas historias que eran de todos, pero que las hizo suya hasta el final de sus días.
Recordamos un fragmento de una entrevista realizada al maestro Abel Antonio Villa, quien murió el 10 de junio de 2006.
¿Cómo era esa música cuándo usted comenzó?
Era silvestre. Los cantos no tenían dueño. No valían nada. No tenían nombre, quienes la tocaban eran personas que todo el día trabajaban por la comida y una muda de ropa. A esa gente la sentaban en un rincón, le daban ron y a tocar. El músico en esa época no significaba nada en la parte social, mucho menos económicamente. A mi me tocó irme, cuando me inicié con mi hermano Fabián, a la finca de los hacendados a tocarles durante días que se convertían en meses. A veces, dábamos con potentados generosos, pero la mayoría nos trataba como lo que éramos, unos músicos que tocábamos un folclor sin valor y tener conocimiento de lo que podía pasar.
¿A qué músicos conoció en su niñez que lo influenció?
Para mi fortuna, encontré a Gilberto Bermúdez, de él recibí mis primeras clases en el aprendizaje del acordeón a los nueve años. A “Pacho” Rada Batista, quien fue mi profesor y al que le compré mi primer acordeón. Juacho Polo Valencia, un acordeonero y compositor de respeto. Sebastián Guerra, un músico de Rincohondo, que tocaba puro merengue. Nildo Peña y Carlos Araque. A otros les oía el renombre y vine a conocerlos mucho tiempo después como Luís Pitre, Daniel Hernández, Emiliano Zuleta Baquero, Lorenzo Morales, Juancito Granado, Juan y Pablo Rafael López.
¿Es cierto que a usted le hicieron cinco noches de velorio?
Es una historia triste y alegre. Resulta que un señor que había muerto en el banco tenía el mismo nombre mío. Estaba recién salido del ejército y me fui a tocar a unos pueblos. En esa correría duré varios días. No sabía lo que había pasado, cuando llegué al banco me enteré de que el alcalde de mi pueblo había puesto un Marconi preguntando si en verdad el muerto era Abel Antonio, noticia que fue confirmada. Mi familia decidió hacerme las nueve noches pero al quinto día llegué a donde mi gente, toda cerrada de luto que no salían de su asombro al verme vivo y cantando, esa tristeza fue cambiada por varios días de parranda. De ese hecho surgió La muerte de Abel Antonio o Cinco noches de velorio.
Pero ese canto es una alegoría a la muerte, ¿qué piensa de ella?
Eso es lo único real que uno tiene. Lo demás es vanidad. Por eso he sido un hombre que le he inculcado a mis hijos que la plata no lo es todo en la vida. Que es bueno conseguirla, pero es mejor cuidarla y poder servirle con ella a quien esté necesitado. He procurado vivir acorde con mis circunstancias, siempre dando ayuda a todo el que ocupa a mi persona. Uno no se lleva nada. Por eso creo que he construido de la mejor manera un nombre y dejar el recuerdo de mi canto, mis canciones y las notas de mi acordeón.
Cuando usted surge en la música le tocó enfrentarse a importantes músicos de la región del Magdalena Grande. ¿Quiénes fueron ellos y cuál fue la razón de esas piquerías?
Uno de los primeros que me retó fue mi maestro “Pacho” Rada, quien no aceptaba mi fama y trataba de menospreciarme. Él me hizo un canto que decía: “viste de paño y corbata pero es a costillas mías”. Porque él aseguraba que toda la música que tocaba no era mía. A lo que le respondí: “mejor que esté metido en la montaña y no salga a pasá pena a las ciudades”. Otro fue el gran maestro de la composición José Benito Barros. Él creía que porque ya había grabado y sus canciones empezaban a adquirir reconocimiento, nosotros los que tocábamos acordeón no podíamos tener renombre. Recuerdo el verso que me echó: “que un negro maluco no puede con mi talento”. Ese encuentro duró muchos años, al igual que el sostenido con mi compadre Luis Enrique Martínez, al que le dije en un verso “hay un zorro vallenato metido allá en la montaña” y él me respondió: “Abel Antonio a mi me trata de zorro, oigan mis amigos pero él será gallina”. Con Emiliano Zuleta Baquero en 1950 tuve una dura contienda en la gallera de Villanueva, Guajira, que duró un día completo.
Muchos aseguran que la mayoría de sus creaciones, pertenecen a otros autores, ¿qué hay de cierto en ello?
La música conocida como vallenata no tenía el valor económico y social como la tiene ahora. Los cantos eran de uno y no eran. Cuando llegaba un músico a la región nuestra, traía sus cantos y al pasar el tiempo, se tomaban y se modificaban. Igual pasaba cuando íbamos a donde ellos. Todos los músicos y compositores vivimos esa etapa, incluso el maestro Escalona, quien frente a nosotros era el más preparado, tomó muchas músicas que estaban perdidas en las veredas y caseríos nuestros. Cuando me tocó grabar, muchas canciones que no eran mías me tocó dejarlas a mi nombre, porque eran de campesinos que nunca los volví a ver y vine a saber del derecho de autor fue hace como diez años. Como uno recorría tanto pueblo, encontraba esa música en voces que no eran sus dueños y ¿cómo hacía uno para buscar a sus autores?
Al maestro Abel Antonio Villa Villa lo vi por última vez en un homenaje que el artista Vetto Gálvez organizó para varios valores de la música vallenata. Llegó elegante, como siempre, vestido de negro y una gabardina. A su alrededor, un séquito de amigos y familiares lo instaban a tocar su acordeón.
Esa noche, su voz y sus dedos cansados dejaron entrever sus serios quebrantos de salud. Ya no era el mismo que no se quedaba quieto ante cualquier contendor. Su mirada perdida en el silencio de la noche, cuyas luces intermitentes daban una rara sensación de despedida, le dijo adiós y no lo volví a ver más.
Un día de esos, que uno no espera, supe que murió. Me dio dolor pero entendí que un hombre como él no debe ser recordado con tristeza. Por eso cada vez que quiero hablar con él, me siento en un taburete y empiezo a escuchar su obra, su voz y su acordeón, y siento cómo su música me relata, sus pasos de guerrero curtido en la que libró mil batallas en procura de construir un nombre para una expresión folclórica que nacía y, ante todo, para defender sus sueños.
* Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.