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Cada tanto, en el lugar y momento propicio, se pueden escuchar los cantos de las sirenas y las hadas. Esta vez, el lugar fue el Movistar Arena en Bogotá y el momento fue el pasado jueves a las 8:00 p.m. En nuestra adaptación del castellano, en Colombia decimos ‘ocho en punto’, pero no sabemos si es un punto final o seguido y en nuestra cultura, casi siempre es un punto de partida. En inglés, como decía Borges, un idioma más físico, se dice ‘eight o’clock sharp’, una traducción literal sería “ocho en punto afilado” y aunque sería poético leerlo así, en términos prácticos es más bien ‘ocho, ni un minuto más ni un minuto menos’. Es una forma de enfatizar la importancia del tiempo, que en esta oportunidad es la importancia de la música.
En este concierto, que se inició a las ocho afiladas, primero cantó la sirena: Goyo, la vocalista de Choquibtown y quien viene pavimentando un camino como solista. Su cuerpo vestía lentejuelas moradas que ajustaban desde su cintura hasta el final de sus piernas. Al verla de lejos parecía una guardiana del pacífico, con su pelo de trenzas hasta los tobillos y tu tez chocolate. Goyo acompañó su acto con coristas, músicos y bailarines, que en momentos hacían más bien incómodo su cantar.
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La sirena movió las caderas e hizo que el público, cumplido y ansioso, la siguiera. De Tego Calderón, pasando por Shakira y llegando a un arrullo de cuna, Goyo navegó por los ritmos, la feminidad, la maternidad y la nostalgia propia de quien es madre, artista y mujer.
La recién galardonada por Billboard, como Agente de Cambio por ser la voz de las mujeres Afrolatinas en el mundo, rindió un homenaje también a Shakira al cantar “Antología”. “Esta canción es con todo el amor para una mujer que me inspira a diario, le hice esta versión con toda mi alma y admiración, gracias Shakira”.
Si de multitudes se trata, a veces caigo en los prejuicios. Esta vez caeré en los presentimientos. Algo me decía que solo unos cuantos interiorizamos la fuerza de la presentación de Goyo, que fue ante todo un baño espiritual preparatorio. Algo me decía, y con razón, que particularmente las mujeres jóvenes del público se bautizaron en él.
El entretanto, mientras llegaba el próximo acto, estaba musicalizado con carranga y uno que otro merengue. Ese momento en los conciertos suele ser un silencio incómodo que rompe la magia de la música en vivo y recuerda que hay humanos detrás de escena. Que la inmediatez en el arte es imposible.
Con la carranga en mente y el arrullo en el corazón, se apagaron las luces y cientos de molestos celulares impedían ver la llegada de Alicia Keys. Qué molesto es asistir a conciertos en tiempos de virtualidad. Qué molesto es dejar que sea una cámara y no los ojos quienes presencien el momento. Qué molesto e inevitable.
Impedida mi visión por las pantallas de celulares, irónicamente, debí auxiliarme en otra pantalla para poder ver. Había dos en cada extremo del escenario, más bien pequeñas, más bien insuficientes para el tamaño del show.
Apareció Alicia Keys. Apareció porque en efecto era una aparición, casi mística, que traía luz a la oscuridad. Vestía un enterizo ceñido, negro brillante, como si llevara la noche puesta. Una capa cae en su cabeza trenzada. Una chaqueta a medio poner rosada, hasta el piso, con mangas abullonadas. Era un hada, pensé.
Detrás de ella, una corista vestida de negro con una voz celestial y sus músicos, alquimistas de la magia. Mi oído está hechizado por una guitarra. Es un hombre, que será el escudero de Alicia Keys durante su presentación. Cambia su guitarra cada tanto, las toca con la misma intensidad. Es Jermaine Paul, ganador del concurso La Voz y que lleva acompañando a Alicia Keys desde 2003. Podría sacarle una melodía extraordinaria a un ukelele de juguete. Un mago.
Alicia Keys tocó el piano, cantó con una voz poderosa y dulce, me atrevería a decir que más melodiosa que cualquier otra voz grabada. Durante dos horas, sin saberlo, Alicia Keys humilló a todos los que han pasado por un escenario y no han dejado una parte de su alma y su talento ahí. Alicia Keys no cambió su energía en ningún momento, su cuerpo y ser estaban dispuestos a casarse con el público.
Su repertorio recorrió toda su carrera, desde Karma (2003) hasta Skydive (2021). Mi oído alcanzó a distinguir estribillos y coros ajenos como Calma de Pedro Capó, Safari de JBalvin, Gypsy Woman de Crystal Waters y Love Tonight de Shouse. Un sueño en el que Alicia Keys y sus músicos hicieron sentir a miles de personas en una fiesta en Harlem, Nueva York. Una fiesta en la que ningún género musical está vetado, todos cantan, bailan y lloran sin inhibiciones.
Luego, sin saber qué sigue, Alicia Keys apareció en el otro extremo del Movistar Arena, en un cubo, rodeada de tres teclados y empezó a jugar. A jugar literalmente porque ella interpretaba dos versiones de algunas de sus canciones y hacía que el público votara, con aplausos, por cuál prefería. En aquel momento el concierto dejó de ser un concierto, pasó a ser otra cosa. Un matrimonio entre la artista y la persona que la vio esa noche. Le va a guardar fidelidad, no la va a olvidar. Solo la muerte podría borrar ese momento.
Los grandes éxitos van llegando dosificados al escenario, no hay afán, nadie los quiere porque son presagios del final. Grité como si fuera un deber cada palabra de Girl on Fire (2012), Empire State of Mind (2009) y Fallin’ (2001). Himnos que definieron la personalidad de millones de adolescentes en los dos mil con ganas de gritar.
Y sin previo aviso, llegó Karol G, otra hada con pelo rosa claro y vestida de con una falda corta y botas, ambas blancas. Cantó una versión más corta de Mientras me curo el corazón (2023) y Alicia Keys la miró, admirándola. Una eucaristía presidida por solo mujeres, pensé. Juntas comienzan a cantar otro himno No One (2007). Sus voces se complementaron de una forma tan precisa que parecía que Karol G llevara años practicando esta canción. Así fue.
Se acabaron las palabras que le quedan a la canción, Alicia Keys y Karol G se tomaron una “selfie” juntas, otra con el público. Se despidieron, se abrazaron. Dos veces. Y con la energía en la nube más alta, parecía que finalizaba el concierto. La gente pide otra más, yo soy escéptica, pero aún no habían prendido las luces. Luego, casi cinco minutos después, reapareció la voz de Alicia Keys. Entre un canto y un poema, volvimos a verla.
Le faltaba el último himno, la consagración del matrimonio porque la dedicó al público: If I Ain’t Got You (2003). En español: Si no te tengo.
¿Cómo logró Alicia Keys dar el show más sentido, enérgico, sentimental, sensual y mágico durante dos horas sin parar? Nació para ello. Tiene un talento divino, cultivado, maduro. Un talento que permitió sacarle las notas más inalcanzables a su voz y a sus manos, imanes de las teclas del piano. Bogotá no podrá volverlo a ver, porque esta era la primera vez. La primera vez de Alicia Keys y de su público. Y las primeras veces nunca se repiten.