“El Dorado”: la comunión entre Aterciopelados y su gente
Andrea Echeverri y Héctor Buitrago hablaron para El Espectador sobre la edición en vivo de este álbum que se lanzó esta semana, pero que nos lleva 29 años atrás y nos recuerda su importancia para el rock nacional.
Andrés Osorio Guillott
Volvamos a 1995, a las calles donde todavía había cabinas telefónicas, a la época de los fax y de los televisores con antena, a los que muchos le daban un golpe al costado para que volviera a tener señal. El país vivía una crisis extendida por la violencia, por los asesinatos a los líderes de la Unión Patriótica, por el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, por el auge del narcotráfico y el Proceso 8.000, que salpicó la presidencia de Ernesto Samper. Mientras los noticieros y periódicos se ocupaban de registrar la historia del conflicto armado, un pequeño sector de la sociedad buscaba alternativas para vivir otra realidad, no para escapar, sino para narrar otro cuento y construir otra cara.
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Volvamos a 1995, a las calles donde todavía había cabinas telefónicas, a la época de los fax y de los televisores con antena, a los que muchos le daban un golpe al costado para que volviera a tener señal. El país vivía una crisis extendida por la violencia, por los asesinatos a los líderes de la Unión Patriótica, por el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, por el auge del narcotráfico y el Proceso 8.000, que salpicó la presidencia de Ernesto Samper. Mientras los noticieros y periódicos se ocupaban de registrar la historia del conflicto armado, un pequeño sector de la sociedad buscaba alternativas para vivir otra realidad, no para escapar, sino para narrar otro cuento y construir otra cara.
Había unos locos que tenían en el centro de Bogotá un bar llamado Barbarie, que para todos los amantes del rock y los primos de este género es uno de esos lugares icónicos y nostálgicos, porque el que era apasionado por esta vaina tenía que pasar por ahí y quedarse a los conciertos que se hacían los fines de semana. Y entre ese pequeño grupo de locos que vestían con tenis, chaquetas de jean o de cuero, con crestas, rastas o colores fosforescentes en sus cabellos estaban Andrea Echeverri y Héctor Buitrago, que ya llevaban algunos años como Aterciopelados y que en ese 1995 pegaron un salto tremendo con su disco El Dorado.
“Aterciopelada flor de la pasión”, decía Simone de Beauvoir en La mujer rota. Echeverri, que en palabras actuales podríamos decir que era muy ñera para los gomelos y muy gomela para los ñeros, leía por ese entonces a la escritora francesa. “Yo sigo diciendo lo mismo porque además ahora los conceptos de feminismo han cambiado tanto, pero para mí sigue siendo Simone de Beauvoir. Lo que me acuerdo de las lecturas de ella es que los tacones altos y los corsettes eran impedimentos para que uno no pudiera rendir lo mismo que un hombre, para caminar más despacio, respirar menos, y yo cuando leí eso dije: ‘sí, esto es’, porque siempre he sido de tenis, de no maquillarme, y eso para mí es el feminismo, el mío, pues a cada una le toca unas circunstancias diferentes. Lo que uno ve ahora es tan confuso (risas), pero sí, que viva Simone de Beauvoir y que vivan los tenis”, dijo Andrea Echeverri levantando el puño y riendo orgullosa de esa política.
Atrás había quedado Delia y los aminoácidos, que fue la banda que unió a los que después serían los Aterciopelados y parte de La Pestilencia. Atrás también quedaba Con el corazón en la mano, el álbum con el que debutó la banda de Andrea Echeverri y Héctor Buitrago. Llegaba El Dorado, que fue un hito en la historia del rock nacional, que catapultó la carrera de la banda y dejó varias canciones atemporales como Florecita Rockera, Mujer gala, Bolero falaz, Colombia conexión, entre otras.
Manuel Carreño, periodista musical y autor del libro Por culpa de los Ramones, asegura que “Colombia no había logrado que hubiera una banda mainstream que sonara a nivel latinoamericano. Había grupos que lograron ser un hit en la región, sobre todo Soda Estéreo, un poco ya Caifanes y los mexicanos, bandas como Café Tacuba también. Aquí estábamos esperando la banda colombiana que sonara fuerte. Me acuerdo de Estados alterados, la misma Compañía ilimitada. Aterciopelados ya había sacado Con un corazón en la mano, un álbum más punketo, más alterno, con los sonidos de los bares de esa época bogotana. Era claro que Aterciopelados era la banda a tener en cuenta si queríamos dar ese salto de calidad, y en El Dorado ellos entienden eso, porque el sonido muta un poco, sigue siendo rockero, con algo de punk por ahí, pero tiene algo muy interesante, y es que así como es universal, es colombiano”.
Diego Londoño, locutor de Radiónica y crítico musical en El Colombiano, coincide con Carreño en que uno de los logros de El Dorado es que es un álbum que encuentra sus raíces en nuestra cultura, pero que es capaz de trascender nuestras fronteras para que se escuche en cualquier parte del mundo. “La importancia de ese disco radica en varios factores, uno de ellos es que abrieron una brecha y un camino que le demostraba a mucha gente que se podía hacer rock de calidad en un país tropical como el nuestro, rock con una influencia muy colombiana, pero también con esos hallazgos del mundo y que podía sonar en cualquier parte de Latinoamérica. También fue importante porque Colombia no estaba pasando por un buen momento y ellos fueron la banda sonora de esa crisis. Cantamos mientras lloramos y pogueábamos mientras celebrábamos la vida”.
Esta edición de El Dorado en vivo ya fue presentada el año pasado en el Palacio de los Deportes de Bogotá, en el festival Altavoz de Medellín y con algunas canciones en Rock al Parque. Para Héctor Buitrago, “reencontrarse con 28 años atrás fue un reto a nivel de nosotros como personas, pero también por la producción musical, bueno, todo, pero ahí lo hicimos. Quisimos conservar la esencia de ese álbum y de pronto hacer algunos ajustes para esta época, y ahí creo que sonó muy bien”.
Andrea Echeverri dice que están “contentos, porque salió muy bonito, porque suena poderoso, potente, tremendo. Hacerlo fue difícil. Mucho, mucho camello”, y tanto ella como Buitrago se mostraron orgullosos de poder tocar con Carlos Vives, que participa en Bolero falaz, y con Rubén Albarrán, de Café Tacuba, en La estaca. “Una locura”, dice Echeverri.
La participación de Vives y Albarrán no es gratuita. Con el primero empezaron a hacerse un nombre hace 30 años cuando tocaban a un par de cuadras de distancia, y el segundo, como lo señaló Carreño, era un referente para ellos ya en ese entonces cuando Café Tacuba empezaba a adquirir mayor relevancia en el rock latinoamericano en la década de los 90.
No somos los de antes. Quizá les hablo como si llevara mucho tiempo en este mundo, pero lo cierto es que no había nacido cuando El Dorado salió. Pero sí crecí con Aterciopelados, y en el primer Rock al Parque al que asistí, hace ya una década si mal no recuerdo, vi a “esos locos hippies” de Echeverri y Buitrago. Pero dije que no somos los de antes, porque el cambio es lo más constante, aunque la fuerza de la cotidianidad nos quiera convencer de lo contrario, y volver la vista atrás da cuenta de ello, y eso lo reafirman los dos.
“Pues a pesar de que no es la industria, creo que pues nos hemos sabido mover y fluir con los cambios, creo que a nosotros también nos ha gustado siempre evolucionar y mirar hacia delante en términos de producción, siempre estamos muy inquietos haciendo nuevas canciones, participando en proyectos, en campañas, entonces creo que todo eso es lo que nos mueve. Por ejemplo, ahora que sale el álbum El Dorado, pues ya estamos preparando un álbum de canciones inéditas y estamos preparando otra canción para otro proyecto, entonces todo eso nos mantiene muy vitales”, contó Buitrago, y Echeverri lo complementó diciendo que esa nueva apuesta “es una versión de rompecabezas con Vivir Quintana y Auténticos Decadentes, y es featuring nature. Es una campaña que viene ahorita para abril, que la va a apoyar Spotify, y está tremenda porque es darle voz a la naturaleza, como un artista y considerarlo un artista y que ese dinero que recauda ahí vaya para la protección y la conservación de diferentes ecosistemas”.
Las obras que se vuelven universales les otorgan cierta condena a quienes las crean, pues sobre ellos recae la responsabilidad de saber mantener y entregarles a las gentes ese sonido o esa historia a la que tanto quieren volver porque algo les recuerda de sus vidas o algo significó en ellas. El tiempo pide nuevas historias, sonidos y demás, y está en los artistas saber equilibrar la nostalgia con el porvenir.
Andrea Echeverri nos contó que sí hubo un tiempo en que sentía que se desgastaban ciertas canciones. “Recuerdo que tuve una época que sí me daba jartera. ¿Cómo? ¿Otra vez Florecita rockera? No lo puedo creer. Y tengo como un recuerdo de que estábamos, no sé, en un conversatorio sobre derechos humanos y la florecita rockera. Como que sentí banalizada la cosa o algo así. Pero creo que después de que siguen pasando los años esas canciones se vuelven como eternas. Y se las saben los niños, pues es que tienen un poder esas canciones. Entonces uno ya agradece y no pelea tanto. Yo sí pego mis regañitos en los conciertos. Y digo, pero oigan las nuevas que de verdad están muy buenas. Pero bueno, se las saben, peor sería que ni siquiera Florecita rockera se la supieran (risas)”.
Buitrago complementó esto diciendo que “no, además que realmente cuando uno está tocando constantemente, pues es muy linda la conexión con las personas cuando arranca una canción que conocen. Y todo el mundo se pone feliz y la disfruta, se vuelve una cosa mutua, de comunión con esas canciones y con ese momento disfrute con la música”.
Quedarse quietos no está en su ADN, saben que además de sus guitarras con tejidos y en forma de flores cargan con el símbolo de haber marcado un antes y un después en el rock nacional, los dos aseguran que el rock no ha muerto, que el espíritu contestatario ha cambiado, pero que ellos siguen defendiendo este sonido, que “tienen que vivir de la música ocho años más”, dice Echeverry, y que seguirán “vivitos y coleando”.