Backstreet Boys y la reivindicación del pop
El grupo de estadounidenses trascendió a la época de las llamadas “boy bands”, cuyo público objetivo eran las niñas. Su audiencia, hoy adulta, confirma que su propuesta fue la banda sonora de gran parte de una generación.
María Alejandra Medina C. - @alejandra_mdn
En los años noventa todo empezó a ir muy rápido, incluyendo la materialidad de la música y la música misma. Cuando nos habíamos acostumbrado al casete, nos presentaron el disco compacto, que luego sería aplastado por la democratización de internet. Y cuando parecía que el grunge había llegado para quedarse, la juventud perdió a su principal figura, Kurt Cobain, un infortunio que para muchos rockeros seguramente se vio exacerbado con la instalación de la supremacía de lo que Gayle Wald, profesora de la Universidad George Washington, llamó en 2002* la tendencia de la cultura musical juvenil más vilipendiada del tiempo reciente: la música pop encarnada en artistas como Britney Spears y las llamadas boy bands. La más icónica de ellas (a riesgo de ser rebatida por el "team Nsync") fueron y siguen siendo los Backstreet Boys.
Para muchos, la de las boy bands ha sido música de poca monta, a pesar de (o precisamente por) los millones de dólares y de fans que han movido en todo el mundo y de que su modelo no solo ha sobrevivido, sino que se ha renovado y fortalecido en grupos más recientes como One Direction y el fenómeno del K-Pop. Pero lo que hoy nos importa no es tanto lo que se han embolsillado, sino sobre todo lo que significaron para gran parte de una generación de hombres y mujeres que hace más de 20 años eran niños o adolescentes, los llamados millennials si se quiere poner una etiqueta quizá tan odiosa como la de boy bands. Hablo de personas como yo que, en todo caso, a través de grupos como los Backstreet Boys empezaron a descubrir la música (sí, música), algo de tecnología y seguramente mucho de sí mismos y sus gustos. (Puede leer: Backstreet Boys anuncian disco y gira mundial: "Hay un futuro para nosotros")
Los Backstreet Boys (o BSB, como si el nombre largo no fuera lo suficientemente pop), conformados por Brian Littrell, Nick Carter, Kevin Richardson, AJ McLean y Howie Dorough, surgieron en Florida, Estados Unidos, en 1993, por la gestión de Lou Pearlman, quien falleció en prisión en 2016, ocho años después de haber sido condenado a 25 de cárcel por fraude a través de un esquema piramidal. “Espero que haya encontrado algo de paz”, trinó Justin Timberlake cuando Pearlman murió. Timberlake fue miembro de Nsync, otra boy band creada por el mismo Pearlman e igualmente sometida a sus cláusulas abusivas, que lo dejaban a él con millonarias ganancias y a los chicos con ínfimas utilidades, contratos que derivaron en múltiples demandas y una independencia que, en el caso de los BSB, costó unos US$25 millones.
La fórmula a la que se le adjudicó el éxito de este tipo de grupos en los años noventa fue el carisma de sus integrantes, bien parecidos, que casi siempre asumieron un rol: el gracioso, el inocente, el serio, el rudo y el romántico. Cada fan tiene su favorito. El fenómeno que causaron ha llegado a ser comparado con la beatlemanía de los años sesenta, pero con la diferencia de que los integrantes no se caracterizaron por tocar un instrumento en particular, algo que contribuyó a la formación de lo que Wald llamó la jerarquía de la alta y baja cultura pop, con un factor de por medio: el género, es decir, el hecho de que estos grupos tuvieran a las jovencitas de los años noventa como público objetivo y de que ellos mismos proyectaran una masculinidad más suave que hizo habitual que la orientación sexual de los artistas y sus fans hombres fuera tema de discusión.
Como se cuestionó Wald en pleno fulgor de las boy bands, la jerarquía de la cultura pop en la que los productos deliberadamente dirigidos a las niñas (y sus deseos) son los que menos valen (no en dinero, sino para la cultura) quizá desconoció el poder que esas mismas niñas (y niños) pudieron haber adquirido: no solo como una masa consumidora capaz de posicionar videos en MTV con sus votos o de producir los millones que movía la industria con los discos y las boletas que compraban para los conciertos, sino las prácticas íntimas y colectivas alrededor de esta música que las empoderó de alguna forma y medió su relación con otras niñas (bailar, gritar, disfrazarse, intercambiar discos...).
Por supuesto, la autora no deja de señalar el carácter ambivalente de esto: el mensaje, a través de los videoclips, de que lo correcto era que las niñas se sintieran atraídas por los niños, y de que las boy bands, al ser aparentemente un consumo seguro e inocente para ellas, eran una forma efectiva de domesticar sus deseos. (Lea: Confirmado: Backstreet Boys se presentará en Colombia el 01 de marzo de 2020)
La mofa sobre las boy bands pudo haber alcanzado su punto máximo con caricaturizaciones como la de Blink 182 en su video All the small things o el capítulo de Los Simpson, en el que Bart, Nelson, Milhouse y Rafa forman la Banda de Luxo. Lo primero, para Wald, fue la manifestación de la necesidad de desmarcar el rock (supuestamente interpretado por “hombres de verdad”) de las formas afeminadas de expresión cultural. Lo segundo, para mí, fue quizá la burla de la burla: el episodio en que se muestra a la Banda de Luxo como un producto artificial, formado por niños sin talento que fueron reclutados por un mánager malvado, y dirigido a un público idiota y manipulado, contó con la participación de los integrantes de Nsync, interpretándose a sí mismos.
Mientras Nsync y otros se diluyeron, los BSB se han mantenido, incluso a pesar del sufrimiento por depresión y drogadicción de algunos de sus integrantes, y las repercusiones que con seguridad generaron en gran parte de la fanaticada (casi todas ellas niñas en los noventa y hoy mujeres adultas en tiempos de #MeToo) las acusaciones de violación que en 2018 recayeron sobre Nick Carter por parte de Melissa Schuman, excantante del grupo Dream, quien para el momento de los hechos que ella alega tenía 18 años y Carter, 22. El caso no fue investigado porque el plazo prescribió. Mientras ella dijo que haber hablado había sido la mejor decisión, él negó la acusación y dijo que Schuman nunca había dicho que lo ocurrido no fue consentido.
Los BSB cuentan con nueve álbumes en su haber, de los cuales dos fueron producidos sin Kevin Richardson, quien se apartó de la banda en 2006 y regresó en 2012. El más reciente, DNA, lanzado en 2019, es la razón que los trae por primera vez a Colombia a un encuentro con sus fans que tardó más de 25 años en llegar. Tanta fue la espera, que la primera fecha se agotó y fue necesario abrir una segunda, ambas en Bogotá. Allí se encontrarán aficionados que seguramente durante estos años se engancharon con otros géneros musicales o que incluso por la especie de estigmatización que hubo sobre el pop de los BSB nunca dijeron abiertamente que les gustaba. I want it that way y Everybody (backstreet's back), que hoy por hoy suelen prender las fiestas de quienes rondan los 30, sin duda prenderán también el Movistar Arena.
En los años noventa todo empezó a ir muy rápido, incluyendo la materialidad de la música y la música misma. Cuando nos habíamos acostumbrado al casete, nos presentaron el disco compacto, que luego sería aplastado por la democratización de internet. Y cuando parecía que el grunge había llegado para quedarse, la juventud perdió a su principal figura, Kurt Cobain, un infortunio que para muchos rockeros seguramente se vio exacerbado con la instalación de la supremacía de lo que Gayle Wald, profesora de la Universidad George Washington, llamó en 2002* la tendencia de la cultura musical juvenil más vilipendiada del tiempo reciente: la música pop encarnada en artistas como Britney Spears y las llamadas boy bands. La más icónica de ellas (a riesgo de ser rebatida por el "team Nsync") fueron y siguen siendo los Backstreet Boys.
Para muchos, la de las boy bands ha sido música de poca monta, a pesar de (o precisamente por) los millones de dólares y de fans que han movido en todo el mundo y de que su modelo no solo ha sobrevivido, sino que se ha renovado y fortalecido en grupos más recientes como One Direction y el fenómeno del K-Pop. Pero lo que hoy nos importa no es tanto lo que se han embolsillado, sino sobre todo lo que significaron para gran parte de una generación de hombres y mujeres que hace más de 20 años eran niños o adolescentes, los llamados millennials si se quiere poner una etiqueta quizá tan odiosa como la de boy bands. Hablo de personas como yo que, en todo caso, a través de grupos como los Backstreet Boys empezaron a descubrir la música (sí, música), algo de tecnología y seguramente mucho de sí mismos y sus gustos. (Puede leer: Backstreet Boys anuncian disco y gira mundial: "Hay un futuro para nosotros")
Los Backstreet Boys (o BSB, como si el nombre largo no fuera lo suficientemente pop), conformados por Brian Littrell, Nick Carter, Kevin Richardson, AJ McLean y Howie Dorough, surgieron en Florida, Estados Unidos, en 1993, por la gestión de Lou Pearlman, quien falleció en prisión en 2016, ocho años después de haber sido condenado a 25 de cárcel por fraude a través de un esquema piramidal. “Espero que haya encontrado algo de paz”, trinó Justin Timberlake cuando Pearlman murió. Timberlake fue miembro de Nsync, otra boy band creada por el mismo Pearlman e igualmente sometida a sus cláusulas abusivas, que lo dejaban a él con millonarias ganancias y a los chicos con ínfimas utilidades, contratos que derivaron en múltiples demandas y una independencia que, en el caso de los BSB, costó unos US$25 millones.
La fórmula a la que se le adjudicó el éxito de este tipo de grupos en los años noventa fue el carisma de sus integrantes, bien parecidos, que casi siempre asumieron un rol: el gracioso, el inocente, el serio, el rudo y el romántico. Cada fan tiene su favorito. El fenómeno que causaron ha llegado a ser comparado con la beatlemanía de los años sesenta, pero con la diferencia de que los integrantes no se caracterizaron por tocar un instrumento en particular, algo que contribuyó a la formación de lo que Wald llamó la jerarquía de la alta y baja cultura pop, con un factor de por medio: el género, es decir, el hecho de que estos grupos tuvieran a las jovencitas de los años noventa como público objetivo y de que ellos mismos proyectaran una masculinidad más suave que hizo habitual que la orientación sexual de los artistas y sus fans hombres fuera tema de discusión.
Como se cuestionó Wald en pleno fulgor de las boy bands, la jerarquía de la cultura pop en la que los productos deliberadamente dirigidos a las niñas (y sus deseos) son los que menos valen (no en dinero, sino para la cultura) quizá desconoció el poder que esas mismas niñas (y niños) pudieron haber adquirido: no solo como una masa consumidora capaz de posicionar videos en MTV con sus votos o de producir los millones que movía la industria con los discos y las boletas que compraban para los conciertos, sino las prácticas íntimas y colectivas alrededor de esta música que las empoderó de alguna forma y medió su relación con otras niñas (bailar, gritar, disfrazarse, intercambiar discos...).
Por supuesto, la autora no deja de señalar el carácter ambivalente de esto: el mensaje, a través de los videoclips, de que lo correcto era que las niñas se sintieran atraídas por los niños, y de que las boy bands, al ser aparentemente un consumo seguro e inocente para ellas, eran una forma efectiva de domesticar sus deseos. (Lea: Confirmado: Backstreet Boys se presentará en Colombia el 01 de marzo de 2020)
La mofa sobre las boy bands pudo haber alcanzado su punto máximo con caricaturizaciones como la de Blink 182 en su video All the small things o el capítulo de Los Simpson, en el que Bart, Nelson, Milhouse y Rafa forman la Banda de Luxo. Lo primero, para Wald, fue la manifestación de la necesidad de desmarcar el rock (supuestamente interpretado por “hombres de verdad”) de las formas afeminadas de expresión cultural. Lo segundo, para mí, fue quizá la burla de la burla: el episodio en que se muestra a la Banda de Luxo como un producto artificial, formado por niños sin talento que fueron reclutados por un mánager malvado, y dirigido a un público idiota y manipulado, contó con la participación de los integrantes de Nsync, interpretándose a sí mismos.
Mientras Nsync y otros se diluyeron, los BSB se han mantenido, incluso a pesar del sufrimiento por depresión y drogadicción de algunos de sus integrantes, y las repercusiones que con seguridad generaron en gran parte de la fanaticada (casi todas ellas niñas en los noventa y hoy mujeres adultas en tiempos de #MeToo) las acusaciones de violación que en 2018 recayeron sobre Nick Carter por parte de Melissa Schuman, excantante del grupo Dream, quien para el momento de los hechos que ella alega tenía 18 años y Carter, 22. El caso no fue investigado porque el plazo prescribió. Mientras ella dijo que haber hablado había sido la mejor decisión, él negó la acusación y dijo que Schuman nunca había dicho que lo ocurrido no fue consentido.
Los BSB cuentan con nueve álbumes en su haber, de los cuales dos fueron producidos sin Kevin Richardson, quien se apartó de la banda en 2006 y regresó en 2012. El más reciente, DNA, lanzado en 2019, es la razón que los trae por primera vez a Colombia a un encuentro con sus fans que tardó más de 25 años en llegar. Tanta fue la espera, que la primera fecha se agotó y fue necesario abrir una segunda, ambas en Bogotá. Allí se encontrarán aficionados que seguramente durante estos años se engancharon con otros géneros musicales o que incluso por la especie de estigmatización que hubo sobre el pop de los BSB nunca dijeron abiertamente que les gustaba. I want it that way y Everybody (backstreet's back), que hoy por hoy suelen prender las fiestas de quienes rondan los 30, sin duda prenderán también el Movistar Arena.