Bob Dylan: un testamento para estos días difíciles y agitados
Después de ocho años sin publicar material original, Dylan lanza al mercado “Rough and Rowdy Ways”, su mejor trabajo en dos décadas. Un disco pertinente y necesario para este tiempo de caos y transformación.
David Martínez Houghton
Decir que Rough and Rowdy Ways es el mejor álbum de Bob Dylan en veinte años podría parecer un lugar común. La enorme reputación que le precede y la actitud complaciente de muchos críticos han hecho que cada uno de sus lanzamientos de las últimas dos décadas haya sido anunciado como testamento y obra cumbre de su trabajo tardío. En esta ocasión, sin embargo, ese esnobismo adulador se queda corto a la hora de ponderar la calidad y pertinencia de este nuevo disco, número 39 en el extenso catálogo de Dylan. A medio camino entre lo personal y lo histórico, entre el blues agresivo y el country-folk más melancólico, Rough and Rowdy Ways es el trabajo más contundente publicado por Dylan desde esa extraordinaria dupla de fin de siglo que componen Time Out of Mind (1997) y Love and Theft (2001).
El pasado 27 de marzo, en medio de la cuarentena y desafiando todos los preceptos comerciales, Dylan lanzó en su redes sociales Murder Most Foul, un tema de 17 minutos de largo en el que le toma el pulso a la sociedad occidental y reflexiona sobre la inevitable decadencia de los Estados Unidos, un proceso que empezó desde la muerte de Kennedy en el 63 y que culmina de forma maligna y pintoresca con el extraño presente de ese país: “I said the soul of a nation been torn away/ And it’s beginning to go into a slow decay” (”Dije que el alma de una nación ha sido arrancada/ Y está comenzando a entrar en una lenta descomposición”). Con este lanzamiento imprevisto, el primero con material original en ocho años luego de Tempest (2102), Dylan sacudió el mundo de la música sin recurrir a tediosos conciertos por Instagram o declaraciones pretenciosas y vacías.
La profundidad de las letras, su voz áspera pero enigmática y la pertinencia aterradora de sus palabras fueron suficientes para dejar claro que, a sus 79 años, tiene un par de cosas más por decir. Y no se trata de que este disco esté cargado de propuestas novedosas o sonidos de vanguardia. Al contrario, si hay algo que caracteriza a Rough and Rowdy Ways es que Dylan se mantiene en territorios conocidos, pero se adentra en ellos con la solvencia y la seguridad que le da el hecho de haber recorrido esos caminos como profeta, luego como leyenda y finalmente como oráculo. De esta forma, el disco se mueve entre el blues sucio de False Prophet y Crossing the Rubicon y la serenidad nostálgica de Black Rider y Mother of Muses, sonidos que ya exploró en discos anteriores pero que aquí se articulan en un equilibrio perfecto.
Dos elementos destacan de forma especial en este álbum. En primer lugar, el registro vocal de Dylan se reafirma en esa propuesta de crooner que va contando una historia de forma lenta y enigmática, como alguien que en la oscuridad de un bar y con unos tragos encima nos relata una vieja leyenda. En esta ocasión esa voz nasal, sinuosa, imperfecta, logra por fin sonar como la de un viejo blusero sureño que ha fumado y ha vivido tanto que no podemos hacer otra cosa que escucharlo con fascinación. Por supuesto, los discos recientes que hizo rindiendo tributo al cancionero estadounidense al estilo de Frank Sinatra fueron decisivos para poner en buena forma su voz. En segundo lugar, el nivel de su escritura alcanza un nivel casi tan alto como el de sus días gloriosos de los sesentas.
Consciente de su imagen de ícono y de la importancia de su obra, en las letras de Rough and Rowdy Ways escuchamos a un gran poeta en el último periodo de su vida tratando de trazar una imagen de sí mismo y del momento histórico: “I sing songs of love/ I sing songs of betrayal/ Don’t care what I drink/ I don’t care what I eat/ I climb the mountains with swords on my bare feet” (”Yo canto canciones de amor/ Yo canto canciones de traición/ No me importa lo que bebo/ No me importa lo que como/ Escalo las montañas con espadas en mis pies descalzos”). “Today, tomorrow, and yesterday, too/ The flowers are dyin’ like all things do” (”Hoy, mañana y ayer también/ Las flores están muriendo como todas las cosas”).
El carácter retro de su propuesta musical y el tono testamentario de sus letras dejan en evidencia otro aspecto que ha marcado la carrera de Dylan, sea cual sea el momento por el que estuviera pasando. Antes que un innovador o un artista original en el sentido tradicional, siempre ha sido un compilador, un testigo de los acontecimientos que da su mejor versión de aquello que absorbe, ya sean riffs, versos o estéticas.
Si su carrera comenzó versionando a Woody Guthrie y robando el nombre al poeta Dylan Thomas, su más reciente declaración musical está llena de homenajes a los artistas que ama (Nina Simone, The Beatles, Jimmy Red, Leon Russell, Buster Keaton, Harold Lloyd, Scorsese, Ford Coppola). No es gratuito que el tema con el que abre el disco se titule I Contain Multitudes, en clara alusión a los versos de Walt Whitman que le permiten reafirmarse como un todo hecho de las partes de aquellos que lo influyeron: “I’m a man of contradictions, I’m a man of many moods/ I contain multitudes” (”Soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo/ Contengo multitudes”).
Luego de una trayectoria tan extensa, con casi cuarenta discos de estudio, por lo menos un centenar de reediciones, tomas en vivo, bootlegs, un premio nobel y al menos una veintena de canciones entre las más emblemáticas de la cultura contemporánea, Dylan parece estar al tanto de que el tiempo se agota y va llegando la hora de cerrar de forma impecable su extraordinario legado musical y literario.
Al menos ese es el espíritu que se percibe en Rough and Rowdy Ways, un disco que parece resumir todos las virtudes que han hecho grande el trabajo de este artista nacido en Minnesota en 1941: respeto y maestría en su aproximación a la tradición musical estadounidense y un nivel de expresión poética único en el mundo del rock. Este aire de cierre, de testamento complejo y orgánico, lo pone en la misma línea de otras joyas crepusculares como Blackstar (David Bowie, 2016) y You Want it Darker (Leonard Cohen, 2016). Como elemento adicional, los músicos invitados no hacen más que reforzar la actualidad y solidez del álbum: Fiona Apple, Black Mills y Benmont Tench son apenas algunos nombres que desfilan por estas diez canciones que desde ya se perfilan como entradas fijas entre lo más elaborado y significativo de este artista enorme, esencial para reconstruir la historia de este mundo que hoy vemos caer a pedazos.
Decir que Rough and Rowdy Ways es el mejor álbum de Bob Dylan en veinte años podría parecer un lugar común. La enorme reputación que le precede y la actitud complaciente de muchos críticos han hecho que cada uno de sus lanzamientos de las últimas dos décadas haya sido anunciado como testamento y obra cumbre de su trabajo tardío. En esta ocasión, sin embargo, ese esnobismo adulador se queda corto a la hora de ponderar la calidad y pertinencia de este nuevo disco, número 39 en el extenso catálogo de Dylan. A medio camino entre lo personal y lo histórico, entre el blues agresivo y el country-folk más melancólico, Rough and Rowdy Ways es el trabajo más contundente publicado por Dylan desde esa extraordinaria dupla de fin de siglo que componen Time Out of Mind (1997) y Love and Theft (2001).
El pasado 27 de marzo, en medio de la cuarentena y desafiando todos los preceptos comerciales, Dylan lanzó en su redes sociales Murder Most Foul, un tema de 17 minutos de largo en el que le toma el pulso a la sociedad occidental y reflexiona sobre la inevitable decadencia de los Estados Unidos, un proceso que empezó desde la muerte de Kennedy en el 63 y que culmina de forma maligna y pintoresca con el extraño presente de ese país: “I said the soul of a nation been torn away/ And it’s beginning to go into a slow decay” (”Dije que el alma de una nación ha sido arrancada/ Y está comenzando a entrar en una lenta descomposición”). Con este lanzamiento imprevisto, el primero con material original en ocho años luego de Tempest (2102), Dylan sacudió el mundo de la música sin recurrir a tediosos conciertos por Instagram o declaraciones pretenciosas y vacías.
La profundidad de las letras, su voz áspera pero enigmática y la pertinencia aterradora de sus palabras fueron suficientes para dejar claro que, a sus 79 años, tiene un par de cosas más por decir. Y no se trata de que este disco esté cargado de propuestas novedosas o sonidos de vanguardia. Al contrario, si hay algo que caracteriza a Rough and Rowdy Ways es que Dylan se mantiene en territorios conocidos, pero se adentra en ellos con la solvencia y la seguridad que le da el hecho de haber recorrido esos caminos como profeta, luego como leyenda y finalmente como oráculo. De esta forma, el disco se mueve entre el blues sucio de False Prophet y Crossing the Rubicon y la serenidad nostálgica de Black Rider y Mother of Muses, sonidos que ya exploró en discos anteriores pero que aquí se articulan en un equilibrio perfecto.
Dos elementos destacan de forma especial en este álbum. En primer lugar, el registro vocal de Dylan se reafirma en esa propuesta de crooner que va contando una historia de forma lenta y enigmática, como alguien que en la oscuridad de un bar y con unos tragos encima nos relata una vieja leyenda. En esta ocasión esa voz nasal, sinuosa, imperfecta, logra por fin sonar como la de un viejo blusero sureño que ha fumado y ha vivido tanto que no podemos hacer otra cosa que escucharlo con fascinación. Por supuesto, los discos recientes que hizo rindiendo tributo al cancionero estadounidense al estilo de Frank Sinatra fueron decisivos para poner en buena forma su voz. En segundo lugar, el nivel de su escritura alcanza un nivel casi tan alto como el de sus días gloriosos de los sesentas.
Consciente de su imagen de ícono y de la importancia de su obra, en las letras de Rough and Rowdy Ways escuchamos a un gran poeta en el último periodo de su vida tratando de trazar una imagen de sí mismo y del momento histórico: “I sing songs of love/ I sing songs of betrayal/ Don’t care what I drink/ I don’t care what I eat/ I climb the mountains with swords on my bare feet” (”Yo canto canciones de amor/ Yo canto canciones de traición/ No me importa lo que bebo/ No me importa lo que como/ Escalo las montañas con espadas en mis pies descalzos”). “Today, tomorrow, and yesterday, too/ The flowers are dyin’ like all things do” (”Hoy, mañana y ayer también/ Las flores están muriendo como todas las cosas”).
El carácter retro de su propuesta musical y el tono testamentario de sus letras dejan en evidencia otro aspecto que ha marcado la carrera de Dylan, sea cual sea el momento por el que estuviera pasando. Antes que un innovador o un artista original en el sentido tradicional, siempre ha sido un compilador, un testigo de los acontecimientos que da su mejor versión de aquello que absorbe, ya sean riffs, versos o estéticas.
Si su carrera comenzó versionando a Woody Guthrie y robando el nombre al poeta Dylan Thomas, su más reciente declaración musical está llena de homenajes a los artistas que ama (Nina Simone, The Beatles, Jimmy Red, Leon Russell, Buster Keaton, Harold Lloyd, Scorsese, Ford Coppola). No es gratuito que el tema con el que abre el disco se titule I Contain Multitudes, en clara alusión a los versos de Walt Whitman que le permiten reafirmarse como un todo hecho de las partes de aquellos que lo influyeron: “I’m a man of contradictions, I’m a man of many moods/ I contain multitudes” (”Soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo/ Contengo multitudes”).
Luego de una trayectoria tan extensa, con casi cuarenta discos de estudio, por lo menos un centenar de reediciones, tomas en vivo, bootlegs, un premio nobel y al menos una veintena de canciones entre las más emblemáticas de la cultura contemporánea, Dylan parece estar al tanto de que el tiempo se agota y va llegando la hora de cerrar de forma impecable su extraordinario legado musical y literario.
Al menos ese es el espíritu que se percibe en Rough and Rowdy Ways, un disco que parece resumir todos las virtudes que han hecho grande el trabajo de este artista nacido en Minnesota en 1941: respeto y maestría en su aproximación a la tradición musical estadounidense y un nivel de expresión poética único en el mundo del rock. Este aire de cierre, de testamento complejo y orgánico, lo pone en la misma línea de otras joyas crepusculares como Blackstar (David Bowie, 2016) y You Want it Darker (Leonard Cohen, 2016). Como elemento adicional, los músicos invitados no hacen más que reforzar la actualidad y solidez del álbum: Fiona Apple, Black Mills y Benmont Tench son apenas algunos nombres que desfilan por estas diez canciones que desde ya se perfilan como entradas fijas entre lo más elaborado y significativo de este artista enorme, esencial para reconstruir la historia de este mundo que hoy vemos caer a pedazos.