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                                                                                                                                Carlos Vives, en escala de grises

                                                                                                                                El cantautor aprovechó el homenaje en su honor en el marco del Festival de la Leyenda Vallenata para hacer un viaje al pasado y rendir tributo a los juglares y a la historia del vallenato.

                                                                                                                                César Muñoz Vargas*

                                                                                                                                Carlos Vives, en escala de grises. / Cortesía
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Volvió  atrás una, dos, tres, cuatro décadas. Se encontró no solo con Escalona, sino con Consuelo  Araujo Noguera, con Alfonso López Michelsen, con la vieja Sara y  con Leandro Díaz. Se encontró con su puericia y con la de sus hermanos. Se encontró con sus padres y su tío Rodrigo, el gestor de las parrandas inolvidables que  lo dejaron inmerso en el mundo de los juglares. Viajó atrás medio siglo y  vio a Alejo Durán, cuando este era para el pueblo casi que un ser mitológico, como las guerras fantásticas en Ilión entre humanos y dioses que narró Homero.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Allí  estaba otra vez, cincuenta años más tarde, como uno de los tantos personajes que han escrito la historia vallenata, y que Carlos Vives, en la concreción de un sueño, puso a contar y a cantar. No era Troya, era Valledupar, la tierra donde, como en Fonseca, los acordeones saben llorar y reír. En esa ilíada onírica sin diosa Éride, o tal vez personificada en los incrédulos de la discordia que en el principio no daban un peso por el vallenato, o no lo daban por Vives como intérprete de vallenatos. 

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                A usanza de 1992,  cuando puso en revolución a los  puristas por introducir sonidos de gaita, batería y guitarra eléctrica al álbum Clásicos de la provincia, Vives rompió los esquemas en la apertura del festival con una evocativa representación teatral que pasó por distintos momentos de su vida y de la historia vallenata. Un encuentro de histriones, un viaje a la memoria con destellos y background. 

                                                                                                                                La meca de los cantos se dispuso para reconocer en Carlos Vives y en el rey Egidio al binomio que reforzó la exportación del vallenato, ya otros lo habían hecho. Pero este grupo musical demostró que los poemas y las crónicas de los grandes compositores sí podían volverse famosos allende de las fronteras. A su estilo, Vives sacó del anonimato a esos juglares fantásticos que todos han cantado, pero que muy pocos reconocen.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Mientras Carlos Vives  sigue disfrutando de las mieles del éxito y del agasajo que le tributó Valledupar, uno plateado lleva más de cinco años haciéndole honores por las avenidas de Bogotá. Es Alfredo Chaparro, un bumangués que un día decidió  mimetizarse en polvos químicos de velas para caracterizar a su ídolo y montarse en una caneca que es  su escenario, y ayudarse de un sonido crujiente y una estropeada y silente guitarra.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Se mueve y baila por las calles con el trasfondo de unos reflectores, las luces del semáforo, las que le indican el momento de salir a escena  o a estirar la mano para recibir el reconocimiento del público atrapado en el tráfico. Desde que el artista callejero descubrió que podía moverse como su ídolo, no ha dejado de caracterizarlo y de hacer la fonomímica de los más de diez álbumes que ha grabado el hombre “del rock de mi pueblo”, y que se oyen por las calles gracias a dos baterías UPS  que a Alfredo le alcanzan para diez horas diarias de show.

                                                                                                                                Un día tuvo la fortuna  de que Carlos Vives le enviara un saludo y le confesara que estaba muy emocionado por lo que hacía, que le habían contado y que había pasado en su bicicleta para verlo, «tenemos que hablar de música». Alfredo sigue esperando esa conversación, a pesar de que tiempo después trabajó en el restaurante de los Vives pintado en sus grises y lo tuvo tan cerca; solo para la foto, una imagen que ornamenta su ajetreado parlante, que es como su Grammy.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Alfredo Chaparro es uno de los cientos de miles en esta tierra del olvido que sortean la brega del rebusque en las calles  a través del arte o las ventas ambulantes. Su público son los ciudadanos en carro o de a  pie. Sus fanáticos son los ñeritos de Las Cruces, que lo cuidan cuando sale y llega a casa cargando su escenografía. Para los vecinos del barrio, ese hombre plomizo es su Carlos  Vives. No saben de juglares, solo de una estrella famosa, de la cual tienen una versión conviviendo con ellos.

                                                                                                                                El  Carlos Vives plateado también ha hecho giras. Ha estado en las calles de Santa Marta, de Medellín y de Valledupar; este año no recogió el dinero suficiente para poder  estar en el festival. No tiene mayores pretensiones: que la  Policía no lo corra de la esquina y que algún día el artista le conceda la charla prometida, mientras tanto, seguirá difundiendo su música y estará atento a los lanzamientos para actualizar el repertorio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Luz amarilla. El artista  se cuelga la guitarra silenciosa para presentar un nuevo espectáculo de treinta segundos. Suena «El sombrero de Alejo» », la más reciente del samario, la que escribió como insignia del festival 2018. El sombrero de Alejo, así también se llama la suntuosa guitarra que subastará Vives para una obra social, una de las causas que lo hacen de amor sensible. Tal vez, pronto recuerde también que tiene una conversación pendiente con su émulo gris.

                                                                                                                                Carlos Vives, en escala de grises. / Cortesía
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Volvió  atrás una, dos, tres, cuatro décadas. Se encontró no solo con Escalona, sino con Consuelo  Araujo Noguera, con Alfonso López Michelsen, con la vieja Sara y  con Leandro Díaz. Se encontró con su puericia y con la de sus hermanos. Se encontró con sus padres y su tío Rodrigo, el gestor de las parrandas inolvidables que  lo dejaron inmerso en el mundo de los juglares. Viajó atrás medio siglo y  vio a Alejo Durán, cuando este era para el pueblo casi que un ser mitológico, como las guerras fantásticas en Ilión entre humanos y dioses que narró Homero.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Allí  estaba otra vez, cincuenta años más tarde, como uno de los tantos personajes que han escrito la historia vallenata, y que Carlos Vives, en la concreción de un sueño, puso a contar y a cantar. No era Troya, era Valledupar, la tierra donde, como en Fonseca, los acordeones saben llorar y reír. En esa ilíada onírica sin diosa Éride, o tal vez personificada en los incrédulos de la discordia que en el principio no daban un peso por el vallenato, o no lo daban por Vives como intérprete de vallenatos. 

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                A usanza de 1992,  cuando puso en revolución a los  puristas por introducir sonidos de gaita, batería y guitarra eléctrica al álbum Clásicos de la provincia, Vives rompió los esquemas en la apertura del festival con una evocativa representación teatral que pasó por distintos momentos de su vida y de la historia vallenata. Un encuentro de histriones, un viaje a la memoria con destellos y background. 

                                                                                                                                La meca de los cantos se dispuso para reconocer en Carlos Vives y en el rey Egidio al binomio que reforzó la exportación del vallenato, ya otros lo habían hecho. Pero este grupo musical demostró que los poemas y las crónicas de los grandes compositores sí podían volverse famosos allende de las fronteras. A su estilo, Vives sacó del anonimato a esos juglares fantásticos que todos han cantado, pero que muy pocos reconocen.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Mientras Carlos Vives  sigue disfrutando de las mieles del éxito y del agasajo que le tributó Valledupar, uno plateado lleva más de cinco años haciéndole honores por las avenidas de Bogotá. Es Alfredo Chaparro, un bumangués que un día decidió  mimetizarse en polvos químicos de velas para caracterizar a su ídolo y montarse en una caneca que es  su escenario, y ayudarse de un sonido crujiente y una estropeada y silente guitarra.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Un día tuvo la fortuna  de que Carlos Vives le enviara un saludo y le confesara que estaba muy emocionado por lo que hacía, que le habían contado y que había pasado en su bicicleta para verlo, «tenemos que hablar de música». Alfredo sigue esperando esa conversación, a pesar de que tiempo después trabajó en el restaurante de los Vives pintado en sus grises y lo tuvo tan cerca; solo para la foto, una imagen que ornamenta su ajetreado parlante, que es como su Grammy.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Alfredo Chaparro es uno de los cientos de miles en esta tierra del olvido que sortean la brega del rebusque en las calles  a través del arte o las ventas ambulantes. Su público son los ciudadanos en carro o de a  pie. Sus fanáticos son los ñeritos de Las Cruces, que lo cuidan cuando sale y llega a casa cargando su escenografía. Para los vecinos del barrio, ese hombre plomizo es su Carlos  Vives. No saben de juglares, solo de una estrella famosa, de la cual tienen una versión conviviendo con ellos.

                                                                                                                                El  Carlos Vives plateado también ha hecho giras. Ha estado en las calles de Santa Marta, de Medellín y de Valledupar; este año no recogió el dinero suficiente para poder  estar en el festival. No tiene mayores pretensiones: que la  Policía no lo corra de la esquina y que algún día el artista le conceda la charla prometida, mientras tanto, seguirá difundiendo su música y estará atento a los lanzamientos para actualizar el repertorio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Luz amarilla. El artista  se cuelga la guitarra silenciosa para presentar un nuevo espectáculo de treinta segundos. Suena «El sombrero de Alejo» », la más reciente del samario, la que escribió como insignia del festival 2018. El sombrero de Alejo, así también se llama la suntuosa guitarra que subastará Vives para una obra social, una de las causas que lo hacen de amor sensible. Tal vez, pronto recuerde también que tiene una conversación pendiente con su émulo gris.

                                                                                                                                Por César Muñoz Vargas*

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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