Carlos Vives, en escala de grises
El cantautor aprovechó el homenaje en su honor en el marco del Festival de la Leyenda Vallenata para hacer un viaje al pasado y rendir tributo a los juglares y a la historia del vallenato.
César Muñoz Vargas*
Carlos Vives brotó lágrimas al reencontrase con Rafael Escalona y poder agradecerle de nuevo por sus canciones. «Tu trabajo me enseñó que nuestra cultura no es más ni menos importante que la cultura del mundo», le dijo, en medio de ese hiperrealismo que fue La ilíada vallenata, una puesta en escena a través de la cual el samario organizó un paseo multitudinario en el tiempo, a un mundo comarcal, que a pesar de sus verdores y matices, se antoja a blanco y negro, por lo pasado, por lo historial, por lo genuino y lo primitivo.
Volvió atrás una, dos, tres, cuatro décadas. Se encontró no solo con Escalona, sino con Consuelo Araujo Noguera, con Alfonso López Michelsen, con la vieja Sara y con Leandro Díaz. Se encontró con su puericia y con la de sus hermanos. Se encontró con sus padres y su tío Rodrigo, el gestor de las parrandas inolvidables que lo dejaron inmerso en el mundo de los juglares. Viajó atrás medio siglo y vio a Alejo Durán, cuando este era para el pueblo casi que un ser mitológico, como las guerras fantásticas en Ilión entre humanos y dioses que narró Homero.
Justo cuando el primer Festival de la Leyenda Vallenata, año 1968, Alejandro Durán Díaz, por su música, era una de las celebridades del Magdalena Grande; pero solo de oídas, pues la gente podía toparse con él, sin saber que era él. La gente podía hasta recriminarlo porque anduviera por ahí con un acordeón terciado, afrentando una música que solo hombres como Alejo Durán o Luis Enrique Martínez podían hacer. ¡Qué tal esto!, un negro Alejo desafiante con el Negro Alejo.
Él mismo lo había revelado en una entrevista memorable con el escritor David Sánchez Juliao. Contó que camino a Valledupar, cuando iba buscando aquella primera corona, se bajó en el caserío de Rincón Hondo a comprar unos cigarrillos, y que la dependiente, al verlo envuelto en el fuelle, lo increpó: “Y usted… ¿pa´onde vas? [sic]”. Y Alejo, apurando su chicote, le respondió: “Voy pá Valledupar porque dizque hay concurso y yo me quiero presentar…”. La tendera contrapunteó: “¿Usted?, ¡ajo! ¿Y usted que va´a cé [sic] en un concurso donde están Luis Enrique Martínez y Alejo Durán? Usted tiene huevo, ¿oyó?”. Alejo sonrió y retomó la senda a la conquista.
Allí estaba otra vez, cincuenta años más tarde, como uno de los tantos personajes que han escrito la historia vallenata, y que Carlos Vives, en la concreción de un sueño, puso a contar y a cantar. No era Troya, era Valledupar, la tierra donde, como en Fonseca, los acordeones saben llorar y reír. En esa ilíada onírica sin diosa Éride, o tal vez personificada en los incrédulos de la discordia que en el principio no daban un peso por el vallenato, o no lo daban por Vives como intérprete de vallenatos.
Carlos Vives, a la par de que creció amando el rock, amó también las músicas terrígenas del Caribe. Tuvo la fortuna de que los cantos le llegaban a domicilio, en la viva voz de sus creadores, y de que su padre Luis Aurelio, de cuando en cuando, le encomendara ser el lazarillo de Leandro Díaz, para evitar que el muchachito se escapara a jugar fútbol en Pescaíto. Y tuvo la fortuna de que a la jarana siguiente aparecieran los rapsodas con versos nuevos, como «La parrandita», de Leandro. La tiene tatuada en el alma.
Todas esas dichas las pudo revelar gracias a que la Fundación del Festival de la Leyenda Vallenata nombró este año la fiesta en su honor. Se lo tomó a pecho desde el día que lo notificaron, desde la mañana en que fue descubierto el afiche oficial y su imagen aparecía en escala de grises, preponderante sobre la gráfica de la evolución de la especie humana, desde el australopiteco hasta el acordeonista. Vives ha sido invitado de honor, pero más que todo, anfitrión.
A usanza de 1992, cuando puso en revolución a los puristas por introducir sonidos de gaita, batería y guitarra eléctrica al álbum Clásicos de la provincia, Vives rompió los esquemas en la apertura del festival con una evocativa representación teatral que pasó por distintos momentos de su vida y de la historia vallenata. Un encuentro de histriones, un viaje a la memoria con destellos y background.
La meca de los cantos se dispuso para reconocer en Carlos Vives y en el rey Egidio al binomio que reforzó la exportación del vallenato, ya otros lo habían hecho. Pero este grupo musical demostró que los poemas y las crónicas de los grandes compositores sí podían volverse famosos allende de las fronteras. A su estilo, Vives sacó del anonimato a esos juglares fantásticos que todos han cantado, pero que muy pocos reconocen.
Lo hizo de nuevo y, entonces, el homenaje que estaba preparado para él, terminó siendo uno de él para los bardos a los que les debe buena parte de su gloria. Adolfo Pacheco, Isaac Carrillo, Sergio Moya Molina y Leandro Díaz, este siempre vivo en virtud de su hijo Ivo. En esa ilíada vallenata, Carlos Vives estaba recogiendo los frutos de lo que había sembrado; y en recompensa el amor del público y de su Helena, no de Troya, de su Helena Vásquez, la mujer que lo ayudó a volver a nacer y a salir del ostracismo de cuatro por fuera de la música y los escenarios.
Mientras Carlos Vives sigue disfrutando de las mieles del éxito y del agasajo que le tributó Valledupar, uno plateado lleva más de cinco años haciéndole honores por las avenidas de Bogotá. Es Alfredo Chaparro, un bumangués que un día decidió mimetizarse en polvos químicos de velas para caracterizar a su ídolo y montarse en una caneca que es su escenario, y ayudarse de un sonido crujiente y una estropeada y silente guitarra.
Se mueve y baila por las calles con el trasfondo de unos reflectores, las luces del semáforo, las que le indican el momento de salir a escena o a estirar la mano para recibir el reconocimiento del público atrapado en el tráfico. Desde que el artista callejero descubrió que podía moverse como su ídolo, no ha dejado de caracterizarlo y de hacer la fonomímica de los más de diez álbumes que ha grabado el hombre “del rock de mi pueblo”, y que se oyen por las calles gracias a dos baterías UPS que a Alfredo le alcanzan para diez horas diarias de show.
Un día tuvo la fortuna de que Carlos Vives le enviara un saludo y le confesara que estaba muy emocionado por lo que hacía, que le habían contado y que había pasado en su bicicleta para verlo, «tenemos que hablar de música». Alfredo sigue esperando esa conversación, a pesar de que tiempo después trabajó en el restaurante de los Vives pintado en sus grises y lo tuvo tan cerca; solo para la foto, una imagen que ornamenta su ajetreado parlante, que es como su Grammy.
Alfredo Chaparro es uno de los cientos de miles en esta tierra del olvido que sortean la brega del rebusque en las calles a través del arte o las ventas ambulantes. Su público son los ciudadanos en carro o de a pie. Sus fanáticos son los ñeritos de Las Cruces, que lo cuidan cuando sale y llega a casa cargando su escenografía. Para los vecinos del barrio, ese hombre plomizo es su Carlos Vives. No saben de juglares, solo de una estrella famosa, de la cual tienen una versión conviviendo con ellos.
El Carlos Vives plateado también ha hecho giras. Ha estado en las calles de Santa Marta, de Medellín y de Valledupar; este año no recogió el dinero suficiente para poder estar en el festival. No tiene mayores pretensiones: que la Policía no lo corra de la esquina y que algún día el artista le conceda la charla prometida, mientras tanto, seguirá difundiendo su música y estará atento a los lanzamientos para actualizar el repertorio.
Luz amarilla. El artista se cuelga la guitarra silenciosa para presentar un nuevo espectáculo de treinta segundos. Suena «El sombrero de Alejo» », la más reciente del samario, la que escribió como insignia del festival 2018. El sombrero de Alejo, así también se llama la suntuosa guitarra que subastará Vives para una obra social, una de las causas que lo hacen de amor sensible. Tal vez, pronto recuerde también que tiene una conversación pendiente con su émulo gris.
Carlos Vives brotó lágrimas al reencontrase con Rafael Escalona y poder agradecerle de nuevo por sus canciones. «Tu trabajo me enseñó que nuestra cultura no es más ni menos importante que la cultura del mundo», le dijo, en medio de ese hiperrealismo que fue La ilíada vallenata, una puesta en escena a través de la cual el samario organizó un paseo multitudinario en el tiempo, a un mundo comarcal, que a pesar de sus verdores y matices, se antoja a blanco y negro, por lo pasado, por lo historial, por lo genuino y lo primitivo.
Volvió atrás una, dos, tres, cuatro décadas. Se encontró no solo con Escalona, sino con Consuelo Araujo Noguera, con Alfonso López Michelsen, con la vieja Sara y con Leandro Díaz. Se encontró con su puericia y con la de sus hermanos. Se encontró con sus padres y su tío Rodrigo, el gestor de las parrandas inolvidables que lo dejaron inmerso en el mundo de los juglares. Viajó atrás medio siglo y vio a Alejo Durán, cuando este era para el pueblo casi que un ser mitológico, como las guerras fantásticas en Ilión entre humanos y dioses que narró Homero.
Justo cuando el primer Festival de la Leyenda Vallenata, año 1968, Alejandro Durán Díaz, por su música, era una de las celebridades del Magdalena Grande; pero solo de oídas, pues la gente podía toparse con él, sin saber que era él. La gente podía hasta recriminarlo porque anduviera por ahí con un acordeón terciado, afrentando una música que solo hombres como Alejo Durán o Luis Enrique Martínez podían hacer. ¡Qué tal esto!, un negro Alejo desafiante con el Negro Alejo.
Él mismo lo había revelado en una entrevista memorable con el escritor David Sánchez Juliao. Contó que camino a Valledupar, cuando iba buscando aquella primera corona, se bajó en el caserío de Rincón Hondo a comprar unos cigarrillos, y que la dependiente, al verlo envuelto en el fuelle, lo increpó: “Y usted… ¿pa´onde vas? [sic]”. Y Alejo, apurando su chicote, le respondió: “Voy pá Valledupar porque dizque hay concurso y yo me quiero presentar…”. La tendera contrapunteó: “¿Usted?, ¡ajo! ¿Y usted que va´a cé [sic] en un concurso donde están Luis Enrique Martínez y Alejo Durán? Usted tiene huevo, ¿oyó?”. Alejo sonrió y retomó la senda a la conquista.
Allí estaba otra vez, cincuenta años más tarde, como uno de los tantos personajes que han escrito la historia vallenata, y que Carlos Vives, en la concreción de un sueño, puso a contar y a cantar. No era Troya, era Valledupar, la tierra donde, como en Fonseca, los acordeones saben llorar y reír. En esa ilíada onírica sin diosa Éride, o tal vez personificada en los incrédulos de la discordia que en el principio no daban un peso por el vallenato, o no lo daban por Vives como intérprete de vallenatos.
Carlos Vives, a la par de que creció amando el rock, amó también las músicas terrígenas del Caribe. Tuvo la fortuna de que los cantos le llegaban a domicilio, en la viva voz de sus creadores, y de que su padre Luis Aurelio, de cuando en cuando, le encomendara ser el lazarillo de Leandro Díaz, para evitar que el muchachito se escapara a jugar fútbol en Pescaíto. Y tuvo la fortuna de que a la jarana siguiente aparecieran los rapsodas con versos nuevos, como «La parrandita», de Leandro. La tiene tatuada en el alma.
Todas esas dichas las pudo revelar gracias a que la Fundación del Festival de la Leyenda Vallenata nombró este año la fiesta en su honor. Se lo tomó a pecho desde el día que lo notificaron, desde la mañana en que fue descubierto el afiche oficial y su imagen aparecía en escala de grises, preponderante sobre la gráfica de la evolución de la especie humana, desde el australopiteco hasta el acordeonista. Vives ha sido invitado de honor, pero más que todo, anfitrión.
A usanza de 1992, cuando puso en revolución a los puristas por introducir sonidos de gaita, batería y guitarra eléctrica al álbum Clásicos de la provincia, Vives rompió los esquemas en la apertura del festival con una evocativa representación teatral que pasó por distintos momentos de su vida y de la historia vallenata. Un encuentro de histriones, un viaje a la memoria con destellos y background.
La meca de los cantos se dispuso para reconocer en Carlos Vives y en el rey Egidio al binomio que reforzó la exportación del vallenato, ya otros lo habían hecho. Pero este grupo musical demostró que los poemas y las crónicas de los grandes compositores sí podían volverse famosos allende de las fronteras. A su estilo, Vives sacó del anonimato a esos juglares fantásticos que todos han cantado, pero que muy pocos reconocen.
Lo hizo de nuevo y, entonces, el homenaje que estaba preparado para él, terminó siendo uno de él para los bardos a los que les debe buena parte de su gloria. Adolfo Pacheco, Isaac Carrillo, Sergio Moya Molina y Leandro Díaz, este siempre vivo en virtud de su hijo Ivo. En esa ilíada vallenata, Carlos Vives estaba recogiendo los frutos de lo que había sembrado; y en recompensa el amor del público y de su Helena, no de Troya, de su Helena Vásquez, la mujer que lo ayudó a volver a nacer y a salir del ostracismo de cuatro por fuera de la música y los escenarios.
Mientras Carlos Vives sigue disfrutando de las mieles del éxito y del agasajo que le tributó Valledupar, uno plateado lleva más de cinco años haciéndole honores por las avenidas de Bogotá. Es Alfredo Chaparro, un bumangués que un día decidió mimetizarse en polvos químicos de velas para caracterizar a su ídolo y montarse en una caneca que es su escenario, y ayudarse de un sonido crujiente y una estropeada y silente guitarra.
Se mueve y baila por las calles con el trasfondo de unos reflectores, las luces del semáforo, las que le indican el momento de salir a escena o a estirar la mano para recibir el reconocimiento del público atrapado en el tráfico. Desde que el artista callejero descubrió que podía moverse como su ídolo, no ha dejado de caracterizarlo y de hacer la fonomímica de los más de diez álbumes que ha grabado el hombre “del rock de mi pueblo”, y que se oyen por las calles gracias a dos baterías UPS que a Alfredo le alcanzan para diez horas diarias de show.
Un día tuvo la fortuna de que Carlos Vives le enviara un saludo y le confesara que estaba muy emocionado por lo que hacía, que le habían contado y que había pasado en su bicicleta para verlo, «tenemos que hablar de música». Alfredo sigue esperando esa conversación, a pesar de que tiempo después trabajó en el restaurante de los Vives pintado en sus grises y lo tuvo tan cerca; solo para la foto, una imagen que ornamenta su ajetreado parlante, que es como su Grammy.
Alfredo Chaparro es uno de los cientos de miles en esta tierra del olvido que sortean la brega del rebusque en las calles a través del arte o las ventas ambulantes. Su público son los ciudadanos en carro o de a pie. Sus fanáticos son los ñeritos de Las Cruces, que lo cuidan cuando sale y llega a casa cargando su escenografía. Para los vecinos del barrio, ese hombre plomizo es su Carlos Vives. No saben de juglares, solo de una estrella famosa, de la cual tienen una versión conviviendo con ellos.
El Carlos Vives plateado también ha hecho giras. Ha estado en las calles de Santa Marta, de Medellín y de Valledupar; este año no recogió el dinero suficiente para poder estar en el festival. No tiene mayores pretensiones: que la Policía no lo corra de la esquina y que algún día el artista le conceda la charla prometida, mientras tanto, seguirá difundiendo su música y estará atento a los lanzamientos para actualizar el repertorio.
Luz amarilla. El artista se cuelga la guitarra silenciosa para presentar un nuevo espectáculo de treinta segundos. Suena «El sombrero de Alejo» », la más reciente del samario, la que escribió como insignia del festival 2018. El sombrero de Alejo, así también se llama la suntuosa guitarra que subastará Vives para una obra social, una de las causas que lo hacen de amor sensible. Tal vez, pronto recuerde también que tiene una conversación pendiente con su émulo gris.