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La comadrona del pueblo incrustado en la serranía del Perijá, en donde sus juglares lanzan versos para que se irriguen por montes, veredas y pueblos vallenatos, estaba molesta. Iba de un lugar a otro al enterarse por las ondas hertzianas de su radio que uno de sus muchachos, que había recibido con amor en una madrugada fría, no era de Manaure sino del Valle, según dijo un locutor con voz ronca.
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Mientras ella buscaba las pruebas en su cerebro sometido por los años, vociferaba en voz alta, “qué Chabuco ni qué Chabuco, él se llama es José Darío”. A varios minutos de ahí, en Valledupar, otra mujer entrada en años brincaba en un solo pie: “a ese Chabuco lo vi chiquito aquí, lo llevaba su padre de la mano y en la otra sostenía su guitarra. Y más de una vez lo cargué, me faltó fue darle la teta”.
Mientras esa piqueria cogía fuerza, el personaje central de esa película tenía entre pecho y espalda la música del pasado, que supo captar cada vez que su padre recorría sus dedos por esa guitarra trasnochadora y dejaba regadas sus querellas de amor como cualquier pirata por el barrio Loperena.
Al tiempo que el Café La Bolsa acolitaba a tantos músicos, conocidos o no, el joven intérprete no quería correr la suerte vivida por muchos genios que, junto a su padre, quedarían como un recuerdo más en esa retahíla de un narrador perdido en su propia madeja.
Sin mucha algarabía en su despedida, pisó tierra andina. Nada fue fácil, nunca lo ha sido para él. Sus propios paisanos lo ven como un espécimen raro, como si no fuera de allá. Pero él en su tozudez empezó a hilar un diálogo entre su música y tantos sonidos que hay en el mundo, para combinar entre ritmos y danzas y crear algo diferente. Ese proyecto no es más que “una locura”, dijeron en coro muchos de los que estaban cercanos a él, y si lo trasladamos a nuestra tierra, se “esparramarían” a todo pulmón con sus voces para sentenciar: “ese sí está loco de remate”.
En ese pugilato sostenido por las dos mujeres y sin saber por cuál debía decidirse, el muchacho, que se sentía atraído por la música, acogió en silencio y sin refutar la palabra del padre, quien lanzó ese apodo que sentenció en una de esas decisiones acertadas, en cuyo amanecer etílico decidió elogiar a una creadora insigne. Y fue por ella, por Chabuca Granda, solo por ella, que su padre, lleno de una oratoria premonitoria, afirmó: “tú eres Chabuco y punto”.
Con ese remoquete, unas cuantas vestiduras y esa fiebre de tragarse las calles bogotanas, empezó su búsqueda, incomprendida la mayoría de las veces. Eran los años 90 de una ciudad cerrada, en donde los estudiantes de la provincia lo primero que metían en sus maletas de cuero eran los elepés de sus músicos preferidos, los libros y folletos que hablaran de sus ídolos.
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Las melancólicas amanecidas de los nativos de Bogotá, que en ese entonces se acostaba temprano, fueron transformadas por el grito de un “uepajé, que viva el vallenato”. Fue tan profundo el cambio, que las mujeres de esa ciudad aprendieron a bailar y ellas, por decisión propia, organizaban las fiestas vallenatas y en vez de poner aquellos acetatos de los abuelos, dejaban correr por ambas caras lo nuevo que estaba circulando en la naciente industria musical.
Mientras todo eso ocurría, el muchacho seguía insistiendo a pesar de tantos no, hasta que al fin se dio una de las muchas propuestas que hizo y fue a grabar con una nueva agrupación conformada por muchachos soñadores como él. Con Los Pelaos se dio la primera puntada de lo que sería el vaso de la gran mochila que tejería Chabuco con su voz. La alegría fue mucha, pero duró poco, y ante esa realidad entendió que debía pensar en su propuesta como solista. Y fue la publicación, en 2004, del álbum Morirme de amor, el toque ideal para reafirmar de qué estaba hecho.
Cuatro años después, decidió publicar Nació mi poesía, lleno de una madurez visible, la cual se notó en un producto cuyas obras como Amor para dos, Porque quiero que me quieras, Deja que tu alma se enamore y Te quiero dar, le mostraron el camino de la exploración.
El Café La Bolsa es el regalo que les brinda en 2011 a tantos gitanos del arte que ese lugar vio desfilar y que su padre le contó con lujos de detalles. Esa semblanza, muy cerca de la realidad, de un tiempo vital, en el que Valledupar moldeaba su futuro.
Ese marco llevó a Chabuco, que no ha dejado de ser José Darío, a brindarles a sus seguidores un producto musical con más raíces vallenatas, pero con un mayor diálogo con otras músicas del mundo. Para lograrlo no podían faltar Nido de amor, La casa en el aire, Así fue mi querer y El amor amor, entre otros temas cargados de arreglos diversos con vestidos flamencos, bolerísticos y jazzísticos, que estuvieron a la altura de la producción y que lograron impactos importantes en otros rincones del planeta.
Para 2013 fue publicado un nuevo trabajo discográfico del músico, De ida y vuelta, cuya influencia está marcada por la presencia de Josemi Carmona, un exintegrante de la agrupación Ketama, cuya fusión del vallenato con el flamenco es evidente y fortalece los lazos de hermandad que entre las músicas del mundo existen. En esta nueva propuesta, el artista Chabuco sabe que el vallenato se puede entrelazar con otros géneros, así que el acordeón no es reemplazado, sino que sus sonidos se unen a otros instrumentos.
Así muchos no lo crean, él es un celoso a rabiar de sus raíces, las que conoce pese a su visión juvenil y cada vez que le toca compartir escenarios con artistas de la categoría de Alejandro Sanz, Antonio Carmona, Rosario y Diego El Cigala, muestra lo que tiene Valledupar para mostrarle al mundo. De todo eso logrado no se ufana, como hombre de teatro sabe que cada paso que se da es un nuevo camino que se construye. Es un convencido de que su música cada día adquiere más dolientes que la defienden por su calidad.
En 2017 se trasladó a São Paulo (Brasil), donde se inició la grabación del trabajo Encuentros, con un sonido vallenato alternativo, cuyo romance con el bossa nova y los instrumentos como el piano y el arpa, se evidencia a manera de cruce de caminos. Allí aparecen temas como Amor comprado, Besito de agua y Margarita.
Chabuco desde La Habana es un producto lleno de armonía caribe, cuya riqueza se pasea entre el amor y el desamor. Es la sorpresa que les tenía el artista a sus seguidores. Es un trabajo independiente que marca su verdadera historia a partir del 21 de mayo de 2021 y que le propicia una de sus mayores alegrías: estar nominado como Mejor Álbum Tropical Tradicional y Mejor Canción Tropical con el tema Más feliz que ayer.
Este nuevo sueño musical contó con la producción de “Cucurucho” Valdez, nieto de Hugo Valdez, y se hizo en el ambiente de La Habana, en Cuba, imperio musical del Caribe, cuyo repertorio está sustentado por temas como La golondrina, Más feliz que ayer, La vida es como un son, Un bolero azul y Por ahora.
Las visiones musicales que plantea el canto de Chabuco están encaminadas a enamorar con su música e incitar a lo fraterno, poner a bailar en un romanticismo cuya altura emerge a través de quienes danzan. Es una música madura hecha por gente joven, y su rítmica y armonía ponen en un tiempo actual mucho de lo que se hizo en el pasado.
Ese juego de tiempos insertado en su nuevo producto musical pone al que escucha, al músico de ayer y al de hoy, a vivir un goce agradable, que hace ver a la América libre y musical, firme y con la fortaleza de salir siempre adelante.
Es un trabajo musical hecho con mucha naturalidad. Cada golpe que dan las manos de los músicos sobre sus instrumentos representa un resurgir de nuestras culturas que niega cualquier proceder avasallante de un pueblo sobre otro. Las músicas que se hacen en nuestro continente son libertarias. Si lo llegan a dudar, les paso una tarjeta de invitación para que se deleiten con Chabuco desde La Habana, creo que es placentero escuchar a nuestro vallenato abrazado con los sones cubanos.
*Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.