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Una voz potente, grave y con mucho cuerpo leyó algo así como un manifiesto de la memoria: “Era 1995. Y no había muchos sueños por delante. Parecíamos estancados en la violencia sin respuesta, el abuso sin denuncia y allí apareció ese tesoro de leyenda llamado El Dorado. Una hippie y un punk le dieron a Colombia el disco bisagra de su particular historia con el rock.
Andrea y Héctor fueron la respuesta a ese estancamiento desde la música, desde la denuncia y desde una estética con compromiso nacional. Era una causa nacional. Un bolero cargado de falacias, un himno latinoamericano que encendió la hoguera de nuestra pasión.Casi tres décadas después celebramos hoy en el concierto definitivo de El Dorado, la obra maestra de Aterciopelados”.
Antes del rock hubo un rito. Una mujer ataviada con un penacho, una pollera larga roja y con estampados de Tenochtitlan, llevó por todo el escenario un recipiente del que sale humo con olor a esencias. Y tras ella, un hombre, vestido con alguna prensa que le proyecta sabiduría indígena, hizo sonar un artefacto que evoca a la sierra, a la montaña o al valle. Aquella fue, si acaso, la escena del misticismo mexicano y colombiano en un solo escenario. Le invitamos a leer: Aterciopelados, engañar tiene su ciencia
Luego salió Héctor Buitrago, movió un par de clavijas de su bajo y con timidez respondió a la ovación de las 3.500 personas que estuvieron en el Palacio de los Deportes de Bogotá. Una paradoja dialéctica. Un palacio se uso para conmemorar un mito indígena.
Empezó a sonar el redoblante de la batería y acompañado por el sonido de aquel aparatejo místico que abrazaba la guitarra. De repente salió ella. Falda dorada y larga, camisa verde con dorado, maquillaje color oro y una corona dorada, era corona hecha como con las raíces de un árbol de un cuento mágico. Andrea Echeverry parecía anoche una Medusa que emergió de Guatavita.
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Lo que siguió fue un viaje en el carro de la nostalgia. “En el último mes he estado en una montaña rusa de emociones, no todas chéveres. He chillado full porque enfrentarse a las canciones que tocamos hace 28 años no ha sido fácil. Y darnos cuenta que hemos cambiado, que no somos los mismos, pero hay cosas que siguen siendo iguales”, dijo Andrea Echeverry.
Y en el concierto también lloró. Las primeras lágrimas llegaron cuando tocaron Siervo sin Tierra, una composición de Héctor Buitrago.
“Esa canción es basada en un libro de Eduardo Caballero Calderón que leí cuando estaba en bachillerato y que me impresionó muchísimo. Esa frase que se canta al final: “Juepuerca vida, mano siervo que se quedó sin su tierra” es muy duro, muy fuerte, porque sigue siendo lo mismo. Es la realidad de nuestra sociedad 30 años después”, nos había dicho Buitrago días antes del concierto, cuando nos habló de lo que estaban viviendo en los ensayos de unas canciones que habían dejado en el pasado.
“¿Si ven? Ya empecé a llorar. Es que es muy duro. Los campesinos son los que defienden el territorio y trabajan por una tierra. Aquí eso no nos afecta mucho porque vivimos en la ciudad”, dijo Andrea Echeverri.
Para celebrar los 28 años de su álbum bisagra, los Aterciopelados invitaron a Carlos Vives y Rubén Albarrán, vocalista de la emblemática banda mexicana Café Tacvba.
Para recibir a Vives, Andrea Echeverri recordó una anécdota: “Héctor Vicente y yo, cuando éramos pareja, teníamos un bar que se llamaba Barbarie, en la calle 10 con calle 4, y dos cuadras para arriba la Niña Mencha (Margarita Rosa de Francisco) y Carlos Vives, que también eran pareja, tenían otro bar que se llamaba Estación Central. ¿Ustedes pueden creer esa belleza de vecinos? No sé cuál de las dos parejas era más bella”.
El samario tuvo un paso fugaz por el escenario. Junto a Echeverri cantó Bolero Falaz, uno de los éxitos de El Dorado.
El mexicano, por su parte, tuvo un papel más protagónico en la ceremonia. Fiel a su ascendencia indígena mexicana, Albarrán lideró la segunda parte de un ritual en el escenario. Se arrodilló, besó el suelo y en una suerte de comunicación con los dioses de su cultura, celebró a “la florecita más roquera y a Héctor, el sabio”.
Muy difusas se ven en el pasado los personajes de Buitrago y Albarrán de los años 90. Ambos, entonces, más apegados a los sonidos más estridentes del rock y sus demonios, hoy transmiten una energía más contemplativa y menos confrontativa, pero con el rock aún corriendo por sus venas. Son como ermitaños.
“Él antes era punk, y pues de poquito a poquito ha cambiado. Ahora es vegetariano, medita, hace canciones con mensajes super esperanzadores, bonitos hermosos. Yo también he cambiado. Era una gomelita que había estudiado Arte en los Andes y que le gustaba el art Nouveau y claro, lo conocí a él con esa estética punk que me sedujo totalmente, el art Nouveau se fue a pasear y llegó el rock”, nos dijo Echeverri antes del concierto.
Albarrán en el escenario, pese a su mística, provocó uno de los pogos de la noche cuando interpretó, junto a Andrea, “La Estaca” que, como dato curioso, sufrió una pequeña modificación en su letra.
Adiós, que te vaya bien
Que no te coja un carro
Que no te parta un rayo
Que no te destripe un tren
Adiós, que te vaya bien
Que no te muerda un perro
Que no te lleve el diablo
Y que no marques calavera
Y mientras algunos cuantos hacían un mini pogo, Andrea y Rubén bailaron como si fuera un vals. El vals en el palacio.