Crónica: El bullerengue y el impredecible baile de los cuerpos en Apartadó
Los cuerpos en la región de Urabá danzan de una manera particular al ritmo del bullerengue, una música que proviene de los palenques de Bolívar y que esta subregión, ahora antioqueña, la ha acogido como suya. El Espectador estuvo en el primer Festival de Artes Vivas en Urabá.
Alberto González Martínez
Tenía los pies descalzos, palmaba el tambor como un pulpo, corría por el público y exigía bailar al que estuviera sentado. Su camisa pasó de blanco a transparente y las plantas de sus pies de marrón a negro. Luego se le vio cantando en el coro y siendo el centro del baile. Parecía incansable e impredecible.
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Tenía los pies descalzos, palmaba el tambor como un pulpo, corría por el público y exigía bailar al que estuviera sentado. Su camisa pasó de blanco a transparente y las plantas de sus pies de marrón a negro. Luego se le vio cantando en el coro y siendo el centro del baile. Parecía incansable e impredecible.
Horas antes, estaba sentado a mi lado un hombre taciturno de gorra beige con extensión hasta el cuello para protegerse del sol, aunque estuviésemos bajo sombra. Miraba por la ventanilla la profundidad de aquel azul que comenzaba a contrastar con la variedad de los verdes.
—Eso es banano y piña —dijo de repente el hombre que estaba a mi izquierda sin haberle preguntado.
—¿Cómo hace usted para saber qué tipo de plantación es? —pregunté intrigado luego de asomarme por la ventanilla.
—Por la forma en cómo están distribuidas —respondió de inmediato.
Hasta el aterrizaje hizo comentarios sobre el campo que lo hacía parecer un experto. La región de Urabá exporta el 63 % del banano que sale del país, según cifras de Augura. Una tierra próspera que produce casi que cualquier alimento que se siembre y que baila casi que cualquier ritmo caribeño.
Apartadó viene siendo una suerte de capital de esta subregión antioqueña, por su población y porque cumple el requisito de no estar sobre el mar. Por momentos, se siente una humedad como si lo estuviera y a veces la brisa pareciera esconderse para no soplar. Ese día hacía 28 grados y poco sol. Una temperatura tranquila, aunque cada respiro se volvía una gota de sudor. Un taxista recomendó no usar los abanicos de mano porque, según su teoría, el movimiento repetitivo del brazo generaba más calor.
—A los costeños son los que les da más calor y a los bogotanos son los que más les da frío —dijo alguien que parecía conocer a la gente de estas regiones colombianas.
La hipótesis del conductor servía para discutirla en una charla pseudointelectual, pero en la práctica fue un fracaso. Para contrarrestar el clima, mi brazo también prefirió hacer un movimiento igual de repetitivo, pero en un compás mucho mayor. No se trataba de música, sino un movimiento que mi extremidad conoce a la perfección. Aunque la música vendría después.
En la tarima donde después se armó el jolgorio, bailaban unos cuerpos en una suerte de contradicción. Algo les decía el movimiento corporal, pero otra cosa era la que sus cuerpos hacían. Como una suerte de quiebre y flexibilidad. Otra vez parecían impredecibles e incansables.
—La ondulación y la fragmentación es el aporte de la danza negra a la danza —dijo el profesor Norman Mejía, de la Universidad de Antioquia, con un apasionamiento que hace tanto no veía.
—¿Ha escuchado algo del ritmo exótico? —le pregunté indicado una referencia moderna.
—Eso es danza afro contemporánea —dijo sin tanto detalle, puesto que apenas se enteraba de esta expresión.
Urabá comparte con el Caribe el mismo mar y el sound sytem, o los llamados picós, que reproducen música a alto volumen. Se escucha y se baila desde champeta hasta el ritmo exótico chocoano. En un recorrido por las calles de sus once municipios, también se podría topar con una parranda vallenata, escuchar el mismo reguetón que suena en Perro Negro, en Medellín, o, escuchar el bullerengue Perro Negro.
De los tres festivales nacionales de bullerengue que tiene Colombia, Urabá conserva uno. Lo tiene Necoclí, aunque en otros municipios hay semilleros como en Arboletes, Turbo, San Juan de Urabá y el mismo Apartadó. Un ritmo que tomó prestado de Bolívar, cuando Urabá pertenecía a la provincia de Cartagena, y que con el tiempo le impuso un baile más alegre y quebrado, que los más eruditos en la materia rechazan. También a las nuevas propuestas.
En la tarima parrandera siguió una propuesta contemporánea que nació en Apartadó. Mezclaron el ritmo tradicional del bullerengue con salsa, bossa nova, blues, jazz y otras músicas del mundo. Su vocalista, Vaneila Brin, recién debutó con la agrupación de Totó La Momposina, que cambió a otro formato tras su salida. Mientras se decide su vinculación al otro grupo, continúa en Alma Negra, que fue fundada por su hermano.
—El bullerengue autóctono le cantaba a la cotidianidad. A cosas tan opuestas como una celebración o una muerte, ¿a qué le canta el que se hace hoy?
—Antes le cantaba a cosas como el “el palo de Juana Miranda”, por ejemplo, hoy le sigue cantando a lo mismo y todas las cosas cotidianas, a la muerte, a la felicidad, a la alegría, a la tierra.
La auténtica parranda bulluerenguera estaba reservada para el final. Aquel hombre incansable logró convencer a varios espectadores y los subió a la tarima. Se confundieron con los integrantes del grupo. Había más pies descalzos, más sudor y una energía magnética que invitaba a ondular el cuerpo. “El bullerengue es para que la gente se divierta y beba ron”, sentenció alguna vez el maestro Jesús Pacheco en el libro ”Músicas y prácticas sonoras en el Caribe”.
El movimiento máximo que pude hacer fue el de mi brazo. Me senté en una tienda, ubicada a una cuadra, al terminar el evento, mientras apaciguaba la llovizna que había comenzado a caer. El calor se resistía a desaparecer y parecía acrecentarse, al igual que el sonido de aquella tambora que seguía escuchando con mayor intensidad. Ellos también se quedaron en una esquina y la gente seguía bailando alrededor de la percusión. Eran incansables e impredecibles.