Cuando Vicente Fernández le dijo adiós a Colombia
El último de sus conciertos de despedida en Colombia se prolongó hasta la madrugada del sábado 22 del 2012. Con el vigor de un mancebo y el respaldo de sus voces: la potente, la tumbatecho y rompemicrófonos; y esa voz media, controlada y profunda que le cuesta tanto a sus imitadores.
César Muñoz Vargas
Vámonos, como la invitación de José Alfredo Jiménez al amor rebelde, el que también grabara Vicente Fernández por allá en 1990. Vámonos, en la ruta que nos marca el requinto de Enrique Cortés. Vámonos en esa melodía por la máquina del tiempo a la inspección de Briceño, en la fría sabana. Vámonos a la noche del 21 de septiembre del 2012, cuando el último charro cantó “Para siempre” y dijo adiós, para siempre, a los escenarios de Colombia; así en su corazón se anidara el deseo de volver. De volver volver.
Ahí está Vicente Fernández. Aventándose un trago de tequila, uno de ron y uno de aguardiente. Ahí está, chupándose un cigarrillo, llorando y pidiendo perdón porque al salir a su presentación saludó a Venezuela y no a Colombia. «Bueno, cualquiera se confunde, más con tanto inmigrante», se rumorea dentro del público. «A mi Chente le perdono todo», dice Heidy, una guapa fan que escapa de los besos de su pretendiente para fijarse solo en su ídolo. Ella es muy joven, pero dice que a los quince años ya se había visto todas las películas de ese mariachi de Guadalajara.
(Le recomendamos: Juanes y Fundación Mi Sangre recibirán Premio Internacional de la Paz)
El último de sus conciertos de despedida en Colombia se prolongará hasta la madrugada del sábado 22. Seguirá de largo, con el vigor de un mancebo y el respaldo de sus voces: la potente, la tumbatecho y rompemicrófonos; y esa voz media, controlada y profunda que le cuesta tanto a sus imitadores. Trajo sus voces y a los catorce integrantes del mariachi Azteca, quienes le han seguido el ritmo y el paso en la vertiginosa gira que anunció el Charro de Huentitán desde el pasado febrero, cuando decidió que en el año corriente se retiraba de los escenarios del mundo, excepto los de su México lindo y querido.
Ha dado tantos conciertos de despedida durante los dos últimos meses, en Colombia y en el vecindario, que muchos dudan de que sea el retiro definitivo. En la radio de la mañana un periodista se apresuró con una mofa: «Vicente Fernández se despide más que circo pobre». A algunos les parece que son muchos adioses, otro no creen en esa despedida porque les parece que el charro de charros todavía tiene mucho para dar como el máximo intérprete vivo de rancheras y uno de los mejores de la historia. Chente siempre quiso ser tan bueno y tan famoso como Pedro Infante. O como Javier Solís, a quienes la fatalidad les llegó muy pronto.
«¿Ya me perdonaron?», pregunta cuando termina su tercera canción, “Sublime mujer”, y de la nube vocinglera caen vítores y una seguidilla de procacidades de alguien a quien le pareció gravísimo que Fernández saludara Venezuela. Y suenan mariachis, y el rey de la ranchera empieza con su cuarta cantilena, consciente de que le faltan muchas para dejar a todos contentos y lograr la absolución. Además, valga el tópico, como suele decirlo: «Mientras ustedes no dejen de aplaudir, su Chente les seguirá cantando». Seguro esta noche no será la excepción.
También lo nombran el Ídolo del Pueblo porque ha musicalizado la vida de las esferas más sencillas. Pero esta noche el público es bien heterogéneo, y a ese pueblo que por décadas ha delirado con sus discos y los ha comprado todos no le alcanzó para comprar la más barata de las boletas. Ese pueblo apenas pudo llegar hasta las afueras del parque Jaime Duque a intuir lo ocurrido en el escenario.
(Le puede interesar: ¿Quién era Carlos Marín, el integrante de Il Divo que murió por COVID-19?)
La muchedumbre que rodea el nicho luminoso es una fusión de empresarios, actores, modelos exuberantes, políticos y uno que otro rollizo con mostacho y pinta de hacendado que se ha pasado de licor esperando ver en el proscenio a la estrella de Jalisco. Hay mujeres bonitas a las que parece estorbarles la ropa, cautivas por el frenesí que atizan el canto y las letras del mero macho. Se las saben, se las cantan, se las plañen completas.
Por supuesto que también llegaron los más fieles seguidores, los de toda la vida, los que más allá de los apuros económicos superaron las barreras de los achaques o las enfermedades. Una artista en silla de ruedas que quiere entregarle a Vicente un retrato al carboncillo y tiernos provectos que acomodados en el tropel viajan a la memoria y disfrutan con el show del artista, como lo hicieron en 1980, cuando Fernández vino por primera vez a Colombia.
Chente ya va por la décima canción, se llama “La derrota”. La gente se funde en un emocionante jaleo que alcanza temperaturas insospechadas en la fría sabana de Bogotá. El protocolo se perdió hace un buen rato, se intercambian copas y abrazos entre desconocidos, y los asistentes se empinan sobre sillas y mesas, de otra manera sería imposible apreciar el soberbio espectáculo que está ofreciendo. A dónde va la gente, a donde canta Vicente.
Los mariachis interpretan “Estos celos”, uno de los éxitos jóvenes, y la euforia es total. Hombres y mujeres gritan. Hay jovencitas que quieren comerse a besos a Vicente, como en Serenata huasteca, el hombre las seduce a todas y todas se sienten aludidas en las canciones. Les ha dedicado sus versos. Les canta a las sublimes, a las divinas, a las ajenas, a las prohibidas. Lo dijo cuando reveló la noticia de su retiro: «Voy a cantar a los países donde me entiendan lo que yo canto».
En medio de la ferviente comunión con el público, el artista le cede por unos minutos el micrófono al mayor de sus potrillos, Vicente junior. Canta bien, pero tendrá que cabalgar demasiado para acercarse a la gloria paterna. El mismo vástago no lo puede creer: «Ha sido un regalo maravilloso en este 2012 compartir escenarios con mi padre».
El rey retorna a la tarima en la canción trece, “Vamos a cuidarla más”, una dedicatoria para Cuquita Abarca, su cándida esposa, lo hace a dos voces con junior. Se adueña nuevamente del protagonismo. Continúa cantando sin pausa. ¡De dónde saca tanta energía! No es solo esta noche, son más de cuatro meses por España, Centroamérica y Suramérica. Ahora se oye “Acá entre nos”, y como en algún recital ofrecido en algún palenque mexicano aleja el micrófono de su garganta para cantar a todo pulmón.
Entonces, Vicente se olvida de su mano izquierda ―con la que coge el micrófono― y con la derecha se quita el sombrerón, lo baja a la altura de las chaparreras de sus pantalones, se yergue cual torero en faena y lo vuelve a hacer: «No queda más que confesar que ya no puedo soportar, que estoy odiando sin odiar porque respiro por la heridaaa». ¡Sin palabras! Seguro el cantar despertó a Cuquita, allá en el rancho de Jalisco.
Como en el principio, el maestro Enrique Cortés no ha parado de tañer su guitarra. Arrebujado en el lamento de esas cuerdas, el ídolo pide la ovación más grande de la noche para el guitarrista y el resto de virtuosos intérpretes. Setenta y dos años de vida, muchos de menesteres y trabajos penosos, y muchos más de consagración y éxitos. Todos están franqueando en una penumbra inolvidable, en cada verso y en cada lágrima de un macho que no se apena por llorar. “Se están miando [sic] las niñas de mis ojos”. Al terminar “Bohemio de afición”, recibe un sombrero vueltiao y un tapiz de la Virgen de Guadalupe, íconos de Colombia y México ahora enlazados por gracia de la voz de Vicente Fernández.
Modula “El hijo del pueblo”, parece que con esta acaba. Pero todavía no, sigue cantando. “El rey”. “Pasa derecho”. “Ahora de qué manera te olvido” y continúa con una y otra. México lindo y querido, “La ley del monte”. Al final, una cuarentena de melodías, una por cada año de carrera. Ha recordado e interpretado a Infante, a Javier Solís, a Martín Urieta, a Joan Sebastian y, por supuesto, a José Alfredo Jiménez.
Han transcurrido más de tres horas desde el primer soplo de trompeta. Sucumbieron algunos beodos, pero él está completo y su entonación cada vez mejor. Como una paradoja, finaliza con “Volver volver”. Por ahí dicen que el que mucho se despide pocas ganas tiene de irse, y hoy, ni Vicente ni el exultante público quieren hacerlo. Ha sido el último concierto en Colombia, porque Vicente Fernández Gómez es un hombre de palabra. Se va bajo el infinito cénit de su trayectoria artística.
Alguien creyó morir. Por aquello de que las palabras tienen decreto, alguien creyó morir en ese septiembre de 2012. Vicente Fernández había anunciado la última gira de conciertos en Colombia y ese alguien sentenció: «Así sea lo último que haga en mi vida, pero voy porque voy a ese concierto». ¿Y cómo? Si los precios, si los palcos, si las locaciones para ver al ídolo del pueblo eran imposibles para el pueblo. Pero fue, llegó, vivió el concierto, como vivió para contarlo.
La vida dio vueltas, y en una de esas, se le adelantó Chente, cuya muerte fue oficializada el 12 de diciembre de 2021, para que coincidiera con el solemne homenaje de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe. Como una casualidad, como un hecho forzado, como una trampa al destino, como un último resoplido, como el último aliento del Charro de Huentitán en busca de la Morenita del Tepeyac, y empezar, al igual que la santa patrona, a ser leyenda.
Vámonos, como la invitación de José Alfredo Jiménez al amor rebelde, el que también grabara Vicente Fernández por allá en 1990. Vámonos, en la ruta que nos marca el requinto de Enrique Cortés. Vámonos en esa melodía por la máquina del tiempo a la inspección de Briceño, en la fría sabana. Vámonos a la noche del 21 de septiembre del 2012, cuando el último charro cantó “Para siempre” y dijo adiós, para siempre, a los escenarios de Colombia; así en su corazón se anidara el deseo de volver. De volver volver.
Ahí está Vicente Fernández. Aventándose un trago de tequila, uno de ron y uno de aguardiente. Ahí está, chupándose un cigarrillo, llorando y pidiendo perdón porque al salir a su presentación saludó a Venezuela y no a Colombia. «Bueno, cualquiera se confunde, más con tanto inmigrante», se rumorea dentro del público. «A mi Chente le perdono todo», dice Heidy, una guapa fan que escapa de los besos de su pretendiente para fijarse solo en su ídolo. Ella es muy joven, pero dice que a los quince años ya se había visto todas las películas de ese mariachi de Guadalajara.
(Le recomendamos: Juanes y Fundación Mi Sangre recibirán Premio Internacional de la Paz)
El último de sus conciertos de despedida en Colombia se prolongará hasta la madrugada del sábado 22. Seguirá de largo, con el vigor de un mancebo y el respaldo de sus voces: la potente, la tumbatecho y rompemicrófonos; y esa voz media, controlada y profunda que le cuesta tanto a sus imitadores. Trajo sus voces y a los catorce integrantes del mariachi Azteca, quienes le han seguido el ritmo y el paso en la vertiginosa gira que anunció el Charro de Huentitán desde el pasado febrero, cuando decidió que en el año corriente se retiraba de los escenarios del mundo, excepto los de su México lindo y querido.
Ha dado tantos conciertos de despedida durante los dos últimos meses, en Colombia y en el vecindario, que muchos dudan de que sea el retiro definitivo. En la radio de la mañana un periodista se apresuró con una mofa: «Vicente Fernández se despide más que circo pobre». A algunos les parece que son muchos adioses, otro no creen en esa despedida porque les parece que el charro de charros todavía tiene mucho para dar como el máximo intérprete vivo de rancheras y uno de los mejores de la historia. Chente siempre quiso ser tan bueno y tan famoso como Pedro Infante. O como Javier Solís, a quienes la fatalidad les llegó muy pronto.
«¿Ya me perdonaron?», pregunta cuando termina su tercera canción, “Sublime mujer”, y de la nube vocinglera caen vítores y una seguidilla de procacidades de alguien a quien le pareció gravísimo que Fernández saludara Venezuela. Y suenan mariachis, y el rey de la ranchera empieza con su cuarta cantilena, consciente de que le faltan muchas para dejar a todos contentos y lograr la absolución. Además, valga el tópico, como suele decirlo: «Mientras ustedes no dejen de aplaudir, su Chente les seguirá cantando». Seguro esta noche no será la excepción.
También lo nombran el Ídolo del Pueblo porque ha musicalizado la vida de las esferas más sencillas. Pero esta noche el público es bien heterogéneo, y a ese pueblo que por décadas ha delirado con sus discos y los ha comprado todos no le alcanzó para comprar la más barata de las boletas. Ese pueblo apenas pudo llegar hasta las afueras del parque Jaime Duque a intuir lo ocurrido en el escenario.
(Le puede interesar: ¿Quién era Carlos Marín, el integrante de Il Divo que murió por COVID-19?)
La muchedumbre que rodea el nicho luminoso es una fusión de empresarios, actores, modelos exuberantes, políticos y uno que otro rollizo con mostacho y pinta de hacendado que se ha pasado de licor esperando ver en el proscenio a la estrella de Jalisco. Hay mujeres bonitas a las que parece estorbarles la ropa, cautivas por el frenesí que atizan el canto y las letras del mero macho. Se las saben, se las cantan, se las plañen completas.
Por supuesto que también llegaron los más fieles seguidores, los de toda la vida, los que más allá de los apuros económicos superaron las barreras de los achaques o las enfermedades. Una artista en silla de ruedas que quiere entregarle a Vicente un retrato al carboncillo y tiernos provectos que acomodados en el tropel viajan a la memoria y disfrutan con el show del artista, como lo hicieron en 1980, cuando Fernández vino por primera vez a Colombia.
Chente ya va por la décima canción, se llama “La derrota”. La gente se funde en un emocionante jaleo que alcanza temperaturas insospechadas en la fría sabana de Bogotá. El protocolo se perdió hace un buen rato, se intercambian copas y abrazos entre desconocidos, y los asistentes se empinan sobre sillas y mesas, de otra manera sería imposible apreciar el soberbio espectáculo que está ofreciendo. A dónde va la gente, a donde canta Vicente.
Los mariachis interpretan “Estos celos”, uno de los éxitos jóvenes, y la euforia es total. Hombres y mujeres gritan. Hay jovencitas que quieren comerse a besos a Vicente, como en Serenata huasteca, el hombre las seduce a todas y todas se sienten aludidas en las canciones. Les ha dedicado sus versos. Les canta a las sublimes, a las divinas, a las ajenas, a las prohibidas. Lo dijo cuando reveló la noticia de su retiro: «Voy a cantar a los países donde me entiendan lo que yo canto».
En medio de la ferviente comunión con el público, el artista le cede por unos minutos el micrófono al mayor de sus potrillos, Vicente junior. Canta bien, pero tendrá que cabalgar demasiado para acercarse a la gloria paterna. El mismo vástago no lo puede creer: «Ha sido un regalo maravilloso en este 2012 compartir escenarios con mi padre».
El rey retorna a la tarima en la canción trece, “Vamos a cuidarla más”, una dedicatoria para Cuquita Abarca, su cándida esposa, lo hace a dos voces con junior. Se adueña nuevamente del protagonismo. Continúa cantando sin pausa. ¡De dónde saca tanta energía! No es solo esta noche, son más de cuatro meses por España, Centroamérica y Suramérica. Ahora se oye “Acá entre nos”, y como en algún recital ofrecido en algún palenque mexicano aleja el micrófono de su garganta para cantar a todo pulmón.
Entonces, Vicente se olvida de su mano izquierda ―con la que coge el micrófono― y con la derecha se quita el sombrerón, lo baja a la altura de las chaparreras de sus pantalones, se yergue cual torero en faena y lo vuelve a hacer: «No queda más que confesar que ya no puedo soportar, que estoy odiando sin odiar porque respiro por la heridaaa». ¡Sin palabras! Seguro el cantar despertó a Cuquita, allá en el rancho de Jalisco.
Como en el principio, el maestro Enrique Cortés no ha parado de tañer su guitarra. Arrebujado en el lamento de esas cuerdas, el ídolo pide la ovación más grande de la noche para el guitarrista y el resto de virtuosos intérpretes. Setenta y dos años de vida, muchos de menesteres y trabajos penosos, y muchos más de consagración y éxitos. Todos están franqueando en una penumbra inolvidable, en cada verso y en cada lágrima de un macho que no se apena por llorar. “Se están miando [sic] las niñas de mis ojos”. Al terminar “Bohemio de afición”, recibe un sombrero vueltiao y un tapiz de la Virgen de Guadalupe, íconos de Colombia y México ahora enlazados por gracia de la voz de Vicente Fernández.
Modula “El hijo del pueblo”, parece que con esta acaba. Pero todavía no, sigue cantando. “El rey”. “Pasa derecho”. “Ahora de qué manera te olvido” y continúa con una y otra. México lindo y querido, “La ley del monte”. Al final, una cuarentena de melodías, una por cada año de carrera. Ha recordado e interpretado a Infante, a Javier Solís, a Martín Urieta, a Joan Sebastian y, por supuesto, a José Alfredo Jiménez.
Han transcurrido más de tres horas desde el primer soplo de trompeta. Sucumbieron algunos beodos, pero él está completo y su entonación cada vez mejor. Como una paradoja, finaliza con “Volver volver”. Por ahí dicen que el que mucho se despide pocas ganas tiene de irse, y hoy, ni Vicente ni el exultante público quieren hacerlo. Ha sido el último concierto en Colombia, porque Vicente Fernández Gómez es un hombre de palabra. Se va bajo el infinito cénit de su trayectoria artística.
Alguien creyó morir. Por aquello de que las palabras tienen decreto, alguien creyó morir en ese septiembre de 2012. Vicente Fernández había anunciado la última gira de conciertos en Colombia y ese alguien sentenció: «Así sea lo último que haga en mi vida, pero voy porque voy a ese concierto». ¿Y cómo? Si los precios, si los palcos, si las locaciones para ver al ídolo del pueblo eran imposibles para el pueblo. Pero fue, llegó, vivió el concierto, como vivió para contarlo.
La vida dio vueltas, y en una de esas, se le adelantó Chente, cuya muerte fue oficializada el 12 de diciembre de 2021, para que coincidiera con el solemne homenaje de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe. Como una casualidad, como un hecho forzado, como una trampa al destino, como un último resoplido, como el último aliento del Charro de Huentitán en busca de la Morenita del Tepeyac, y empezar, al igual que la santa patrona, a ser leyenda.