Diez años sin Diomedes Díaz: el cacique que sigue mandando en su tribu
Semblanza del ídolo del vallenato, escrita por un experto en música que también lo considera uno de los grandes ídolos populares colombianos.
Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
Porque de nada sirve el doctor,
si es el ejemplo malo del pueblo,
y el ejemplo mío es mi viejo,
y el ejemplo tuyo yo soy
(Diomedes Díaz, “Mi Muchacho”, 1984).
Carismático, díscolo, enigmático, mamagallista, machista, desordenado, romántico, parrandero, amiguero, rebelde, generoso, drogadicto, enamorado, mujeriego, excéntrico, irresponsable, soñador, megalómano, sentimental, bebedor, callado, bullanguero… Ese fue Diomedes Díaz Maestre, el más grande artista (o, al menos, el más exitoso) que ha dado la música vallenata, el género musical que hasta hace unos pocos años era el que más vendía en Colombia. El impacto que toda Colombia sintió cuando el 22 de diciembre de 2013, hace ya 10 años, se anunció que Diomedes había muerto, demuestra la importancia de este artista dentro de la cultura popular del país, pues sus canciones se convirtieron en la banda sonora para personas de todas las regiones a quienes Diomedes les cantó en su alegría, su tristeza, su parranda, su enamoramiento o su despecho. (Más: Los preseleccionados a los Premios Oscar 2024).
Y es que Diomedes Díaz fue para Colombia lo que Héctor Lavoe para Puerto Rico: un ídolo popular que logró una conexión tan grande con su fanaticada que esta llegó a considerarlo no solo un artista relevante, sino un ídolo de multitudes y una verdadera deidad a la que, incluso, hoy en día le rezan. Precisamente por esto, como a Lavoe, sus admiradores lo malcriaron perdonándole sus reiterativos incumplimientos, sus excesos en la tarima y, por supuesto, hechos terribles como la muerte de una de sus seguidoras, lo cual empañó a una historia de superación, incomparable talento, mucha originalidad, arraigo popular y bastante creatividad.
Cantando versos bonitos
El vallenato empezó a consolidarse en Colombia como el género musical de mayor éxito comercial por diferentes situaciones, muchas de las cuales son evidentes, como, por ejemplo, la gran habilidad de la élite valduparense, que se llamaba a sí misma “vallenata”, para estrechar fuertes vínculos con la élite bogotana de pretensiones nacionales (la de López Michelsen, los Santos, los Samper Pizano...), por medio de la creación del departamento del Cesar en 1967 y la fundación del Festival de la Leyenda Vallenata en 1968. A través del festival, en el que participaron notables juglares y artistas venidos de diferentes lugares, sobre todo de la antigua región del Magdalena Grande, se cuadraron alianzas, se organizaron matrimonios entre jóvenes de la región y delfines del interior del país; se hicieron negocios y se consolidó al evento como uno de los más importantes del país.
Tampoco se puede dejar de lado a la denominada “bonanza marimbera” sustentada en el cultivo y la exportación a gran escala de marihuana —marimba— entre finales de los años sesenta y finales de los años setenta, en lugares como la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, ante el auge por el consumo en Estados Unidos. Ante el flujo de dinero que empezaron a recibir antiguos contrabandistas guajiros, así como integrantes de las élites antiguamente algodoneras y bananeras que vieron en la marihuana una buena fuente de ingresos, los traficantes de “marimba” empezaron a contratar —y a patrocinar— grupos vallenatos a la vez que impulsaban grabaciones y obsequiaban regalos costosos a quienes se iban convirtiendo en notables figuras.
Esto hizo que esta música empezara a ampliar su radio de acción llegando, primero a ciudades como Barranquilla y luego al resto del país, comenzando a adquirir sonoridades acordes con la música que estaba en boga, poniéndose a tono con los nuevos tiempos, lo cual se nota en las letras de algunas canciones y en una instrumentación que acogió una percusión más amplia (con timbales, congas y baterías que se unieron a la caja y la guacharaca), guitarras eléctricas y electroacústicas, teclados y una manera de tocar el bajo que convirtió en virtuosos a muchos de los intérpretes de ese instrumento (y sobre lo cual escribí al recordar al gran José Vásquez, “Quevas”), entre muchos otros aspectos sobre los cuales vale la pena seguir profundizando.
Porque cantando las canciones mías, hasta de fiesta se visten los santos
En el vallenato, a comienzos de los años setenta, se independizó el cantante del acordeonero, con lo cual el denominado “juglar centauro”, como le llamó el cronista Alberto Salcedo Ramos, ese que cantaba y ejecutaba el acordeón al mismo tiempo (como Alejo Durán, Luis Enrique Martínez, Calixto Ochoa o el mismo Alfredo Gutiérrez), empezó a pasar de moda. Así, surgieron grandes vocalistas como Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Beto Zabaleta, Rafael Orozco, Silvio Brito, Farid Ortiz y, como no, el más importante de todos, Diomedes Díaz, quien desde muy joven se diferenció de sus colegas por su aguda voz, afinación y forma particular de interpretar las canciones, haciéndolas sentir como si solo hubieran sido compuestas para él. En esos contextos, Diomedes combinó una gran espontaneidad en el escenario, que le llevaba a narrar sus vivencias, a saludar a sus grandes amigos, a interactuar con bastante facilidad con su público y a exponer una teatralidad que cada vez fue ajustando más y que acompañaba de frases y dichos coloquiales, como: “¡Las vacas pariendo, y yo bebiendo!”; “¡Virgen del Carmen, dame vida, dame salud, que lo demás lo resuelvo yo!”; “¡Que vivan los hombres, de mi papá para acá!”; “¡Que vivan las mujeres, de mi mamá para acá!”; “¡Como Toyota nuevo en carretera destapada!”; “¡Que viva la vida y que mueran los pesares!”; “¡La demora me perjudica!”; “¡Ay! Virgen del Carmen, deme licencia señora, deme licencia”; “¡Se las dejo ahí!”; “¡No es que el zorro sea atrevido, sino que las gallinas se van lejos!”; “Como Diomedes no hay otro / y eso nunca nacería / y si nace no se cría / y si se cría se vuelve loco” y la famosísima “¡Con mucho gusto!”.
Pero fue un carisma excepcional lo que lo destacó por encima de los otros intérpretes, pues la gente se arremolinaba siempre alrededor suyo y, cuando se subía a la tarima, lo observaba en silencio, generándose una especie de éxtasis para quienes presenciaban su espectáculo, al punto que “los seguidores (parecían) más interesados en idolatrarlo a él que en regocijarse con sus canciones” (Salcedo Ramos, 2011).
Se llenó de requisitos
Diomedes, desde muy joven, hizo canciones basadas en todos los sucesos que le acontecían en su vida cotidiana, lo cual llevó a que sus seguidores conocieran su biografía a través de sus éxitos, lo cual es realmente extraño en muchos de los cantautores que, si bien se pueden basar en sus experiencias personales, presentan historias más “genéricas” y no tan particulares. Así, sus fanáticos han oído historias sobre la “ventana marroncita” a donde iba a cantarle serenatas a Patricia Acosta, la madre de varios de sus hijos (“Tres canciones”, 1977); el nombre de sus hijos (sobre todo Rafael Santos, Diomedes de Jesús, Luis Ángel y el Gran Martín Elías, como su padre los llamaba), la vez en que le salió su primera cana (“Mi primera cana”, 1993), la ocasión en que su pequeño hijo Rafael Santos se molestó por un “pencazo” que el cantante le dio porque quería descansar (“Mi muchacho”, 1984), la vez en que molesto por los celos de su esposa decidió irse de la casa (“El cóndor herido”, 1989), el día en que decidió regresar a su hogar (“El regreso del cóndor”, 1992), la vida de su padre en La Junta (“A mi papá”, 1981), el gran dolor por la muerte de su compañero de fórmula, el virtuoso acordeonero Juancho Rois (“Canto celestial”, 1995), las dificultades que tuvo para terminar sus estudios (“El profesional”, 1979), el agradecimiento que sentía por toda su fanaticada (“Para mi fanaticada”, 1980 y “Muchas gracias”, 1996), su vida en el ambiente musical (“Cantando”, 1982, “Una de mis canciones”, 1982 y “Mi vida musical”, 1991), los líos judiciales y problemas de salud que empezó a sufrir con el tiempo (“Volver a vivir”, 1998 y “Experiencias vividas”, 1999), sus innumerables conquistas, desengaños amorosos y llamados a la reconciliación (“Rayito de amor”, 1988; “Brindo con el alma”, 1986; “Gracias a Dios”, 1993; “Título de amor”, 1993; “La doctora”, 1994, “De mi propia raza” y “Lo más sabroso”, 1991) y un balance de lo que había sido su vida hasta ese momento (“26 de mayo”, 1994).
El Mick Jagger del vallenato: ¡parranda, ron y mujé!
Diomedes Díaz pasó a ser considerado una especie de rock star colombiano, lo cual muchos repiten hoy en día, pues, si se repasan las biografías de algunos de los grandes ídolos del rock, con sus excesos, rumbas desenfrenadas, groupies, aclamación popular y conciertos multitudinarios, es evidente que la expresión “sexo, drogas y rock and roll” se acomoda de manera perfecta a la vida y obra de Diomedes Díaz, aunque él hablaba era de “parranda, ron y mujé” y, claro, con el tiempo, de unas cuantas dosis de cocaína, de la que se volvió consumidor a mediados de los años ochenta. De hecho, en alguna ocasión, un periodista le preguntó a Diomedes si se consideraba el “Mick Jagger del vallenato”, ante lo cual este, un tanto sorprendido, respondió: “Yo no sé quién es ese señor, pero me le mandan mis saludos y me le dicen que se venga para parrandear con él un buen rato. ¡Que se venga que aquí lo recibimos con mucho gusto y que mi Dios y la Virgen me lo bendigan!”.
Porque el rey de La Guajira es él
Diomedes empezó grabando un vallenato muy tradicional junto con acordeoneros como Nafer Durán, Elberto “Debe” López y “Colacho” Mendoza. Posteriormente, junto a Gonzalo “El Cocha” Molina, grabó un vallenato con canciones más cercanas al amor o al desamor, con algunos ecos melódicos de la balada y la ranchera (que en muchos casos es el vallenato que se ha denominado “con sentimiento”) y la escogencia de compositores más urbanos, algunos de los cuales habían estudiado en universidades bogotanas y tenían una visión menos parroquial, si se le puede llamar así, de la vida. Con todos estos acordeoneros tuvo notables éxitos que lo convirtieron en un ídolo nacional, pero fue con Juan Humberto “Juancho” Rois, que llegó su consagración definitiva, convirtiéndose en el artista que más discos y conciertos vendía en el país; en el cantante consentido de Sony Music, antes CBS, y en el ídolo insustituible de millones de personas en Colombia. Con Rois, Diomedes grabó seis álbumes, pero fue con Título de amor (1993) que llegó su consagración definitiva con temas que hoy en día siguen sonando como “Mi primera cana”, “Dejala”, “Tú eres la reina”, “Amarte más no puedo”, “El mártir”, “Título de amor” y “Ven conmigo”. Ese álbum fue parrandeado incansablemente por sus seguidores y aclamado por la crítica vallenata. La calidad de los arreglos, la potente voz del cantante, la gran interpretación de los músicos, algunas innovaciones como una guitarra eléctrica muy melódica que, a veces, asemejaba a un teclado, la incorporación de la clave afrocubana y su impacto comercial (que lo acercó al millón de copias) hacen de Título de amor, al menos para mí en el mejor disco de la vida artística de Diomedes Díaz, imprescindible en cualquier antología sobre el vallenato y obligado en cualquier listado sobre los mejores discos de la historia de la música colombiana.
Esta época es además la de sus mejores presentaciones en vivo, pues en aquellos tiempos, la gente sabía cómo iba a empezar una canción, pero no cómo iba a terminar, ya que Diomedes interactuaba en forma constante con el público, se arrodillaba, gesticulaba y agradecía a la Virgen del Carmen; también impulsaba al genial Juancho Rois para que creara nuevos “pases” con su acordeón, e improvisaba nuevos versos que podían ponerlo con facilidad a crear una nueva canción o a cantar un viejo éxito. De hecho, en aquellos momentos, sobre todo entre 1991 y 1994, estar en un concierto de Diomedes Díaz era ver a un artista brillante creando y consolidándose como un verdadero ídolo popular, acompañándose además por un grupo de excelentes músicos (Juancho Rois, Rangel “Maño” Torres, Isaac Carrillo, Jorge Valbuena, Huges Fernández, “Tito” Castilla, Jesualdo Ustariz, Edgar “More” Ovalle, Rafael Orozco —homónimo del cantante de Becerril, Cesar— y otros), que constituían la crema y nata de su género musical.
¡Juancho!
La trágica muerte del acordeonero Juancho Rois el 21 de noviembre de 1994 en un accidente aéreo en Venezuela (en el que murió también el virtuoso bajista Rangel “Maño” Torres y el técnico de acordeones Éudes Granados) fue un durísimo golpe para Diomedes Díaz, pues si bien siguió vendiendo masivamente, con preventas de casi quinientos mil discos, su música empezó a cambiar, perdió un poco de la espontaneidad que lo había acompañado antes y grabó además una serie de canciones con un estilo un tanto diferente, más cercanas al “vallenato romántico” (que algunos críticos denominan “balanato”) que pegaba con gran fuerza en el interior del país. Además, comparado con Juancho Rois, el acordeón de Iván Zuleta sonaba plano, mucho menos creativo y bastante predecible en sus arreglos, aunque estaba en unos zapatos imposibles de calzar. Todo esto se sumó a una vida cada vez más desordenada que muy pronto le pasó factura.
Un dolor profundo en el cuerpo
El asesinato de Doris Adriana Niño, una fanática con quien tenía una relación sentimental, quien apareció sepultada en inmediaciones de Tunja en un episodio escabroso y sobre el cual todavía no hay claridad de lo que pasó; seguida de su encarcelamiento, su postración por el síndrome de Guillain-Barré, su huida de la justicia, de la que se especuló bastante sobre los lugares en los que se escondía y sobre quiénes lo protegían, y su posterior entrega, le quitaron muchos adeptos. De hecho, luego de su excarcelación (durante su reclusión grabó varios discos que siguieron vendiendo masivamente), regresó a los escenarios, pero sin mostrar el brillo de antes, pues si bien su voz siguió siendo bella, ya no tenía la fuerza de antaño, además, se le notó una gran pérdida de movilidad causada por sus dolencias físicas. Con el tiempo, esos problemas se agudizaron y el otrora brillante artista entró en una franca decadencia, cada vez más evidente.
Por otro lado, un gran sector de la opinión pública del país expresó un radical rechazo a Diomedes Díaz, a quien veían como el representante del ascenso del narcotráfico y el paramilitarismo, como un adicto a las drogas, como un rumbero desenfrenado, como el autor de algunos insultos machistas y, sobre todo, como alguien que se burló de la justicia luego de asesinar a una mujer, lo cual, sin duda, hizo mella en su imagen.
Adiós, adiós, ya se va el cóndor herido
Como compositor, Diomedes Díaz está al nivel de los grandes exponentes del vallenato como Rafael Escalona, Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, Calixto Ochoa, Marciano Martínez y Gustavo Gutiérrez, y como intérprete es único e incomparable. De su legado quedan los treinta y tres álbumes que grabó (con ochenta y nueve canciones de su autoría), además de los sencillos y las muchas recopilaciones que hizo Sony y que seguirá haciendo (sin duda alguna, y yo tengo un par de ideas al respecto), además de los tres últimos —y realmente buenos, sobre todo el primer y el tercero— discos que lanzó con el acordeonero Álvaro López (Listo pa’ la foto, 2009; Con mucho gusto caray, 2011, y La vida del artista, 2013). Y, claro, quedan los muchos hijos que engendró con diferentes mujeres a lo largo de su vida, varios de los cuales han intentado seguir sus pasos en las lides musicales.
Diomedes, el Cacique de la Junta, fue uno de los más grandes talentos que ha dado la música colombiana. Como cantante, compositor, intérprete y showman fue incomparable y logró transformar al vallenato, una música que pasó de ser una expresión exclusiva de campesinos en regiones de provincia a transformarse en el género más vendido del país, al menos hasta hace unos pocos años (y sobre la crisis artística y comercial del género vale la pena hablar más adelante). Rápidamente se convirtió en un ídolo de multitudes que sin necesidad de “payola” o manejadores rimbombantes tuvo una carrera de casi cuarenta años, cerca de veinte millones de copias vendidas y más de cien éxitos con los que sus seguidores se sintieron tocados de una u otra forma, pues con su talento llevó su música a todos los sectores de la sociedad colombiana.
Dueño de un carisma desbordante, es claro que pocos cantautores han logrado narrar de tal manera las vivencias de un pueblo, tal y como Diomedes pudo hacerlo. Pero, por supuesto, los contrastes que se le atribuyen a su personalidad son reales, y quizá mucho del daño que hizo también. De hecho, como se dijo en un editorial del diario El Espectador a raíz de su muerte, Diomedes cantó y celebró la vida, pero estiró tanto la cuerda de su propio éxito que terminó por rompérsele en sus narices. Empero, no se puede olvidar que este cantautor dejó un legado artístico maravilloso que pasará a la historia con letras y vivencias que identificaban a las de quienes lo seguían —y siguen— con fanatismo.
Evidentemente, muchos de los hechos de su vida no son dignos de imitar, pero vale la pena decir que aquellos que ven a Diomedes como ídolo y ejemplo deben admirar lo que es digno de admirar y dejar de lado esos hechos cuestionables de su biografía (sin justificarlos u olvidarlos), pues si se tiene el don de convertir en himnos de la vida los relatos de la cotidianidad, sea como sea, dentro de la cultura popular colombiana, el paso a la inmortalidad de Diomedes Díaz, el recordado Cacique de la Junta, estará más que garantizado.
**Este artículo es una versión adaptada de un perfil hecho por el autor para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República (núm. 88) en el que también se hicieron los perfiles de Jairo Varela, Joe Arroyo y Carlos Vives.
* Petrit Baquero es Historiador y Politólogo. Músico y Melómano. Autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014).
Porque de nada sirve el doctor,
si es el ejemplo malo del pueblo,
y el ejemplo mío es mi viejo,
y el ejemplo tuyo yo soy
(Diomedes Díaz, “Mi Muchacho”, 1984).
Carismático, díscolo, enigmático, mamagallista, machista, desordenado, romántico, parrandero, amiguero, rebelde, generoso, drogadicto, enamorado, mujeriego, excéntrico, irresponsable, soñador, megalómano, sentimental, bebedor, callado, bullanguero… Ese fue Diomedes Díaz Maestre, el más grande artista (o, al menos, el más exitoso) que ha dado la música vallenata, el género musical que hasta hace unos pocos años era el que más vendía en Colombia. El impacto que toda Colombia sintió cuando el 22 de diciembre de 2013, hace ya 10 años, se anunció que Diomedes había muerto, demuestra la importancia de este artista dentro de la cultura popular del país, pues sus canciones se convirtieron en la banda sonora para personas de todas las regiones a quienes Diomedes les cantó en su alegría, su tristeza, su parranda, su enamoramiento o su despecho. (Más: Los preseleccionados a los Premios Oscar 2024).
Y es que Diomedes Díaz fue para Colombia lo que Héctor Lavoe para Puerto Rico: un ídolo popular que logró una conexión tan grande con su fanaticada que esta llegó a considerarlo no solo un artista relevante, sino un ídolo de multitudes y una verdadera deidad a la que, incluso, hoy en día le rezan. Precisamente por esto, como a Lavoe, sus admiradores lo malcriaron perdonándole sus reiterativos incumplimientos, sus excesos en la tarima y, por supuesto, hechos terribles como la muerte de una de sus seguidoras, lo cual empañó a una historia de superación, incomparable talento, mucha originalidad, arraigo popular y bastante creatividad.
Cantando versos bonitos
El vallenato empezó a consolidarse en Colombia como el género musical de mayor éxito comercial por diferentes situaciones, muchas de las cuales son evidentes, como, por ejemplo, la gran habilidad de la élite valduparense, que se llamaba a sí misma “vallenata”, para estrechar fuertes vínculos con la élite bogotana de pretensiones nacionales (la de López Michelsen, los Santos, los Samper Pizano...), por medio de la creación del departamento del Cesar en 1967 y la fundación del Festival de la Leyenda Vallenata en 1968. A través del festival, en el que participaron notables juglares y artistas venidos de diferentes lugares, sobre todo de la antigua región del Magdalena Grande, se cuadraron alianzas, se organizaron matrimonios entre jóvenes de la región y delfines del interior del país; se hicieron negocios y se consolidó al evento como uno de los más importantes del país.
Tampoco se puede dejar de lado a la denominada “bonanza marimbera” sustentada en el cultivo y la exportación a gran escala de marihuana —marimba— entre finales de los años sesenta y finales de los años setenta, en lugares como la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, ante el auge por el consumo en Estados Unidos. Ante el flujo de dinero que empezaron a recibir antiguos contrabandistas guajiros, así como integrantes de las élites antiguamente algodoneras y bananeras que vieron en la marihuana una buena fuente de ingresos, los traficantes de “marimba” empezaron a contratar —y a patrocinar— grupos vallenatos a la vez que impulsaban grabaciones y obsequiaban regalos costosos a quienes se iban convirtiendo en notables figuras.
Esto hizo que esta música empezara a ampliar su radio de acción llegando, primero a ciudades como Barranquilla y luego al resto del país, comenzando a adquirir sonoridades acordes con la música que estaba en boga, poniéndose a tono con los nuevos tiempos, lo cual se nota en las letras de algunas canciones y en una instrumentación que acogió una percusión más amplia (con timbales, congas y baterías que se unieron a la caja y la guacharaca), guitarras eléctricas y electroacústicas, teclados y una manera de tocar el bajo que convirtió en virtuosos a muchos de los intérpretes de ese instrumento (y sobre lo cual escribí al recordar al gran José Vásquez, “Quevas”), entre muchos otros aspectos sobre los cuales vale la pena seguir profundizando.
Porque cantando las canciones mías, hasta de fiesta se visten los santos
En el vallenato, a comienzos de los años setenta, se independizó el cantante del acordeonero, con lo cual el denominado “juglar centauro”, como le llamó el cronista Alberto Salcedo Ramos, ese que cantaba y ejecutaba el acordeón al mismo tiempo (como Alejo Durán, Luis Enrique Martínez, Calixto Ochoa o el mismo Alfredo Gutiérrez), empezó a pasar de moda. Así, surgieron grandes vocalistas como Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Beto Zabaleta, Rafael Orozco, Silvio Brito, Farid Ortiz y, como no, el más importante de todos, Diomedes Díaz, quien desde muy joven se diferenció de sus colegas por su aguda voz, afinación y forma particular de interpretar las canciones, haciéndolas sentir como si solo hubieran sido compuestas para él. En esos contextos, Diomedes combinó una gran espontaneidad en el escenario, que le llevaba a narrar sus vivencias, a saludar a sus grandes amigos, a interactuar con bastante facilidad con su público y a exponer una teatralidad que cada vez fue ajustando más y que acompañaba de frases y dichos coloquiales, como: “¡Las vacas pariendo, y yo bebiendo!”; “¡Virgen del Carmen, dame vida, dame salud, que lo demás lo resuelvo yo!”; “¡Que vivan los hombres, de mi papá para acá!”; “¡Que vivan las mujeres, de mi mamá para acá!”; “¡Como Toyota nuevo en carretera destapada!”; “¡Que viva la vida y que mueran los pesares!”; “¡La demora me perjudica!”; “¡Ay! Virgen del Carmen, deme licencia señora, deme licencia”; “¡Se las dejo ahí!”; “¡No es que el zorro sea atrevido, sino que las gallinas se van lejos!”; “Como Diomedes no hay otro / y eso nunca nacería / y si nace no se cría / y si se cría se vuelve loco” y la famosísima “¡Con mucho gusto!”.
Pero fue un carisma excepcional lo que lo destacó por encima de los otros intérpretes, pues la gente se arremolinaba siempre alrededor suyo y, cuando se subía a la tarima, lo observaba en silencio, generándose una especie de éxtasis para quienes presenciaban su espectáculo, al punto que “los seguidores (parecían) más interesados en idolatrarlo a él que en regocijarse con sus canciones” (Salcedo Ramos, 2011).
Se llenó de requisitos
Diomedes, desde muy joven, hizo canciones basadas en todos los sucesos que le acontecían en su vida cotidiana, lo cual llevó a que sus seguidores conocieran su biografía a través de sus éxitos, lo cual es realmente extraño en muchos de los cantautores que, si bien se pueden basar en sus experiencias personales, presentan historias más “genéricas” y no tan particulares. Así, sus fanáticos han oído historias sobre la “ventana marroncita” a donde iba a cantarle serenatas a Patricia Acosta, la madre de varios de sus hijos (“Tres canciones”, 1977); el nombre de sus hijos (sobre todo Rafael Santos, Diomedes de Jesús, Luis Ángel y el Gran Martín Elías, como su padre los llamaba), la vez en que le salió su primera cana (“Mi primera cana”, 1993), la ocasión en que su pequeño hijo Rafael Santos se molestó por un “pencazo” que el cantante le dio porque quería descansar (“Mi muchacho”, 1984), la vez en que molesto por los celos de su esposa decidió irse de la casa (“El cóndor herido”, 1989), el día en que decidió regresar a su hogar (“El regreso del cóndor”, 1992), la vida de su padre en La Junta (“A mi papá”, 1981), el gran dolor por la muerte de su compañero de fórmula, el virtuoso acordeonero Juancho Rois (“Canto celestial”, 1995), las dificultades que tuvo para terminar sus estudios (“El profesional”, 1979), el agradecimiento que sentía por toda su fanaticada (“Para mi fanaticada”, 1980 y “Muchas gracias”, 1996), su vida en el ambiente musical (“Cantando”, 1982, “Una de mis canciones”, 1982 y “Mi vida musical”, 1991), los líos judiciales y problemas de salud que empezó a sufrir con el tiempo (“Volver a vivir”, 1998 y “Experiencias vividas”, 1999), sus innumerables conquistas, desengaños amorosos y llamados a la reconciliación (“Rayito de amor”, 1988; “Brindo con el alma”, 1986; “Gracias a Dios”, 1993; “Título de amor”, 1993; “La doctora”, 1994, “De mi propia raza” y “Lo más sabroso”, 1991) y un balance de lo que había sido su vida hasta ese momento (“26 de mayo”, 1994).
El Mick Jagger del vallenato: ¡parranda, ron y mujé!
Diomedes Díaz pasó a ser considerado una especie de rock star colombiano, lo cual muchos repiten hoy en día, pues, si se repasan las biografías de algunos de los grandes ídolos del rock, con sus excesos, rumbas desenfrenadas, groupies, aclamación popular y conciertos multitudinarios, es evidente que la expresión “sexo, drogas y rock and roll” se acomoda de manera perfecta a la vida y obra de Diomedes Díaz, aunque él hablaba era de “parranda, ron y mujé” y, claro, con el tiempo, de unas cuantas dosis de cocaína, de la que se volvió consumidor a mediados de los años ochenta. De hecho, en alguna ocasión, un periodista le preguntó a Diomedes si se consideraba el “Mick Jagger del vallenato”, ante lo cual este, un tanto sorprendido, respondió: “Yo no sé quién es ese señor, pero me le mandan mis saludos y me le dicen que se venga para parrandear con él un buen rato. ¡Que se venga que aquí lo recibimos con mucho gusto y que mi Dios y la Virgen me lo bendigan!”.
Porque el rey de La Guajira es él
Diomedes empezó grabando un vallenato muy tradicional junto con acordeoneros como Nafer Durán, Elberto “Debe” López y “Colacho” Mendoza. Posteriormente, junto a Gonzalo “El Cocha” Molina, grabó un vallenato con canciones más cercanas al amor o al desamor, con algunos ecos melódicos de la balada y la ranchera (que en muchos casos es el vallenato que se ha denominado “con sentimiento”) y la escogencia de compositores más urbanos, algunos de los cuales habían estudiado en universidades bogotanas y tenían una visión menos parroquial, si se le puede llamar así, de la vida. Con todos estos acordeoneros tuvo notables éxitos que lo convirtieron en un ídolo nacional, pero fue con Juan Humberto “Juancho” Rois, que llegó su consagración definitiva, convirtiéndose en el artista que más discos y conciertos vendía en el país; en el cantante consentido de Sony Music, antes CBS, y en el ídolo insustituible de millones de personas en Colombia. Con Rois, Diomedes grabó seis álbumes, pero fue con Título de amor (1993) que llegó su consagración definitiva con temas que hoy en día siguen sonando como “Mi primera cana”, “Dejala”, “Tú eres la reina”, “Amarte más no puedo”, “El mártir”, “Título de amor” y “Ven conmigo”. Ese álbum fue parrandeado incansablemente por sus seguidores y aclamado por la crítica vallenata. La calidad de los arreglos, la potente voz del cantante, la gran interpretación de los músicos, algunas innovaciones como una guitarra eléctrica muy melódica que, a veces, asemejaba a un teclado, la incorporación de la clave afrocubana y su impacto comercial (que lo acercó al millón de copias) hacen de Título de amor, al menos para mí en el mejor disco de la vida artística de Diomedes Díaz, imprescindible en cualquier antología sobre el vallenato y obligado en cualquier listado sobre los mejores discos de la historia de la música colombiana.
Esta época es además la de sus mejores presentaciones en vivo, pues en aquellos tiempos, la gente sabía cómo iba a empezar una canción, pero no cómo iba a terminar, ya que Diomedes interactuaba en forma constante con el público, se arrodillaba, gesticulaba y agradecía a la Virgen del Carmen; también impulsaba al genial Juancho Rois para que creara nuevos “pases” con su acordeón, e improvisaba nuevos versos que podían ponerlo con facilidad a crear una nueva canción o a cantar un viejo éxito. De hecho, en aquellos momentos, sobre todo entre 1991 y 1994, estar en un concierto de Diomedes Díaz era ver a un artista brillante creando y consolidándose como un verdadero ídolo popular, acompañándose además por un grupo de excelentes músicos (Juancho Rois, Rangel “Maño” Torres, Isaac Carrillo, Jorge Valbuena, Huges Fernández, “Tito” Castilla, Jesualdo Ustariz, Edgar “More” Ovalle, Rafael Orozco —homónimo del cantante de Becerril, Cesar— y otros), que constituían la crema y nata de su género musical.
¡Juancho!
La trágica muerte del acordeonero Juancho Rois el 21 de noviembre de 1994 en un accidente aéreo en Venezuela (en el que murió también el virtuoso bajista Rangel “Maño” Torres y el técnico de acordeones Éudes Granados) fue un durísimo golpe para Diomedes Díaz, pues si bien siguió vendiendo masivamente, con preventas de casi quinientos mil discos, su música empezó a cambiar, perdió un poco de la espontaneidad que lo había acompañado antes y grabó además una serie de canciones con un estilo un tanto diferente, más cercanas al “vallenato romántico” (que algunos críticos denominan “balanato”) que pegaba con gran fuerza en el interior del país. Además, comparado con Juancho Rois, el acordeón de Iván Zuleta sonaba plano, mucho menos creativo y bastante predecible en sus arreglos, aunque estaba en unos zapatos imposibles de calzar. Todo esto se sumó a una vida cada vez más desordenada que muy pronto le pasó factura.
Un dolor profundo en el cuerpo
El asesinato de Doris Adriana Niño, una fanática con quien tenía una relación sentimental, quien apareció sepultada en inmediaciones de Tunja en un episodio escabroso y sobre el cual todavía no hay claridad de lo que pasó; seguida de su encarcelamiento, su postración por el síndrome de Guillain-Barré, su huida de la justicia, de la que se especuló bastante sobre los lugares en los que se escondía y sobre quiénes lo protegían, y su posterior entrega, le quitaron muchos adeptos. De hecho, luego de su excarcelación (durante su reclusión grabó varios discos que siguieron vendiendo masivamente), regresó a los escenarios, pero sin mostrar el brillo de antes, pues si bien su voz siguió siendo bella, ya no tenía la fuerza de antaño, además, se le notó una gran pérdida de movilidad causada por sus dolencias físicas. Con el tiempo, esos problemas se agudizaron y el otrora brillante artista entró en una franca decadencia, cada vez más evidente.
Por otro lado, un gran sector de la opinión pública del país expresó un radical rechazo a Diomedes Díaz, a quien veían como el representante del ascenso del narcotráfico y el paramilitarismo, como un adicto a las drogas, como un rumbero desenfrenado, como el autor de algunos insultos machistas y, sobre todo, como alguien que se burló de la justicia luego de asesinar a una mujer, lo cual, sin duda, hizo mella en su imagen.
Adiós, adiós, ya se va el cóndor herido
Como compositor, Diomedes Díaz está al nivel de los grandes exponentes del vallenato como Rafael Escalona, Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, Calixto Ochoa, Marciano Martínez y Gustavo Gutiérrez, y como intérprete es único e incomparable. De su legado quedan los treinta y tres álbumes que grabó (con ochenta y nueve canciones de su autoría), además de los sencillos y las muchas recopilaciones que hizo Sony y que seguirá haciendo (sin duda alguna, y yo tengo un par de ideas al respecto), además de los tres últimos —y realmente buenos, sobre todo el primer y el tercero— discos que lanzó con el acordeonero Álvaro López (Listo pa’ la foto, 2009; Con mucho gusto caray, 2011, y La vida del artista, 2013). Y, claro, quedan los muchos hijos que engendró con diferentes mujeres a lo largo de su vida, varios de los cuales han intentado seguir sus pasos en las lides musicales.
Diomedes, el Cacique de la Junta, fue uno de los más grandes talentos que ha dado la música colombiana. Como cantante, compositor, intérprete y showman fue incomparable y logró transformar al vallenato, una música que pasó de ser una expresión exclusiva de campesinos en regiones de provincia a transformarse en el género más vendido del país, al menos hasta hace unos pocos años (y sobre la crisis artística y comercial del género vale la pena hablar más adelante). Rápidamente se convirtió en un ídolo de multitudes que sin necesidad de “payola” o manejadores rimbombantes tuvo una carrera de casi cuarenta años, cerca de veinte millones de copias vendidas y más de cien éxitos con los que sus seguidores se sintieron tocados de una u otra forma, pues con su talento llevó su música a todos los sectores de la sociedad colombiana.
Dueño de un carisma desbordante, es claro que pocos cantautores han logrado narrar de tal manera las vivencias de un pueblo, tal y como Diomedes pudo hacerlo. Pero, por supuesto, los contrastes que se le atribuyen a su personalidad son reales, y quizá mucho del daño que hizo también. De hecho, como se dijo en un editorial del diario El Espectador a raíz de su muerte, Diomedes cantó y celebró la vida, pero estiró tanto la cuerda de su propio éxito que terminó por rompérsele en sus narices. Empero, no se puede olvidar que este cantautor dejó un legado artístico maravilloso que pasará a la historia con letras y vivencias que identificaban a las de quienes lo seguían —y siguen— con fanatismo.
Evidentemente, muchos de los hechos de su vida no son dignos de imitar, pero vale la pena decir que aquellos que ven a Diomedes como ídolo y ejemplo deben admirar lo que es digno de admirar y dejar de lado esos hechos cuestionables de su biografía (sin justificarlos u olvidarlos), pues si se tiene el don de convertir en himnos de la vida los relatos de la cotidianidad, sea como sea, dentro de la cultura popular colombiana, el paso a la inmortalidad de Diomedes Díaz, el recordado Cacique de la Junta, estará más que garantizado.
**Este artículo es una versión adaptada de un perfil hecho por el autor para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República (núm. 88) en el que también se hicieron los perfiles de Jairo Varela, Joe Arroyo y Carlos Vives.
* Petrit Baquero es Historiador y Politólogo. Músico y Melómano. Autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014).