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El affaire “+57″: mirada sobre el reggaetón, la música popular y el puritanismo

Dos músicos analizan el debate público generado por la producción musical de Karol G y sus amigos, y la que consideran una “nueva cruzada moralista”. Ensayo.

Petrit Baquero* y Sokol Zamarra** / Especial para El Espectador
26 de noviembre de 2024 - 03:00 p. m.
“+57″ es una canción interpretada por Karol G, J Balvin, Maluma, Blessd, Feid y Ryan Castro, todos artistas paisas —una “colombian gang”, como dicen al comienzo— con bastante reconocimiento nacional e internacional, además de DFZM, un novel cantautor, y, Ovy on the Drums, uno de los productores más solicitados de la denominada “música urbana”.
“+57″ es una canción interpretada por Karol G, J Balvin, Maluma, Blessd, Feid y Ryan Castro, todos artistas paisas —una “colombian gang”, como dicen al comienzo— con bastante reconocimiento nacional e internacional, además de DFZM, un novel cantautor, y, Ovy on the Drums, uno de los productores más solicitados de la denominada “música urbana”.
Foto: Instagram @maluma
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“¿Alguien puede pensar en los niños?”

En 1985, un grupo de madres de familia, liderado por Tipper Gore, esposa del entonces senador por Tennessee Al Gore, armó un escándalo que llegó a varios medios de comunicación y, por su gran influencia, al Congreso de Estados Unidos, porque descubrió que su hija adolescente estaba oyendo una canción que, según dijo, hablaba de una joven que se “masturbaba con una revista”. Esa canción era “Darling Nikki” del álbum Purple Rain de Prince, cuyo “terrible” mensaje llevó a que la señora Gore y otras mujeres con opiniones similares (Pam Howar, esposa de un poderoso constructor; Susan Baker, esposa del secretario del Tesoro James Baker, y Sally Nevius, esposa de un importante empresario) manifestaran su honda preocupación por la música que los niños y jóvenes de su país estaban oyendo, pues esta, al parecer incitaba al sexo, sobre todo al sexo adolescente e irresponsable, y de ahí seguramente a otras cosas como la violencia y el consumo de ciertas sustancias que, en tiempos del recrudecimiento de la “guerra contra las drogas” en el gobierno de Ronald Reagan, era uno de los grandes enemigos a combatir. Por eso, como pasó con la ya clásica frase de la esposa del Reverendo Alegría de Los Simpson y, sobre todo, como ocurre con muchos de los que, para imponer una agenda particular, se escudan en los más pequeños, la señora Gore dijo en varias entrevistas: “¿alguien puede pensar en los niños?”.

Esto generó una nueva “cacería de brujas” que recordaba, obviamente guardando las proporciones, al macartismo de los años cincuenta, que sacó a la palestra las letras de las canciones y actitudes de algunos “rockeros” y otros tantos cantantes pop y de otros géneros, cuya música empezó a ser señalada por esos sectores de “incitadora de malas prácticas, costumbres y conductas”, e incluso de blasfema. “La música —decían— debe dejar un buen mensaje y, si se quiere, una lección frente a los comportamientos cuestionables de las personas” o, tal vez también, no tocar temas ciertos temas inmorales que puedan generar “malas interpretaciones”. Dichas posturas, que empezaron a recibir apoyo de varios políticos y algunos periodistas, sustentadas además en un poderoso lobby llamado Parents Music Resouce Center, impulsaron debates en escenarios como el Senado y varios medios de comunicación que contaron en unas cuantas ocasiones con la participación de personajes estelares, como el brillante músico Frank Zappa, quien, con bastante elocuencia (llamando, por ejemplo, a Gore y sus compañeras “Mothers of Prevention” aludiendo a su banda “Mothers of Invention”), defendió el derecho de cada quien, en el contexto de su proceso creativo, a escribir y componer lo que quiera, pues el arte, dijo, “jamás deberá ser objeto de censura”.

En poco tiempo, y con el impulso de los medios de comunicación, las posiciones encontradas se expusieron ampliamente, dejando interesantes reflexiones, a pesar de algunos individuos, generalmente de la derecha cristiana más fundamentalista, que insistieron en prohibir a los géneros musicales y artistas que los interpretaban. Si bien la discusión continuó, al final la industria musical, en cabeza de la Recording Industry Association of America (RIAA), aceptó poner de ahí en adelante en la portada de los discos una etiqueta con la frase “Parental Advisory Explicit Content”, tranquilizando de cierta manera a aquella gente que decía estar tan preocupada por la moral y las buenas costumbres de la sociedad y, sobre todo, de los más jóvenes. Con esta etiqueta, los padres supuestamente podrían saber qué música era “peligrosa” para sus hijos, a veces permeados por las “locuras de la juventud” y, peor aún, de costumbres foráneas pecaminosas y contrarias al deber ser de una persona “correcta”, como, según decían algunos, pasaba con el comunismo, la promiscuidad sexual y el consumo de sustancias alteradoras de conciencia.

La discusión es, sin duda, válida, y sus conclusiones no son absolutas, pero es evidente que lo que había de fondo allí, además del talante ultraconservador de unos grupos en una sociedad doblemoralista, era el disfraz que, sustentado en valores particulares, escondía los sesgos estéticos y el temor a nuevas miradas de la realidad por parte de quienes no quieren que el mundo y la sociedad cambien. Y que no se malentienda, porque sé que hay quienes tienen una genuina preocupación por las expresiones artísticas y declaraciones públicas que pueden fomentar determinados comportamientos, si se quiere, “problemáticos” (aunque ya afirmar eso es, precisamente, problemático), pero, por eso mismo es que vale la pena observar que hay otros que disfrazan su gusto y, sobre todo, disgusto, con un tufillo clasista y estéticamente elitista, frente a otras gentes, costumbres y expresiones, para determinar qué es arte y qué no lo es; qué es valioso y qué no lo es; qué es “buena música” y qué no lo es, y qué es “moralmente bueno” y qué no lo es.

Por cierto, vale decir que lo del sellito del “parental advisory” no fue tan efectivo como se esperaba y, de hecho, benefició a la misma industria musical y a unos cuantos artistas, porque para muchos jóvenes de los años posteriores cualquier objeto que tuviera dicha etiqueta se volvía mucho más atractivo, pues le confería un carácter “prohibido”, rebelde y crítico del orden establecido, y eso, sobre todo en la juventud (y menos mal que es así), siempre llamará la atención.

Digo todo esto, porque recordé esa historia, claro, con las debidas particularidades del caso, al observar el escándalo que por estos días se desató con aquella canción que varios de los más populares cantantes de reggaetón colombianos, la mayoría paisas, compuso y grabó para hacerle, según se creyó en un comienzo, un homenaje al país (se llama “+57″, como el indicativo para llamar a Colombia desde el exterior), pero que resultó muy criticada, no tanto por su melodía, armonía, ritmo e interpretaciones (que también), sino sobre todo por razones morales, al punto de acusarla de promover la pedofilia, el abuso de menores y el consumo irresponsable de drogas y alcohol.

Frente a esto, si bien no niego que pueda haber allí una mención de ciertos valores cuestionables (con todo y lo difícil que es señalar eso tajantemente), sobre todo en ciudades como Medellín, en las que existen complejas —y problemáticas— situaciones, es evidente que la canción desató una mirada inquisidora que acusó a una expresión estética que desde su emergencia hace más de 20 años no gusta a ciertos sectores sociales (particularizados, más por su consumo cultural que por su posición socioeconómica), porque la señalan de ser “portadora de malas costumbres” y, a la vez, poco valiosa musicalmente. Este hecho, en tiempos de tantas indignaciones de momento que quedan sepultadas por las que vienen, puede olvidarse rápidamente, pero, por el impacto, para mí, sorprendente, que esta música y estos cantantes han conseguido, a veces de manera vertiginosa, en grandes porciones de la sociedad, no solo de Colombia sino del mundo, la discusión se fue haciendo cada vez más grande. Total, en este caso, como en todos, siempre valdrá la pena ver más allá de lo evidente.

El reggaetón: de la calle al mainstream y después a la defensa hedonista del statu quo

El denominado reggaetón (o reguetón), como todas las expresiones musicales, se fue desarrollando, y lo sigue haciendo, a través de un proceso que puede ser largo o corto dependiendo del punto de partida que se tenga. Su raíz más evidente es la música jamaiquina que desde hace décadas tiene en el dancehall y su vertiente el raggamuffin, con sus múltiples relaciones con otras músicas, de antes y ahora, a su manifestación más contemporánea y “comercial”. Su influjo está presente en gran parte de la música más popular que suena en todo el mundo y encontró en Panamá, desde los años ochenta y de pronto un poco antes, un escenario importante que empezó a desarrollar esos ritmos cantándolos en español con diferentes nombres que fueron impuestos por la industria musical, siempre ávida de vender masivamente lo que sea.

Al raggamuffin en español, principalmente panameño, se le llamó en su momento meneíto o ragga, entre otros nombres, con importantes artistas como Nando Boom, “El General”, “El Gaby”, “El Chombo” y sus “Cuentos de la Cripta”; “La Factoría”, Aldo Ranks y otros, que se popularizaron masivamente en distintos lugares del continente, principalmente del Caribe, como Puerto Rico y República Dominicana, donde empezó a difundirse, primero de manera subterránea entre algunos gomosos, luego en las grandes discotecas y finalmente en las emisoras más comerciales. Al tiempo, comenzaron a desarrollarse exitosas versiones locales, las cuales, en muchos casos, no necesitaban de músicos curtidos (es más, ni siquiera de músicos), pues con un programa de computador, un ritmo creado con un pequeño teclado o una pista rítmica previamente establecida se componían “canciones” con temáticas que, generalmente, abordaban lo que pasaba en la calle con su cotidianidad, personajes particulares, momentos jocosos, ambiciones consumistas, expresiones de violencia y, por supuesto, situaciones y pretensiones sexuales. Y todo eso se relataba de manera cruda, directa y escueta, contrastando con la música que desde arriba promovía la industria musical y que tiempo atrás ya había perdido su carácter callejero, rebelde y contestatario para convertirse generalmente en una expresión corporativa, estandarizada, “correcta”, “limpia” e inofensiva de la realidad, al menos en apariencia.

Poco a poco, esta música empezó a popularizarse con muchos elementos que ya estaban presentes en la música del Caribe y el hip-hop de Estados Unidos: una base rítmica electrónica, samplers de temas conocidos del pasado, historias rapeadas o sutilmente cantadas con melodías muy sencillas, temáticas cotidianas y callejeras, muchas veces agresivas, y evidentes referencias sexuales. Su base rítmica, si bien ha ido variando, continúa siendo en esencia la misma, la cual, por cierto, comenzó a ser denominada “dembow”, por una canción del jamaiquino Shaba Ranks, con producción de los también jamaiquinos Steely & Cleavie, cuyo nombre era precisamente “Dem Bow”. Con esto, aquella música que provenía de las calles del Caribe, encontró en Puerto Rico un importante escenario para su desarrollo, al punto que, en cuestión de pocos años, antiguos raperos la adoptaron y otros más nuevos la consideraron propia, pues, además, su ritmo base podía ser también una versión electrónica de la bomba, esa música tradicional puertorriqueña que, como tumbao caribeño, cabía perfectamente en los patrones de ese nuevo estilo. Y bien pronto, esa música se difundió en diferentes lugares de Puerto Rico, a través de populares maratones de lo que se conocía genéricamente como “reggae”, llevando a que la mezcla de las palabras “reggae” y “maratón” (que, según dicen, hizo Daddy Yankee), diera origen al término “reggaetón”.

Principalmente, por las características particulares de Puerto Rico, un estado libre asociado a Estados Unidos que, por eso mismo, tiene canales de producción, promoción y distribución poderosos, esta música ya denominada “reggaetón”, que había conquistado a la industria de la isla, se popularizó y expandió, primero por América Latina y Estados Unidos, y luego el resto del mundo con artistas que, en poco tiempo, se convirtieron en súper estrellas internacionales que aparecían en películas de Hollywood, grababan con las más reconocidas luminarias del pop y vendían millones de discos. Nombres como Tego Calderón (para mí, el mejor de todos, y de lejos), Daddy Yankee, Don Omar, Ivy Queen, Vico C, Julio Voltio y Héctor & Tito, entre muchos más, empezaron a acaparar todos los premios de la industria musical y a llenar escenarios en muchos lugares del mundo. Mención aparte merece el grupo Calle 13, que si bien comenzó grabando un reggaetón bien particular que vislumbraba alcances bastante novedosos con altas aspiraciones artísticas, decidió desmarcarse para ampliar sus expresiones sonoras, por lo que prácticamente, ni este grupo ni su frontman René Pérez “Residente”, ya en su etapa como solista, pueden ubicarse completamente dentro del género.

Pero la industria del entretenimiento es muy astuta y, en un contexto de cambios radicales en la manera en que se consume la música y, en general, muchas de las propuestas culturales que aparecen con éxito, se apropió de esa expresión rebelde, callejera y surgida desde los márgenes o, al menos, las capas bajas de la sociedad, para transformarla, producirla y promocionarla a su manera (pues “ese es el negocio, socio”). Con esto, el reggaetón, como había pasado antes con otros géneros, se empaquetó, simplificó y, si se quiere, “blanqueó”, quitándole el componente callejero, por lo que dejo de ser, al menos en gran medida, un símbolo de rebeldía urbana para convertirse en una nueva expresión del denominado mainstream que, sin perder ese componente hedonista de rumba, sexo y plata, promueve un sistema y un contexto social sin cuestionarlo.

En este escenario, el éxito masivo de esta música, cuyo germen ya se conocía previamente, pues había estado rondando por muchos años, llevó a que muchos en otros lugares empezaran también a crear, producir y presentar propuestas con características propias, aunque sin dejar de lado la adopción (o más concretamente, imitación) de dejos, acentos y expresiones del reggaetón boricua. Además, la simpleza, pero fuerza de su ritmo electrónico y la facilidad de la mayoría de sus melodías, permitió que muchas personas de diferentes lugares que incluso no provienen del Caribe empezaran a consumirlo y, posteriormente, desarrollarlo. Así, hay reggaetón mexicano, chileno, argentino, español, venezolano, dominicano y, por supuesto, colombiano, el cual, a la par de Puerto Rico, o incluso más lejos, comenzó a tener mucho éxito, con Medellín, la antigua capital discográfica de Colombia (con tradicionales sellos como Sonolux, Codiscos, Victoria y Fuentes), como la nueva meca del género y figuras, algunas consolidadas y otras emergentes, pero ya muy populares, como J Balvin, Maluma, Karol G, Ryan Castro, Blessd y Feid, entre otros, muchos de los cuales, vale decir, yo no conocía hasta hace poco, pero que resulté viendo con millones de seguidores en todo el mundo, jugando partidos de fútbol con Ronaldinho (“plata es plata”, decía un político por ahí) y sonando en las discotecas de cualquier lugar de la tierra (increíble, pero cierto).

En ese contexto, a diferencia de los artistas puertorriqueños, muchos de los cuales han sido parte activa de protestas públicas frente a los gobernantes de su isla, los reggaetoneros colombianos no han desarrollado una mentalidad política compleja y crítica, ni frente al sistema sociopolítico ni a los gobernantes que lo encarnan. De hecho, es diciente que la música que acompañó algunos de los diferentes procesos de rebeldía recientes en el país, como el denominado “estallido social”, prácticamente no tuvo al reggaetón como “banda sonora” y sí a una variedad de ritmos, estilos y artistas que se manifiesta permanentemente, así no cuente con los canales de difusión y el aparato publicitario que tienen los reggaetoneros. En esa medida, el reggaetón comercial colombiano, y, sobre todo, paisa, es, si se quiere, aspiracional dentro de un sistema —el capitalismo más salvaje— y validador del statu quo. Además, al haber sido ya parte de una industria que intenta imponer de arriba hacia abajo lo que suena, no ha significado en general una expresión de rebeldía de los barrios populares de las ciudades colombianas, sino una moda que sirve como nuevo traje del pop y la balada más comercial, e incluso del chucu chucu, para vender lo que antes se había vendido con otros ritmos. Eso no es extraño, pues la industria musical en Colombia es generalmente conservadora, por lo que las principales figuras del reggaetón local son paisas blancos de clase media con miradas distintas a las que muchas veces existen en determinados sectores, todavía proclives a géneros “viejos” como la salsa, el tango o el hip-hop de vieja escuela, y no ha contemplado masivamente a artistas de Buenaventura, el distrito de Aguablanca en Cali o el Urabá (que, pegadito a Panamá, siente al ragga como propio y se nutre también de la champeta cartagenera). Por eso, si bien el reggaetón paisa adopta muchas veces las estéticas callejeras de barrios populares que recuerdan los tiempos del “bling bling” del “gangsta rap” (que en Medellín tiene referentes obvios por la historia de violencia de la ciudad y la admiración que, para estupor de muchos, genera Pablo Escobar en algunos extranjeros), tiene características sonoras y temáticas, mucho más suaves y cercanas, si se quiere, al pop que al denominado “reggaetón de la mata”, a pesar, y conviene decirlo, de las distintas colaboraciones que se han hecho entre colombianos y puertorriqueños.

Se puede afirmar a la vez (y soy bien subjetivo con esto), que el reggaetón colombiano ha sido, salvo algunas excepciones interesantes, poco ambicioso artísticamente, pues, al menos en apariencia, el principal objetivo de sus figuras es entretener sin muchas complicaciones y, por supuesto, ganar dinero y reconocimiento (y tomarse la respectiva foto o hacer un video “casual” en su avión privado), algo muy diferente a lo que pasó en su momento con el hip-hop, que si bien empezó en los barrios populares del Bronx, tal vez con pocas pretensiones, con el tiempo presentó obras ambiciosas, al mejor estilo del rock progresivo de los años setenta, o incluso más allá de eso.

Tal vez por eso mismo, además de su innegable éxito, al menos a nivel comercial y económico, el reggaetón tiene desde el comienzo muchos “odiadores” que lo consideran pobre musicalmente y lleno de letras vacías, misóginas y peligrosas para una sociedad con un frágil tejido social y numerosas manifestaciones —y tradiciones— de violencia. Y esto, teniendo en cuenta el impacto que el género y sus figuras causa en numerosas personas, principalmente jóvenes, plantea interrogantes entre quienes no comparten los mensajes que se transmiten a través de algunas canciones. Total, no es la primera vez que la música popular aborda temáticas que pueden ser cuestionables para algunos sectores de la sociedad, pero es el reggaetón el que hoy en día, por su popularidad e impacto a nivel mundial, el que se lleva las peores críticas.

En esta medida, es posible que, por su sonoridad, los valores que comparte, que son realmente los mismos del capitalismo más extremo y sin cortapisas, ese que busca plata a como dé lugar y de la manera que sea, y la falta de calidad de algunos de sus intérpretes más reconocidos, al menos bajo los criterios que antes se tenían para evaluar a un artista, es que algunos manifiestan un rechazo tajante al reggaetón. Y a esto se suma que califican a su estética visual y sonora como “ñera”, “boleta” y sin estilo, con una mirada que ha tenido implícito un componente de clasismo frente a un mundo que no se conoce, comparte y entiende, y, por ende, se rechaza (como si el uso de tatuajes, por ejemplo, no fuera desde hace rato una moda generalizada). Y, claro, esa percepción saca a relucir argumentos de índole moral que emergen cuando se lanzan determinadas canciones con sus respectivos videos para, muchas veces, sustentar el sesgo estético que se tiene. Estas críticas, que no se dan solo en Colombia, puede que hayan contribuido a que el género a veces sea vergonzante, pues empezó a llamarse a sí mismo, y desde hace rato, “música urbana”, aunque también tal vez (no se deja de lado esto) por la irrupción del trap y figuras como el puertorriqueño Bad Bunny, quien no hace preponderantemente reggaetón.

Y en medio de toda esta historia que, al parecer, tiene muchos capítulos por escribir, recientemente ocho reggaetoneros colombianos lanzaron la canción “+57″, con bastantes expectativas comerciales (que, al parecer, se han cumplido con creces), aunque recibiendo fuertes cuestionamientos por su calidad artística y, sobre todo, el mensaje que esta transmite, al punto de que algunos han llegado a descalificar a los artistas, tal y como pasó con esos grupos que se escandalizaron por una canción de Prince en 1985, pidiendo su censura y, como se dice ahora, tajante cancelación.

El consumo cultural, los defensores del “buen gusto” y la compleja realidad

El consumo cultural, con todo y sus complejidades, ha sido, entre otras cosas, un medio de distinción social, ya que unos gustos específicos sustentados en contextos sociales, económicos y políticos mediante industrias establecidas, aparatos de propaganda, proyectos gubernamentales, intereses variados y sociedades jerarquizadas, son vitales para configurar sentidos de pertenencia —o no— de las personas, individual y colectivamente, a determinados espacios y procesos sociales. Esto es diciente para observar la manera en que algunos sectores respaldan ciertas prácticas culturales en sus intentos de interpretar y adaptarse al mundo, y, sobre todo, legitimar una posición preponderante, o de lo que se cree como tal, así no sea la propia. Para esto, apelan a tradiciones, a veces de muchos años; juicios de valor con pretensiones universales e ideologías particulares que establecen miradas sobre “el otro” y construyen percepciones acerca de determinada manera de estar en el mundo. En esta vía es que se han establecido percepciones de lo que se ha denominado “alta” y “baja” cultura, calificando como esta última, muchas veces, a las expresiones provenientes de poblaciones subordinadas que podrían generar, para algunos, manifestaciones peligrosas, o al menos molestas, para el sostenimiento de un orden social y político particular.

Pero ha ocurrido, y hay infinidad de ejemplos al respecto, que muchas de esas expresiones que eran consideradas de “baja calidad”, “elementales”, “pecaminosas”, “vulgares”, “no civilizadas” y moralmente reprochables, fueron ganando legitimidad en los espacios de poder, convirtiéndose incluso en los símbolos de identidad de comunidades imaginadas (como una nación), lo cual va desde las músicas folclóricas que pueden dar el paso, con ayuda de los aparatos comerciales, a convertirse en músicas populares. Sin embargo, así como algunas músicas fueron adquiriendo, de una forma u otra, un estatus diferente y les aparecieron rápidamente defensores —que suelen ser bastante conservadores— intentando que estas permanezcan incólumes, otras expresiones pueden ir haciéndose visibles y ganando adeptos, aunque resulten siendo rechazadas por los autodenominados cultores del “buen gusto”, muchos de los cuales en el pasado —porque la situación es paradójica— podían haber recibido críticas similares.

Así, del jazz se llegó a decir que era “la música del Diablo” y que, al hacer bailar desaforadamente a la gente (sí, en un comienzo, el jazz se bailaba), fomentaba el “descontrol” y la indisciplina, lo cual se sumaba a que era creado y ejecutado en su mayoría por afroamericanos, es decir, un sector particular de la población discriminado y muchas veces perseguido, en tiempos, por cierto, en que el fin de la esclavitud era, más o menos, reciente. Además, que no se olvide, parte de su auge en las grandes ciudades del norte de Estados Unidos, y, por ende, del mundo, se debió al apoyo que los contrabandistas ilegales del alcohol, muchos de ellos reconocidos gangsters y mafiosos, le dieron durante los años veinte del siglo XX. Por su parte, del tango, un género surgido en los prostíbulos del Río de la Plata donde, como dijo Borges (ya lo había dicho antes, pero me gusta volverlo a decir), se encontraban “el señorito y el canalla”, se afirmó que era de bandidos, arrabalero (con la connotación negativa que se popularizó), vulgar, portador de malas costumbres y, por supuesto, “pecaminoso”.

Posteriormente, del rock, cuando era joven y era rock n´ roll, se dijo que era desafinado, ruidoso y sin calidad, además que fomentaba bajos instintos con sus movimientos alborotados, y luego, cuando fue rock a secas, que era satánico, estridente, destemplado, de drogadictos y, por supuesto, incitador de “comportamientos desviados”. Y en algunos casos hasta sí, pues al convertirse, al menos por algún tiempo, en una consciente expresión juvenil, rebelde y contracultural, fue la banda sonora de movimientos sociales, culturales y políticos que promovían actuaciones diferentes a las de la sociedad tradicional manifiestas en el aspecto físico de sus cultores, la búsqueda de otros estados de conciencia a través de las drogas y el cuestionamiento, de distintas maneras, del orden establecido.

De la salsa, por su parte, se dijo que era ruidosa, poco elaborada, callejera, desafinada y de “pillos, ñeros, malandros y negros” (y decían esto último con evidente intención racista para remarcar su origen), además de haber sido impulsada por “mágicos” que hacían “milagros” en Nueva York, Puerto Rico, Colombia y otros lugares. Y del vallenato se dijo, y, de hecho, algunos siguen diciendo, que es una música que, a pesar de su éxito comercial en todo el país, es de “narcos” y “paracos”; ruidosa y que no está a la altura de otras expresiones artísticas, como, por ejemplo, la cumbia que, por su parte, fue también rechazada por su origen afro e indio, y su carácter bailable, que, al regarse por toda América Latina, principalmente en los estratos populares, y presentar desarrollos particulares dependiendo de cada país, ha sido estigmatizada al ser acusada de simple, vulgar y, sobre todo, de ser hecha por y para gente de “malas costumbres”. Y así sucesivamente.

Esto quiere decir que la música popular más exitosa (y, si se quiere, más apreciada) muchas veces ha sido cuestionada, incluso rechazada y perseguida, por algunos sectores que, aduciendo razones morales, principalmente, pero también prejuicios estéticos, impulsan una mirada inquisidora, puritana y hasta censora frente a lo que no les gusta (y que puede ser simplemente la expresión del “otro”). Total, es lógico que cada lugar se afecte con las realidades sociales, culturales y económicas, con lo cual, por ejemplo, en Colombia, la música popular más comercial se ha relacionado e incluso impulsado por esos factores de poder emergentes que, a través de actividades ilícitas —o lícitas, pero bastante cuestionables—, han transformando sus contextos sociales, económicos y políticos, situación que ha servido de argumento para que sus malquerientes la lleguen a descalificar, a pesar de que eso no es culpa de la música, pues esta siempre provendrá de la realidad que la circunda (¿y qué tal que no?).

En esta vía, el reggaetón, desde sus inicios y como pasó en el pasado con otros géneros, ha sido señalado de incitar varios de los “males” que aquejan a las sociedades contemporáneas, que pueden ser la promiscuidad, el consumo irresponsable de drogas ilegales y alcohol, y, sobre todo, la objetivación de las mujeres, a pesar de que muchas lo siguen, consumen y, en varios casos, interpretan. Pero, a pesar de las críticas, por cuenta de su propio éxito y la estandarización que promueve la industria hacia las estéticas que se vuelven populares, esta música se convirtió también en el parámetro de lo que masivamente se consume con mayor éxito comercial en América Latina, al punto de que baladistas y “poperos” (Carlos Vives, Ricky Martin, Shakira, Luis Fonsi…) se han apropiado de sus patrones para intentar permanecer vigentes en el mercado. Esto ha llevado a que, como se dijo antes, el reggaetón en general, en su faceta más comercial, en vez de cuestionar el contexto en el que se encuentra, sea, ahora y desde hace rato, un validador del sistema político, económico y social en su faceta más hedonista y aspiracional de búsqueda de ascenso meramente individual.

Empero, en una ciudad como Medellín que, por diferentes razones, se convirtió en epicentro de la producción y el consumo de reggaetón, y, además, un popular destino turístico, es evidente que el describir y, de cierta manera, validar una realidad social puede ser cuestionable, ya que existen situaciones como el consumo problemático de drogas, la prostitución visible y masiva; el abuso de menores, la persistencia de estructuras mafiosas y armadas que controlan una buena parte de su territorio, y una ambición por la plata “fácil” que se traduce en los deseos, sueños y las ilusiones que el capitalismo más salvaje promueve en una sociedad en la que el otro no es un compañero sino un competidor, en ocasiones mortal.

Es en ese contexto que salió a la luz la canción “+57″, cuyos creadores fueron acusados de promover (o, al menos, normalizar) el consumo de drogas, la objetivación de las mujeres y el abuso a los menores de edad, dándose una discusión que no termina, de la que participaron medios de comunicación, columnistas de opinión, entidades públicas como el ICBF, congresistas que propusieron crear un comité que aprobara o no determinadas letras (¡!), malquerientes del reggaetón que aprovecharon el “papayaso”, e incluso, el Presidente de la República (y mucha gente a través de las redes sociales); todo un variopinto e influyente ramillete de personas que ha lanzado opiniones encontradas sobre los efectos que causa en la sociedad la música que masivamente se oye, lo cual, por supuesto (así digan que no se puede comparar a Prince con Maluma, ni al reggaetón con el funk), recuerda los episodios ya mencionados de 1985 en Estados Unidos, y otros más por el estilo.

¿Preocupación sincera o puritanismo biempensante?

“+57″ es una canción interpretada por Karol G, J Balvin, Maluma, Blessd, Feid y Ryan Castro, todos artistas paisas —una “colombian gang”, como dicen al comienzo— con bastante reconocimiento nacional e internacional, además de DFZM, un novel cantautor, y, Ovy on the Drums, uno de los productores más solicitados de la denominada “música urbana”. El tema es compuesto en parte también por el vallecaucano Keityn, quien, además de los artistas mencionados y otras figuras de la música urbana, como el argentino “Bizarrap”, ha trabajado con cantantes del pop tradicional como Shakira y el puertorriqueño Luis Fonsi. La canción se grabó en Los Ángeles (California) y se tituló “+57″, no porque se tratara específicamente de Colombia y sus “cosas positivas” (como esperaban algunas personas), sino porque representó la unión de varias de las figuras más reconocidas de esta música en el país, de la cual siete de los que cantan son paisas de Medellín (o, bueno, Blessd es de Itagüí) y solo uno, el más joven de todos, de la ciudad porteña de Buenaventura, en el Pacífico colombiano. Su tonalidad está en do sostenido menor, su ritmo tiene una sencilla base electrónica de “dembow” (o “tumpa tumpa”, como también le dicen), como suele pasar en el género; tiene un teclado que hace unos arpegios básicos en la misma tonalidad, que no cambia, y, de vez en cuando, un bajo del mismo teclado en unos pocos compases, siendo, efectivamente, desde lo musical una canción muy básica y simple (muchos dijeron que simplona, aunque otros dirán que “minimalista”) que a mí me suena a chucu chucu. Por su parte, la letra, que se va turnando entre cada uno de los intérpretes, describe a una joven, muy joven, que sale de rumba por Medellín, al tiempo que hace menciones al trago, las drogas, la sensualidad, el sexo, la infidelidad y el culto por el dinero, entre otras cosas, es decir, parte de la realidad de la juventud fiestera que, en esta ciudad, se enrumba al compás del reggaetón en un entorno hedonista y aspiracional.

La canción fue estrenada el 7 de noviembre de 2024 y rápidamente se volvió noticia nacional, no por lo que esperaban quienes la firmaron, sino por los comentarios negativos que suscitó, pues, según se dijo, su letra está llena de frases que validan e incluso instigan conductas “peligrosas” y “poco saludables” para la sociedad y, sobre todo, los más jóvenes. Así, por ejemplo, un artículo de la revista Rolling Stone, antiguo medio de difusión de la contracultura asociada con el rock, señaló al tema de promover cosas graves como la “sexualización de menores” en un contexto de “narcocultura y cultura de la violación”. A la vez, la periodista Vanesa de la Torre en Caracol Radio dijo que la canción es “horrible”, porque “despotrica de la mujer” y vende a Medellín en términos de “lo que uno no quiere mostrar: ni las drogas ni la estética mafiosa”. De igual manera, Mario Muñoz, vocalista de la banda de ska-rock Doctor Krápula, afirmó, en medio de su concierto en el festival “Rock al Parque” de Bogotá, mientras se proyectaba en una pantalla gigante la frase “+ Amor, - 57″, que “si nosotros queremos dejar de ser vistos como el país del narcotráfico y el “putero” del mundo, pues no podemos estar haciendo canciones que hagan apología al narcotráfico y mucho menos a la pedofilia, porque nos oponemos; la niñez es sagrada” (vale decir que la alusión al narcotráfico que hace Muñoz y que demuestra que el rock ya no es el género que escandaliza a alguna gente, tiene mucho del viejo discurso impuesto por el gobierno gringo de Nixon que exacerbó la idea de que las drogas son malas por sí solas y que ignora que es la prohibición la causante de muchos de los problemas que se le atribuyen al “narcotráfico”; aunque, de nuevo, esa es otra historia).

Pero el escándalo escaló a otras instancias, incluso estatales, pues el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), señaló en su cuenta oficial de “X”: “Rechazo a la canción +57 y lamentamos (sic) que talentos de nuestro país promuevan contenidos que fomentan el sexualismo a temprana edad. Es momento de dejar de normalizar música que no contribuye al crecimiento positivo de los adolescentes”. Por su parte, la congresista Alexandra Velásquez, en una carta pública, propuso que la canción fuera retirada de las plataformas digitales, pues “perpetúa estereotipos de la narcocultura y hace una preocupante apología a la sexualización de menores”, lo cual fue seguido del anuncio de los congresistas Sonia Bernal, Karina Espinosa y Jonathan Pulido de presentar un proyecto de ley que regule este tipo de obras, pues, afirmaron: “el reggaetón no es un pasatiempo, no es inofensivo, no es inocente. Su esfera de influencia puede exaltar la sexualidad y estas letras y canciones fomentan la promiscuidad. Aquí está claro que la música con letras misóginas nos está generando violencia”. Finalmente, el presidente Gustavo Petro, sin referirse específicamente a la canción, afirmó que “en cada género artístico hay arte, pero también ignorancia. El arte perdura, la ignorancia dura un segundo”.

En esta cruzada, hubo varias personas que empezaron a hablar de la necesidad de prohibir el reggaetón e incluso de encarcelar a los reggaetoneros por incitación a la pedofilia y el consumo de drogas, lo cual recuerda las posturas moralistas, puritanas e inquisidoras que permeaban la cruzada de Tippi Gore contra los artistas más escuchados por la juventud de aquellos tiempos, o, peor aún, de aquellas dictaduras que, por ejemplo, en América Latina, crearon “comités de moralización” y oficinas de censura que decidían qué obras eran “correctas” para editarse y transmitirse, mientras que otras no pasaban el filtro y sus creadores podían ser objeto de persecución. Claro que varios dirán que esto no se puede comparar con la situación actual, pues “el rock (o la música que sea, dependiendo del gusto estético particular) es mejor que el reggaetón”, sin embargo, es obvio que hay mucho parecido, a pesar de los casi 40 o 50 años de diferencia y de que algunos no son conscientes de que los rebeldes de ayer se convirtieron en los godos de hoy, así incluso crean partir de posturas y, si es el caso, movimientos progresistas o cuestionadores del orden establecido que resultaron presentando miradas censuradoras, prohibicionistas y canceladoras hacia quienes manifiestan determinadas expresiones, opiniones y estéticas.

“+57″, lo que dice realmente, ¿o es que los jóvenes “ya no respetan”?

La canción “+57″ comienza con el verso “le dijo al novio que se iba a dormir ya, pero su amiga le dañó la mente; las 12:30 y se empezó a maquillar. Dijo que llegaba en 20. Apagó el cel pa’ no dejarse pillar; la baby es mala pero inteligente”, es decir, que, según algunos, promueve la infidelidad de una mujer, pero, a la vez, su cosificación, porque después dice que “y aunque esa bebita tiene dueño, ella sale cuando quiera. La nota está subiendo y ella perreando esa borrachera”.

También dice que “aquí lo que hay es exotic, pepa, guaro, hypnotic. Un parche “rela”, te ofrezco something pa’ tomar”, con lo cual haría promoción del consumo de alcohol y drogas ilegalizadas.

En otro lado señala: “culo grande, culo grandote; shores machine, que todo eso se note; le tiro la labia pa’ que se me empelote; me voy sin casco con ese tote”; que son unas evidentes alusiones sexuales que no son nuevas, pues han estado presentes en el reggaetón desde sus inicios e incluso más atrás, pues el dancehall jamaiquino, que es de donde proviene gran parte de la estética de este género, tiene frecuentes y directas referencias al sexo que, al parecer, escandaliza mucho a ciertos sectores sociales de América Latina, tal vez —digo yo— por esa tradición católica impuesta desde hace tanto tiempo que nos considera a todos pecadores, incluso antes de nacer.

Evidentemente, no se trata de una letra compleja y poéticamente sofisticada, tampoco de una pista musical ambiciosa (como pasa, en general, con la mayoría de canciones de este género), sino de una descripción de una realidad, llena de expresiones que intentan ser “cool”, con spanglish de por medio y jerga callejera, tal y como como pasa con muchas de las otras canciones que han presentado estos intérpretes anteriormente.

Sin embargo, la frase que más escándalo generó y que hizo que muchos de los cantantes en cuestión fueran acusados, incluso, de promover el abuso de menores, es la que dice: “Una mamasita desde los fourteen, entra a la disco y se le siente el “ki”. Mami, estos shots yo me los doy por ti. Eso allá atrás está gigante, delicadito; cógelo que aguante”. De allí han partido muchos para afirmar que la canción promueve la sexualización de menores de edad y, por ende, su abuso, pero, a pesar de que la frase puede ser problemática, pues la industria del entretenimiento en general tiene la práctica cuestionable de sexualizar a mujeres muy jóvenes, la canción no dice que la protagonista de la historia tenga catorce años, sino que ha sido bella —“mamasita”, en términos coloquiales— desde esa edad. El tema, valga decir, se dirige principalmente a una población adolescente que, en gran medida, es la principal consumidora de estas canciones, como ha pasado generalmente con la música popular “de moda”, tal vez desde el surgimiento del rock n´ roll a mediados de los años cincuenta y, sobre todo, de la explotación de la juventud como categoría y objetivo comercial, a pesar de tantas persignaciones y tantos detractores que afirmaban, antes y ahora, que la sociedad “está en decadencia” y que “los jóvenes ya no respetan”, al tiempo que se preguntaban si “¿alguien puede pensar en los niños?”.

Las críticas a la canción, que fueron permanentes y, en algunos casos, demoledoras, llevaron a que la misma Karol G, tal vez la artista más popular del género en la actualidad, quien, según se dice, fue quien tuvo la idea de invitar a sus colegas a grabar juntos, hiciera un comunicado afirmando que “se sacó de contexto la letra de una canción con la que buscaba celebrar la unión entre los artistas y poner a bailar a mi gente”. También expresó que: “ninguna de las cosas dichas en la canción tiene la dirección que le han dado, ni se dijo desde esa perspectiva, pero escucho, me hago responsable y me doy cuenta que (sic) todavía tengo mucho por aprender. Me siento muy afectada y me disculpo de corazón”. Por su parte, J Balvin, el más veterano y consolidado de los intérpretes que participó en la grabación, no se refirió a la polémica, sino que dijo simplemente que “estamos muy felices y agradecidos del apoyo a la canción”, pues el objetivo de esta era demostrar que “cuando estamos juntos hacemos la diferencia”. Por el contrario, Blessd y Ryan Castro, dos de los más jóvenes participantes del tema, hicieron un video desafiante, con tono “nea” (como ellos mismos dicen), afirmando que “si no les gusta el tema, pailas, no lo escuchen”, además de decir que “critiquen lo que quieran, que eso a mí no me importa”. Los demás participantes, que yo sepa, no han dicho mayor cosa al respecto.

A pesar de la polémica suscitada (y en gran parte, gracias a esta), la canción se convirtió en un éxito con millones de reproducciones en distintas plataformas y un impacto comercial que se traduce en que está siendo escuchada y bailada en muchos lugares del mundo (yo, de hecho, posiblemente no la habría escuchado sino es por el escándalo en cuestión), así, tal vez, de acuerdo con la dinámica misma del consumo de este tipo de productos en la actualidad, en pocas semanas ya poco se oiga, pues estarán de moda otras canciones de estos u otros artistas durante sus 15 minutos de fama. No obstante, y seguramente aceptando culpas, la letra de la canción fue modificada, con lo cual la joven de fourteen se volvió de eighteen, aunque en muchos lugares, probablemente, seguirá sonando la versión original y no la que se alteró para subirle la referencia de edad a la protagonista. Todo esto deja ver, por cierto, que los reggaetoneros colombianos no cuentan con un personaje del calibre de Frank Zappa (o de un Caetano Veloso) que, con su formación, elocuencia y discurso, defienda su derecho, y el de los demás, a la libre creación artística, rechazando, por supuesto, cualquier intento de censura de aquellos indignados defensores de la “buena música” y “la moral y las buenas costumbres”.

Es cierto que Medellín en particular y Colombia en general, presentan complejas situaciones en las que el turismo sexual, el consumo problemático de drogas y alcohol; la violencia cotidiana, la delincuencia organizada de alto nivel, el abuso de menores y la gentrificación, que a veces va de la mano con algunas de las situaciones anteriores, son una constante. Sin embargo, no son el reggaetón ni los reggaetoneros, es decir, no son la música ni los artistas, los culpables de que esto suceda, sino cuestiones estructurales que, incluso, han llegado a naturalizarse por quienes han ido creciendo en esos contextos. Evidentemente, la música en particular y el arte en general, son efectivos para transmitir valores, generar sensaciones y defender o cuestionar un orden específico, y, como en todo, hay buenos, regulares y malos intérpretes de estas realidades, independientemente de que nos gusten o no. Pero que no se crea que los artistas, sobre todo los más mediáticos, deben asumirse como responsables de situaciones concretas de una realidad social, pues, si acaso, son un espejo (o, si se quiere, un efecto) de un contexto y, tal vez, una forma de vida, así haya quienes se escandalicen con eso. Eso sí, no sobra recordar que muchos de los escandalizados de hoy no se escandalizaron con los temas de otras músicas que pueden rendir culto (yo también lo hago), por ejemplo, al “pillo” que camina por la esquina del viejo barrio, viene “virao” “tocando como bestia” o habla de una “mala mujer” que “no tiene corazón”, por lo que grita “mátala, mátala, mátala, mátala”. Igualmente, no lo hacen con la “colegiala” a la que se le pide que “no vaya pa´l colegio” para que, después de mentir diciendo que está enferma, termine con un hombre en su “nido de amor”. O con quien le canta a un “garufa”, que, según dicen, es “un bandido” a quien la otra noche vieron “en el Parque Japonés”, pero que si no quiere a una mujer le cortarán la cara “con una cuchilla de esas de afeitar”. Tampoco con el que que saluda al “espíritu burlón” o menciona un oscuro pacto en un cruce de caminos para luego encontrarse con una “secta de sanguinaria adoración”. Menos con el que le canta a una “hoja dulce” con la que no puede vivir, describe sicodélicamente a una mujer llamada Lucy que está “en el cielo con diamantes”, dice que es feliz con su “chinese rock” o relata lo que es estar con una verdadera “heroína”. Tampoco lo hacen con quien explica lo chévere que se siente el vivir con la “Kaya” y que por eso está “Irie” (y el que sabe, sabe). Y, sobre todo, no cuestionan a aquellos que proclamaban, con orgullo, rebeldía y espíritu hedonista (y, en su momento, contracultural), una vida de “sexo, drogas y rock n´ roll” (o, en términos más locales, “mujeres, música y trago”).

Así, es obvio que ese empeño de cuestionar a las expresiones musicales “de moda” y, si se quiere, “juveniles”, poniendo en la picota pública a los intérpretes de una canción específica, proviene de la profunda desconfianza que se tiene hacia estéticas, sonoridades, letras y expresiones que no se conocen, entienden o gustan (ya que, así no lo quieran aceptar, muchos ya estamos viejos), pues es un género que manifiesta, de manera escueta, una realidad que existe y no se puede tapar con un dedo. Empero, como ya se dijo antes, el reggaetón, y con más veras el reggaetón colombiano (y, en general, la industria musical del país), no ha tenido nunca la pretensión de cuestionar críticamente a la sociedad y al sistema económico, con sus desigualdades e injusticias, lo cual, posiblemente, le ha traído críticas demoledoras de sectores que se suponen de avanzada, pero que de vez en cuando van demostrando su carácter conservador. Seguramente, algunos pretenderán que el reggaetón tenga moralejas, como del estilo de que la chica rumbera de la canción se fue “por el buen camino” y se “dedicó a estudiar” o que, más bien, siguió con esa vida y “terminó mal”. O seguramente, también querrán que, como ocurre con otros artistas, presentara más canciones biempensantes y patrioteras (que también existen en el género o, sobre todo, en los artistas del pop tradicional ya citados que adoptaron su estética), para que muestren una “buena cara” del país. Pero cada género tiene sus propias características y el reggaetón las hace explícitas, independientemente de los llamados de quienes, por todas las razones expuestas, no lo aprecian y, por ende, lo rechazan.

De toda esta polémica, y como aspecto positivo —y seguro biempensante también—, esta canción ha servido, tal vez, para poner a discutir a muchos sobre la compleja situación que se vive en Medellín (una ciudad muy preocupada por su “buena imagen”, aunque echando la basura por debajo del tapete) y otros lugares del país, además de cuestiones estructurales como el machismo, el clasismo, el racismo y la desigualdad, porque yo sí creo que, al menos en este caso, fue primero el huevo que la gallina. Total, como me dijo un amigo, con bastante lucidez: algo debe estar haciendo bien el reggaetón para que haya tanta gente intentado prohibirlo.

Finalmente, vale reiterar que la censura que algunos, presos de indignación, sugieren nunca será una buena idea, porque al final —y hay numerosos ejemplos al respecto— los criterios frente a lo “correcto” e “incorrecto” del arte serán meramente subjetivos e irán en contravía de lo que ha sido la variada historia de la música y las transformaciones de las sociedades. Además, ante una industria musical que siempre ha promovido, aunque cada vez más, la estandarización estética, sonora y poética, el camino no debería ser el de tratar de censurar a una música específica y los artistas que la representan (así, incluso, a algunos les parezca que lo que hacen no es “arte”), sino promover, de diferentes maneras, una mayor variedad artística, musical, sonora, rítmica y temática, incluso esa que pueda ser ajena a ciertos gustos particulares. Y en esta vía, que también se denuncien prácticas como la payola, es decir, la de pagar por sonar, que han sido tradicionales en la industria musical y que, por eso, moldean gustos, intereses y estéticas, pues suena y se promociona lo que paga y no lo de mayor “calidad” o, al menos, originalidad (sobre lo cual, tampoco creo que los reggaetoneros se vayan a pronunciar).

En todo caso, no estaría mal también mirarnos a nosotros mismos con nuestras contradicciones, acciones, consumos, gustos, sesgos, prejuicios y preferencias, pues, de pronto, si nos vemos bien cerquita, podremos también darnos cuenta de que podríamos, ante esos policías de la moral, el arte, la estética, el gusto y las “buenas prácticas”, ser objeto de censura, a pesar de nuestro derecho a expresarnos, ser como queremos ser y protestar si alguien se atreve a impedírnoslo. Mejor dicho, ya lo decía Frank Zappa, y vale la pena volverlo a decir:

“Recuerda que la información no es conocimiento. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no es verdad. La verdad no es la belleza. La belleza no es el amor. El amor no es la música. La música… la música es lo mejor” (incluso —digo yo— la que no nos gusta).

Y que lo tengamos presente para que esta nueva cruzada moralista (e inquisidora y puritana, así incluso se autoperciba como todo lo contrario), quede bien pronto en el olvido, pues si bien la realidad es compleja y problemática, así como es necesario plantear reflexiones profundas al respecto, no hay que responsabilizar de esta a determinados artistas que, por distintas razones, incluyendo su masivo éxito comercial, no son del gusto de algunos (aunque sí de otros). Total, eso que pasa ahora pasó antes y, seguramente, volverá a pasar cuando los jóvenes de hoy sean los viejos de mañana y, de pronto, absurdamente sientan que el mundo, con sus dinámicas, modas, expresiones, estéticas y realidades, ya no les pertenece.

*Petrit Baquero es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).

**Sokol Zamarra es escritor, compositor, cantante y futbolista aficionado.

Por Petrit Baquero* y Sokol Zamarra** / Especial para El Espectador

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Andrea(10514)Hace 11 horas
Yo quiero bailar, tu quieres sudar y pegarte a mi, el cuerpo rozar.... eso no quiere decir que pa' la cama voy. Eso es empoderar a la mujer... y ese era el buen regueton
maría(52338)Hace 15 horas
yo tampoco habría escuchado la canción en cuestión de no ser por el cubrimiento que ha tenido, y si bien es claro que el reguetón existe y no se va a ir, eso no significa que no se le pueda exigir nada mejor, o que quien no comparta el gusto o el mensaje sea un puritano y ya; eso es muy totalitario también. tampoco comparto que sea clasista discrepar de la comparación de prince o zappa con esos reguetoneros; no todo es relativo.
jegamboa(25182)Hace 16 horas
Me salté muchos párrafos por aburridores. De los que leí comparto que no hay nada de compromiso de los reguetoneros paisas con la sociedad exepto hacer mucha plata, plata es plata y que todas los géneros musicales han tenido fuertes expresiones machistas. Muy aburrido que casi todas las canciones del regueton exalten el consumo de drogas incluido trago, el sexo y la violencia y que hagan referencia a niñas en los fortis no por moral sino por que falicita la violencia hacia ellas.
David(26932)27 de noviembre de 2024 - 02:38 a. m.
Excelente la nota y el análisis. La parajoda de las revoluciones es que cuando son establecimiento (como lo es el rock), después quieren acallar a como dé lugar lo contrarrevolucionario, lo distinto, lo heterodoxo. Ojalá haya más artículos así, que historicen, que analicen, que pregunten, que no juzguen.
Olegario(51538)26 de noviembre de 2024 - 06:45 p. m.
Los autores intentan meter en el mismo relleno sanitario del reguetón y la basura comercial de baja calidad musical que producen, a grandes músicos como Prince y a los maestros del Jazz (Monk, Coltrane, Gillispie, Parker y otros tantos) porque en su época fueron satanizados por racistas ignorantes. No están ni tibios. Lo de la letra es apenas una de las taras del reguetón, pero la clave está en la pobreza musical que exhibe. Aquí no hay nada de santurronería ni moralismo.
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