El viaje de la cumbia y el adiós a sus cultores
A propósito de las recientes muertes de Mario Gareña y Juan Chuchita, un experto hace una reflexión sobre los muchos caminos de la cumbia en América Latina.
Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
Hay un ritmo que, hace ya bastantes años, se convirtió en la expresión musical más popular, potente y arraigada de América Latina.
No es la ranchera mexicana, que se regó masivamente desde los años cuarenta y cincuenta por todo el subcontinente, gracias a la radio, la industria discográfica y, sobre todo, el cine, que vivía por esos tiempos una época dorada, razón por lo cual hay mariachis en casi todas las ciudades colombianas, además de narcos, bandoleros y guerrilleros con apodos “charros” y expresiones musicales híbridas (como la mal llamada “música popular”) que suenan bastante en el país.
Y no es el bolero, que nació y se cultivó maravillosamente en Cuba, pero que se empezó a hacer también desde México hasta Argentina —incluyendo a Brasil— con diferentes estilos y grandes cultores que todavía descrestan por su calidad y elegancia para decir lo que todos queremos decir. (Recomendamos: Petrit Baquero escribe sobre el legado del Grupo Niche).
Tampoco es el tango, que, sobre todo desde la trágica muerte de Gardel, se puso aún más de moda y se bailó por todas partes, pero que, con el tiempo (y a pesar de genios como Piazzolla y algunos rockeros que se volvieron tangueros), quedó como el reflejo de una época, una generación y un grupo muy relevante de nostálgicos que lo siguen cultivando, consumiendo y disfrutando.
Y tampoco es la salsa que, surgida en Nueva York, como parte de un proceso de continuas migraciones, fuertes transformaciones culturales, la emergencia de nuevas expresiones sociales y profundos antecedentes marcados por varios patrones rítmicos (del son cubano en adelante), representó una mirada urbana a las tradiciones afrocaribeñas en español que calaron en gran parte del Caribe urbano y un poquito más hacia abajo (¿o qué son Cali, Buenaventura, Guayaquil o Lima?). Claro que, a pesar de su potencia e impacto sociocultural, la salsa es poco cultivada en otros lugares, así siempre llame la atención. (Recomendamos: Homenaje de Petrit Baquero a “la raza latina” de Larry Harlow, fallecido recientemente).
Y no fue la maravillosa Bossa Nova, tan elegante y, en cierta forma, elitista, que, se convirtió en el símbolo de Brasil como nuevo escenario exótico, hedonista y, sobre todo, obediente (con dictadura militar incluida), luego de que Cuba se volviera revolucionaria y fuera bloqueada por Estados Unidos, con lo cual la “Garota de Ipanema” y ya no el mambo, sería interpretada por artistas de todas partes que quisieron bossanovearse (aunque poquito tiempo después, llegaría el momento para que Brasil encarnara musicalmente su propia rebeldía, con mucha calidad y nuevas bossas).
Por cierto, tampoco creo que el ritmo que hermane a toda América Latina sea el reggaetón, aunque podría serlo, pues desde hace rato es evidente que lo que se pensó como una moda pasajera caló profundamente en gran parte de la juventud, al punto que van 20 años de este género (o incluso más, porque antes se llamaba distinto y hay innumerables historias que vale la pena contar sobre la plena panameña, el ragga en español y del uso de lo que se empezó a llamar, por una memorable canción, como dembow). Y, a pesar de que lo “empaquetaron”, “esterilizaron” y “blanquearon” (como el nuevo vestido de los baladistas que ya venían salseando, merengueando, vallenateando, ranchereando y hasta joropeando), ahí sigue en los primeros lugares de popularidad, al tiempo que en el Caribe no hispano y en Brasil, los ritmos que mandan la parada, como el dancehall y el funk carioca (que allá solo llaman “funk”), respectivamente, cada vez suenan más parecido al reggaetón, ¿o el reggaetón suena parecido a estos?. Pero no, tampoco es el reggaetón, porque, así como el bolero es generacional, el reggaetón también lo es y no veo a mi abuelita (si estuviera viva, claro) reggaetoneando.
Todos esos ritmos, géneros y estilos han sido relevantes para mucha gente, llegando, incluso, a impulsar maneras de ser, vivir, pensar y actuar alrededor de la música y todo lo que se mueve a su alrededor. Su expansión, obedeció a características propias de cada lugar y al papel de la industria musical y los medios de comunicación que imponen modas, estilos y, muchas veces, agarran los elementos locales para tratar de “universalizarlos” o, más bien, homogeneizarlos de acuerdo a parámetros muy establecidos.
Sin embargo, si hablo de un ritmo que hermana a América Latina, se ha expandido por muchos lugares de manera subterránea, incluso en lugares muy distintos a los de su lugar de origen, y se cultiva, desarrolla y crea como un verdadero movimiento mestizo, popular, ancestral y comercialmente impactante y contemporáneo, me tengo que referir, por supuesto (y porque está en el título de ese texto), a la cumbia.
La cumbia nació en Colombia, en el Caribe colombiano, en las poblaciones aledañas al bajo Magdalena. De hecho, ya hay menciones a la cumbia desde comienzos del siglo XIX o incluso antes, como una expresión poderosa del mestizaje que se hacía realidad en todos esos territorios preindependentistas, para, bien pronto, convertirse en un símbolo de identidad de la gente que se sentía acompañada en su cotidianidad o en sus momentos especiales e incluso, ceremoniales.
Claro, como también suele suceder, se convirtió en una expresión de resistencia, pues fue rechazada por aquellos que, con cruces en mano, la sentían muy bailable, vaporosa y proclive a generar movimientos y sensaciones corporales que podrían “incitar al pecado”. Pero eso es obvio, pues, como pasó con muchas otras expresiones, algunos podían ver a la cumbia como venida de muy abajo y, sobre todo, muy negra —o muy india— (y sobre eso, vale la pena recordar el debate entre Manuel Zapata Olivella y José Barros, con Orlando Fals Borda de por medio, sobre el origen negro o indio de la cumbia). Mejor dicho, algunos notaron, desde arriba y desde abajo, que la cumbia traía consigo algo subversivo, raizal y popular, razón por lo cual debía rechazarse o, al menos, restringirse a espacios específicos. No obstante, a pesar de toda esa estigmatización y persecución, la cumbia se quedó, arraigó y desarrolló de acuerdo a los lugares en donde se siguió cultivando, pero también a una industria musical que hábilmente, incluso haciendo su mea culpa, supo ver su impresionante potencial para masificarse y pasar de ser folclor a música popular.
Por todo esto, no hay una cumbia sino muchas cumbias: cumbia con gaitas, cumbia con acordeón, cumbia con caña de millo, cumbia sabanera, cumbia orquestada, cumbia big band, cumbia jazz, cumbia pop, cumbia salseada, cumbia chillout, cumbia electrónica (o electrocumbia), tecnocumbia y, junto con su hermano (¿o hijo?) el porro, se siguió transformando, a veces simplificando, para llegar a oídos (y cuerpos) menos dados al baile, aunque también con ganas de moverse y divertirse. En todo ese proceso, la cumbia ha tenido —y tiene— en Colombia importantes cultores como “Los Gaiteros de San Jacinto”, Crescencio Salcedo, Edmundo Arias, “Afrosound”, Adolfo Echeverría, Wilson Choperena, Andrés Landero, José Barros, Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Clímaco Sarmiento, Pedro Salcedo, “Pedro Laza y sus Pelayeros”, Rufo Garrido, Luis Carlos Meyer, “La Sonora Curro”, Erasmo Arrieta, Medardo Padilla, “Pedro Ramayá Beltrán y su Cumbia Moderna de Soledad”, “Cumbia Siglo XX”, “La Sonora Dinamita”, Lisandro Meza, “La Negra Grande de Colombia”, “Totó La Momposina”, Gabriel Romero, Joe Arroyo, “Grupo Niche” (que grabó tres cumbias buenísimas), Francisco Zumaqué, Petrona Martínez, Carlos Vives (a pesar de esa “Cumbiana” que no me convence), “Manduco” (sí, los ochentudos nos acordamos de eso tan chévere), Justo Almario, Cabas, “Sidestepper”, “Bomba Estéreo”, “Systema Solar”, “Meridian Brothers”, “Frente Cumbiero”, “Romperayo”, “Los Pirañas”, “La Perla” y muchos, muchos más.
Pero lo clave de todo esto es que la cumbia no se quedó solamente en Colombia, pues, incluso, en momentos en que perdía popularidad en su país de origen frente a expresiones como la salsa, el merengue o el vallenato, vimos que se empezaba a producir en otros lugares, primero cercanos y caribeños, como Venezuela, con orquestas maravillosas, como la “Billo´s” y “Los Melódicos”, que dieron su propio toque sonoro a los ritmos colombianos (o Nelson Henríquez o Pastor López, llamado incluso “el Rey de la Cumbia”), o las interpretaciones que hicieron algunos salseros —Eddie Palmieri, Justo Betancur, Mongo Santamaría…— que grabaron poderosas cumbias o, por supuesto, los jazzistas que presentaron fusiones descrestantes como la de Charles Mingus y su “Cumbia & Jazz Fusión” y el gran Francisco Zumaqué y su “Macumbia”.
Así que empezamos a oír “cumbias” mexicanas, peruanas, ecuatorianas y después conocimos las “cumbias” argentinas, chilenas, bolivianas, salvadoreñas, costarricenses y uruguayas, todas distintas y todas con apellidos particulares y estilos diferentes (cumbia chicha, cumbia sonidera, cumbia norteña, cumbia tex mex, cumbia villera…). También, oímos las cumbias panameñas que —esas sí— existían desde el comienzo de los tiempos, no en vano fuimos, por mucho tiempo, el mismo país. Y, claro, a muchas las oímos con desconfianza, pues las sentíamos extrañas, a veces alejadas del Caribe y más cercanas al “chucu chucu”, un estilo que las disqueras colombianas afincadas en Medellín crearon en los años sesenta, con otras influencias cercanas de la época, como por ejemplo el “paseaito” que impulsaron los legendarios “Corraleros de Majagual” (con Calixto Ochoa marcando la parada), marcando una tendencia que muchos siguieron y que, por diferentes razones, algunos veían por encima del hombro (y pregúntenle a Andrés Caicedo sobre el tal “sonido paisa”). Total, esas cumbias nos sonaban raras, con un ritmo mucho más simple (marcado por la guacharaca y no por el tambor alegre, el llamador y la tambora), además que nos sorprendía ver que eran asumidas como propias por personas de otros países y contextos, ya fuera como subculturas juveniles, tradiciones arraigadas o lenguajes útiles para crear y relacionar nuevos sonidos.
Pero lo clave es que, por todo esto, la cumbia demostró su poder y fuerza irresistible, regándose por todas partes y convirtiéndose, incluso en algunos espacios, en una expresión de moda, además de mostrarse como una manifestación de las formas de ser de muchas personas, con lo cual, incluso, lo cumbiambero se volvió cumbiero. Y se hizo también lejos del Caribe, la produjo gente que no sabe bailar (o que, más bien, baila diferente), luchó contra la estigmatización por provenir de —y consumirse en— sectores populares, se mezcló con otros géneros y ritmos, y, sobre todo, se consolidó como un referente vivo y arraigado de toda América Latina.
Todo este proceso, se dio poco a poco, desde abajo y desde los márgenes, incluso, por fuera de los canales de difusión tradicionales, y se manifestó en algunos lugares como una verdadera subcultura o expresión de resistencia, a veces consciente, a veces inconsciente, frente a las pretensiones de homogenización de lo “latino” que desde Estados Unidos —o desde las élites de cada país— quieren imponerse para promover una única manera de ser, pensar y vivir. Con esto, la cumbia o, más bien, las cumbias, expresaron otras formas de ser más populares y, si se quiere, poderosas, así no nos gusten o, incluso, sintamos que no son cumbias (o que nos la están robando).
Escribo esto, porque en las últimas semanas fallecieron dos de los más importantes cultores de la cumbia, el sanjacintero Juan Alberto Fernández Polo, conocido artísticamente como “Juan Chuchita”, uno de los legendarios integrantes, como voz líder, de “Los Gaiteros de San Jacinto”, quien murió a los 91 años, y el barranquillero Jesús Arturo García Peña, conocido como “Mario Gareña”, autor de canciones emblemáticas como “Raza”, “La Esquina Caliente” y, sobre todo, “Yo me llamo Cumbia”, una declaración de amor a esta expresión musical que, a pesar de las modas y vanidades, es un símbolo de identidad colombiano, y que murió a los 88 años. Tal vez, Chuchita y Gareña será objeto de merecidos homenajes, pues fueron cultores de una tradición que dejó bastantes seguidores. De hecho, Gareña gozó de mucha popularidad a nivel nacional por sus hermosas canciones, su carácter de “showman” y hasta una fallida campaña presidencial que no lo dejó muy bien parado. Claro que, de pronto, no tantos los recordarán, porque, en la inmediatez de la vida contemporánea, muchos pasan al olvido fácilmente.
Así, observando a los muchos artistas maravillosos que han partido recientemente en estos aciagos tiempos (como el gran baterista Charlie Watts, el genio del reggae Lee “Scratch” Perry y el “Caballero del Son” Adalberto Álvarez), a quienes, sin duda, les harán sentidos homenajes, quiero recordar a Juan Chuchita y a Mario Gareña como cultores y representantes de una música (en sus diferentes expresiones), y de muchos otros ritmos, tanto costeños como interioranos (Gareña hizo baladas y hasta joropos), que, estemos donde estemos, moverán al menos una fibra de nuestro cuerpo y, por supuesto, de nuestro corazón.
Y eso no pasará solo aquí, sino en muchos otros lugares, porque la cumbia ya no es solamente nuestra sino también de toda la América mestiza, y eso es algo que vale la pena tener en cuenta y que, por qué no, deberíamos celebrar.
* Petrit Baquero es historiador y politólogo, músico y melómano. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012), Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2014) y La nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).
** Agradezco a Pedro Ojeda, de “Romperayo”, “Los Pirañas” y “Frente Cumbiero”, por sus sugerencias y precisiones para elaborar este texto.
Hay un ritmo que, hace ya bastantes años, se convirtió en la expresión musical más popular, potente y arraigada de América Latina.
No es la ranchera mexicana, que se regó masivamente desde los años cuarenta y cincuenta por todo el subcontinente, gracias a la radio, la industria discográfica y, sobre todo, el cine, que vivía por esos tiempos una época dorada, razón por lo cual hay mariachis en casi todas las ciudades colombianas, además de narcos, bandoleros y guerrilleros con apodos “charros” y expresiones musicales híbridas (como la mal llamada “música popular”) que suenan bastante en el país.
Y no es el bolero, que nació y se cultivó maravillosamente en Cuba, pero que se empezó a hacer también desde México hasta Argentina —incluyendo a Brasil— con diferentes estilos y grandes cultores que todavía descrestan por su calidad y elegancia para decir lo que todos queremos decir. (Recomendamos: Petrit Baquero escribe sobre el legado del Grupo Niche).
Tampoco es el tango, que, sobre todo desde la trágica muerte de Gardel, se puso aún más de moda y se bailó por todas partes, pero que, con el tiempo (y a pesar de genios como Piazzolla y algunos rockeros que se volvieron tangueros), quedó como el reflejo de una época, una generación y un grupo muy relevante de nostálgicos que lo siguen cultivando, consumiendo y disfrutando.
Y tampoco es la salsa que, surgida en Nueva York, como parte de un proceso de continuas migraciones, fuertes transformaciones culturales, la emergencia de nuevas expresiones sociales y profundos antecedentes marcados por varios patrones rítmicos (del son cubano en adelante), representó una mirada urbana a las tradiciones afrocaribeñas en español que calaron en gran parte del Caribe urbano y un poquito más hacia abajo (¿o qué son Cali, Buenaventura, Guayaquil o Lima?). Claro que, a pesar de su potencia e impacto sociocultural, la salsa es poco cultivada en otros lugares, así siempre llame la atención. (Recomendamos: Homenaje de Petrit Baquero a “la raza latina” de Larry Harlow, fallecido recientemente).
Y no fue la maravillosa Bossa Nova, tan elegante y, en cierta forma, elitista, que, se convirtió en el símbolo de Brasil como nuevo escenario exótico, hedonista y, sobre todo, obediente (con dictadura militar incluida), luego de que Cuba se volviera revolucionaria y fuera bloqueada por Estados Unidos, con lo cual la “Garota de Ipanema” y ya no el mambo, sería interpretada por artistas de todas partes que quisieron bossanovearse (aunque poquito tiempo después, llegaría el momento para que Brasil encarnara musicalmente su propia rebeldía, con mucha calidad y nuevas bossas).
Por cierto, tampoco creo que el ritmo que hermane a toda América Latina sea el reggaetón, aunque podría serlo, pues desde hace rato es evidente que lo que se pensó como una moda pasajera caló profundamente en gran parte de la juventud, al punto que van 20 años de este género (o incluso más, porque antes se llamaba distinto y hay innumerables historias que vale la pena contar sobre la plena panameña, el ragga en español y del uso de lo que se empezó a llamar, por una memorable canción, como dembow). Y, a pesar de que lo “empaquetaron”, “esterilizaron” y “blanquearon” (como el nuevo vestido de los baladistas que ya venían salseando, merengueando, vallenateando, ranchereando y hasta joropeando), ahí sigue en los primeros lugares de popularidad, al tiempo que en el Caribe no hispano y en Brasil, los ritmos que mandan la parada, como el dancehall y el funk carioca (que allá solo llaman “funk”), respectivamente, cada vez suenan más parecido al reggaetón, ¿o el reggaetón suena parecido a estos?. Pero no, tampoco es el reggaetón, porque, así como el bolero es generacional, el reggaetón también lo es y no veo a mi abuelita (si estuviera viva, claro) reggaetoneando.
Todos esos ritmos, géneros y estilos han sido relevantes para mucha gente, llegando, incluso, a impulsar maneras de ser, vivir, pensar y actuar alrededor de la música y todo lo que se mueve a su alrededor. Su expansión, obedeció a características propias de cada lugar y al papel de la industria musical y los medios de comunicación que imponen modas, estilos y, muchas veces, agarran los elementos locales para tratar de “universalizarlos” o, más bien, homogeneizarlos de acuerdo a parámetros muy establecidos.
Sin embargo, si hablo de un ritmo que hermana a América Latina, se ha expandido por muchos lugares de manera subterránea, incluso en lugares muy distintos a los de su lugar de origen, y se cultiva, desarrolla y crea como un verdadero movimiento mestizo, popular, ancestral y comercialmente impactante y contemporáneo, me tengo que referir, por supuesto (y porque está en el título de ese texto), a la cumbia.
La cumbia nació en Colombia, en el Caribe colombiano, en las poblaciones aledañas al bajo Magdalena. De hecho, ya hay menciones a la cumbia desde comienzos del siglo XIX o incluso antes, como una expresión poderosa del mestizaje que se hacía realidad en todos esos territorios preindependentistas, para, bien pronto, convertirse en un símbolo de identidad de la gente que se sentía acompañada en su cotidianidad o en sus momentos especiales e incluso, ceremoniales.
Claro, como también suele suceder, se convirtió en una expresión de resistencia, pues fue rechazada por aquellos que, con cruces en mano, la sentían muy bailable, vaporosa y proclive a generar movimientos y sensaciones corporales que podrían “incitar al pecado”. Pero eso es obvio, pues, como pasó con muchas otras expresiones, algunos podían ver a la cumbia como venida de muy abajo y, sobre todo, muy negra —o muy india— (y sobre eso, vale la pena recordar el debate entre Manuel Zapata Olivella y José Barros, con Orlando Fals Borda de por medio, sobre el origen negro o indio de la cumbia). Mejor dicho, algunos notaron, desde arriba y desde abajo, que la cumbia traía consigo algo subversivo, raizal y popular, razón por lo cual debía rechazarse o, al menos, restringirse a espacios específicos. No obstante, a pesar de toda esa estigmatización y persecución, la cumbia se quedó, arraigó y desarrolló de acuerdo a los lugares en donde se siguió cultivando, pero también a una industria musical que hábilmente, incluso haciendo su mea culpa, supo ver su impresionante potencial para masificarse y pasar de ser folclor a música popular.
Por todo esto, no hay una cumbia sino muchas cumbias: cumbia con gaitas, cumbia con acordeón, cumbia con caña de millo, cumbia sabanera, cumbia orquestada, cumbia big band, cumbia jazz, cumbia pop, cumbia salseada, cumbia chillout, cumbia electrónica (o electrocumbia), tecnocumbia y, junto con su hermano (¿o hijo?) el porro, se siguió transformando, a veces simplificando, para llegar a oídos (y cuerpos) menos dados al baile, aunque también con ganas de moverse y divertirse. En todo ese proceso, la cumbia ha tenido —y tiene— en Colombia importantes cultores como “Los Gaiteros de San Jacinto”, Crescencio Salcedo, Edmundo Arias, “Afrosound”, Adolfo Echeverría, Wilson Choperena, Andrés Landero, José Barros, Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Clímaco Sarmiento, Pedro Salcedo, “Pedro Laza y sus Pelayeros”, Rufo Garrido, Luis Carlos Meyer, “La Sonora Curro”, Erasmo Arrieta, Medardo Padilla, “Pedro Ramayá Beltrán y su Cumbia Moderna de Soledad”, “Cumbia Siglo XX”, “La Sonora Dinamita”, Lisandro Meza, “La Negra Grande de Colombia”, “Totó La Momposina”, Gabriel Romero, Joe Arroyo, “Grupo Niche” (que grabó tres cumbias buenísimas), Francisco Zumaqué, Petrona Martínez, Carlos Vives (a pesar de esa “Cumbiana” que no me convence), “Manduco” (sí, los ochentudos nos acordamos de eso tan chévere), Justo Almario, Cabas, “Sidestepper”, “Bomba Estéreo”, “Systema Solar”, “Meridian Brothers”, “Frente Cumbiero”, “Romperayo”, “Los Pirañas”, “La Perla” y muchos, muchos más.
Pero lo clave de todo esto es que la cumbia no se quedó solamente en Colombia, pues, incluso, en momentos en que perdía popularidad en su país de origen frente a expresiones como la salsa, el merengue o el vallenato, vimos que se empezaba a producir en otros lugares, primero cercanos y caribeños, como Venezuela, con orquestas maravillosas, como la “Billo´s” y “Los Melódicos”, que dieron su propio toque sonoro a los ritmos colombianos (o Nelson Henríquez o Pastor López, llamado incluso “el Rey de la Cumbia”), o las interpretaciones que hicieron algunos salseros —Eddie Palmieri, Justo Betancur, Mongo Santamaría…— que grabaron poderosas cumbias o, por supuesto, los jazzistas que presentaron fusiones descrestantes como la de Charles Mingus y su “Cumbia & Jazz Fusión” y el gran Francisco Zumaqué y su “Macumbia”.
Así que empezamos a oír “cumbias” mexicanas, peruanas, ecuatorianas y después conocimos las “cumbias” argentinas, chilenas, bolivianas, salvadoreñas, costarricenses y uruguayas, todas distintas y todas con apellidos particulares y estilos diferentes (cumbia chicha, cumbia sonidera, cumbia norteña, cumbia tex mex, cumbia villera…). También, oímos las cumbias panameñas que —esas sí— existían desde el comienzo de los tiempos, no en vano fuimos, por mucho tiempo, el mismo país. Y, claro, a muchas las oímos con desconfianza, pues las sentíamos extrañas, a veces alejadas del Caribe y más cercanas al “chucu chucu”, un estilo que las disqueras colombianas afincadas en Medellín crearon en los años sesenta, con otras influencias cercanas de la época, como por ejemplo el “paseaito” que impulsaron los legendarios “Corraleros de Majagual” (con Calixto Ochoa marcando la parada), marcando una tendencia que muchos siguieron y que, por diferentes razones, algunos veían por encima del hombro (y pregúntenle a Andrés Caicedo sobre el tal “sonido paisa”). Total, esas cumbias nos sonaban raras, con un ritmo mucho más simple (marcado por la guacharaca y no por el tambor alegre, el llamador y la tambora), además que nos sorprendía ver que eran asumidas como propias por personas de otros países y contextos, ya fuera como subculturas juveniles, tradiciones arraigadas o lenguajes útiles para crear y relacionar nuevos sonidos.
Pero lo clave es que, por todo esto, la cumbia demostró su poder y fuerza irresistible, regándose por todas partes y convirtiéndose, incluso en algunos espacios, en una expresión de moda, además de mostrarse como una manifestación de las formas de ser de muchas personas, con lo cual, incluso, lo cumbiambero se volvió cumbiero. Y se hizo también lejos del Caribe, la produjo gente que no sabe bailar (o que, más bien, baila diferente), luchó contra la estigmatización por provenir de —y consumirse en— sectores populares, se mezcló con otros géneros y ritmos, y, sobre todo, se consolidó como un referente vivo y arraigado de toda América Latina.
Todo este proceso, se dio poco a poco, desde abajo y desde los márgenes, incluso, por fuera de los canales de difusión tradicionales, y se manifestó en algunos lugares como una verdadera subcultura o expresión de resistencia, a veces consciente, a veces inconsciente, frente a las pretensiones de homogenización de lo “latino” que desde Estados Unidos —o desde las élites de cada país— quieren imponerse para promover una única manera de ser, pensar y vivir. Con esto, la cumbia o, más bien, las cumbias, expresaron otras formas de ser más populares y, si se quiere, poderosas, así no nos gusten o, incluso, sintamos que no son cumbias (o que nos la están robando).
Escribo esto, porque en las últimas semanas fallecieron dos de los más importantes cultores de la cumbia, el sanjacintero Juan Alberto Fernández Polo, conocido artísticamente como “Juan Chuchita”, uno de los legendarios integrantes, como voz líder, de “Los Gaiteros de San Jacinto”, quien murió a los 91 años, y el barranquillero Jesús Arturo García Peña, conocido como “Mario Gareña”, autor de canciones emblemáticas como “Raza”, “La Esquina Caliente” y, sobre todo, “Yo me llamo Cumbia”, una declaración de amor a esta expresión musical que, a pesar de las modas y vanidades, es un símbolo de identidad colombiano, y que murió a los 88 años. Tal vez, Chuchita y Gareña será objeto de merecidos homenajes, pues fueron cultores de una tradición que dejó bastantes seguidores. De hecho, Gareña gozó de mucha popularidad a nivel nacional por sus hermosas canciones, su carácter de “showman” y hasta una fallida campaña presidencial que no lo dejó muy bien parado. Claro que, de pronto, no tantos los recordarán, porque, en la inmediatez de la vida contemporánea, muchos pasan al olvido fácilmente.
Así, observando a los muchos artistas maravillosos que han partido recientemente en estos aciagos tiempos (como el gran baterista Charlie Watts, el genio del reggae Lee “Scratch” Perry y el “Caballero del Son” Adalberto Álvarez), a quienes, sin duda, les harán sentidos homenajes, quiero recordar a Juan Chuchita y a Mario Gareña como cultores y representantes de una música (en sus diferentes expresiones), y de muchos otros ritmos, tanto costeños como interioranos (Gareña hizo baladas y hasta joropos), que, estemos donde estemos, moverán al menos una fibra de nuestro cuerpo y, por supuesto, de nuestro corazón.
Y eso no pasará solo aquí, sino en muchos otros lugares, porque la cumbia ya no es solamente nuestra sino también de toda la América mestiza, y eso es algo que vale la pena tener en cuenta y que, por qué no, deberíamos celebrar.
* Petrit Baquero es historiador y politólogo, músico y melómano. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012), Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2014) y La nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).
** Agradezco a Pedro Ojeda, de “Romperayo”, “Los Pirañas” y “Frente Cumbiero”, por sus sugerencias y precisiones para elaborar este texto.