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Tiempos en el vallenato

A propósito del Festival de la Leyenda Vallenata que se lleva a cabo hasta hoy en Valledupar, Cesar, presentamos este texto sobre los tiempos en este género musical.

Félix Carrillo Hinojosa*
04 de mayo de 2024 - 06:58 p. m.
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Son muchos los músicos anónimos que han producido prolíficas obras, que representan a un país, una región, o a un pueblo, y que duermen el sueño de los justos en el más completo olvido. Son tantas las leyendas y paradigmas, que muchas de ellas no alcanzan en justicia a ser reconocidas. Igual ocurre con los nuevos valores, que ante lo rápido que se mueve el mercado diverso que compra y vende, su aporte pasa a un cuarto oscuro, donde la mayoría de las veces es satanizado. Por eso, este recorrido busca mirar que cada uno de ellos está inmerso en tiempos, en los que no importa cuál es la música o arte que desempeña, pero siempre estará sometido por unos códigos sociales, económicos y políticos que de acuerdo a su talento puede moverse y quedarse en ellos, o ser un adelantado y romper esquemas.

Un músico mestizo se acercó a un grupo de personas que departían y escuchaban atentos al indígena arhuaco que tocaba su carrizo de cinco huecos, danzas y ritmos ancestrales. Con su cuerpo pequeño se balanceaba de un lado a otro en procura de llevar el ritmo acorde con sus sonidos. El recién llegado se acomodó cerca de un bulto lleno de paja, que servía de asiento.

Cada gesto del indígena era seguido por él. De pronto, hubo un intervalo que fue aprovechado: sacó de su mochila de fique un manojo de hojas verdes pequeñas que acomodó en su ante pierna. Una a una se las fue llevando a la boca, con las que produjo un concierto de melodías que empezó a atraer a los contertulios. Todos asentían la música que exponía. Era dulce lo que salía del contacto de las hojas con sus labios, con sonidos altos y bajos, llenos de armonía que se colaba entre la bulla de aquellos atraídos por la copiosa música y las rendijas de la casa de barros con techos de palma. En medio de aplausos y sudando copiosamente se sentó en medio de los abrazos. No había terminado de secar su sudorosa frente cuando la música los volvió a sorprender. Un negro alto y fornido sacó del bolsillo de su camisa gris una especie de pocillo de barro en forma de gallo que llevó a su boca. Recorría la ranura de su instrumento con sus labios gruesos, al tiempo que sus dedos tapaba y abría por donde salía la música. “Es una ocarina”, se escuchó entre el silencio.

La música seguía al tiempo que indujo al indígena unirse con su carrizo, acto seguido, el hombre de las hojitas comprende el llamado musical y construyen con sus instrumentos un concierto musical.

Más de un siglo después Francisco Moscote Guerra había llegado hace tres días al puerto de la capital guajira. Tenía mucho tiempo de no ir a Riohacha. Era un anciano ágrafo y analfabeta con noventa y ocho años a cuestas. Su estatura de casi dos metros le daba un porte gigante, sus ojos vivos de color marrón intenso miraban como un águila. Estaba allí porque decidió hablar con el mar.

Toda su vida la vivió abrazado a un acordeón de una hilera, cuyos doce botones expelían música, mientras cuatro bajos, roncos, armonizaban todo su mundo musical. Un día estaba en un caserío, luego saltaba como liebre libre a un pueblo más grande. Su trashumancia lo fue reduciendo. Ya su canto no era el mismo. Sus versos antes llenos de alter ego e impositivos se habían convertido en un leve susurro y sus dedos atrevidos, que recorrían en tiempo atrás con velocidad los pitos de su acordeón, con lentitud se desplazaban en busca de ganarle tiempo al tiempo.

Pero él no había llegado allí para librar una batalla musical. Lo había hecho para conocer lo que desde niño anheló: el mar. Escuchó tantas historias, en boca de los muchos viajeros, que había noches en que alucinaba con esa masa de agua salada. Se sentía navegando y venciendo las olas que se levantaban como grandes muros invencibles. Había vivido para el trago, la parranda y la fiesta eterna; se convirtieron en el lugar común para cada uno de los momentos que hicieron de su vida un eterno jolgorio.

Él había nacido a mitad del siglo 19 en Galán, un caserío afro cercano a Riohacha, que para ese entonces tenía menos de cuatro mil habitantes, separados de la rebelde población indígena, por el río de La Hacha, en el hogar de Ana Juliana Guerra y José del Carmen Moscote, en donde la primera descendía de los cimarrones del palenque de Matitas y el segundo se ufanaba de ser un negro de los de Polonia, una cimarrona de Benkos Biohó, quien en 1581 organizó en la región de Malambo cerca de Cartagena un grupo armado de 150 palenqueras, que derrotó al capitán Pedro Ordóñez Ceballos, y le obligaron a pactar la entrega de tierra y la libertad del grupo, el cual incumplió. Los padres de Francisco tuvieron diez hijos, los cuales lograron criar pese a lo difícil de esa época. Ninguno de ellos fue a la escuela.

Ese amanecer del diecinueve de noviembre de 1953 se levantó más temprano que de costumbre. Arregló su viejo pellón, especie de maletín de hilo, hecho por manos wayuu, metió en él su camisa blanca y un pantalón de color negro intenso. Cerró con cuidado la puerta de la vieja habitación que le había dado su nieta Jacinta Moscote para que pasara sus últimos días. Se enfrentó a la calle de tierra mojada, suspiró largo y se dirigió en búsqueda del mar. Caminó lento como un son, en donde ese ritmo el más pausado de su música lo invitara a seguirlo. Las nubes blancas y la playa de arena de igual color le dieron la bienvenida. Se sentó en la orilla, cogió en su mano derecha un pedazo de una rama, que encontró cercana al sitio que eligió para mirar y hablar con el mar. Nunca lo había visto; lo miró de frente. Empezó a recorrerlo con sus ojos de animal vencido.

“Hoy quiero hablar contigo mar de mil colores”, dijo, mientras se acomodaba, tosiendo varias veces. “Desde niño quise hacerlo, pero mis padres siempre me negaron ese deseo, porque ellos siempre te consideraron peligroso. Pero aquí estoy, para que me cuentes tu vida y de paso si quieres te narro la mía. Exhaló varias veces, con una pausa de guerrero lleno de años, tratando de escudriñar lo que quería encontrar en ese mar de contrastes. Se detuvo como si tuviera en sus manos las historias para desgranarlas una a una. “Te voy a hablar como siempre lo he hecho, sin echar mentiras”, agregó.

Se frenó y miró hacia lo más lejano del mar. No dijo nada, hizo en círculo su mirada para ver quien se encontraba cercano a él. La soledad era total; continuó caminando. Un paso tras otro como contando penas y haciendo memoria de lo vivido, Francisco prosiguió en su relato: “Así duré cinco años, fue cuando entendí que podía hacerle música a mis primeros versos. Recuerdo que el primero lo realicé con lo que hacía a diario, uno que dice: -mi mama me tiene haciendo manda’o, pero ella no entiende que ya no soy Pela’o-.

El día que se lo canté, cogió un carrizo y me pegó con él-. Volvió a recordar ese momento y como si fuera la misma risa del niño trató de volver a ese tiempo, pero que va, comprendió que eran otros y sin querer perderse en ese laberinto del recuerdo se sacudió y solo atinó a decir: “Ese fue el día en que me hice libre y empecé a caminar con la música que ha sido mi vida. Eso que había hecho de niño era una música sencilla. Esos cantos los repetía hasta el cansancio para que no se me olvidaran y a donde iba los cantaba. Unas veces estaba recostado en mi chinchorrollo cantándolos al compás de lo que le sacaba a mi acordeoncito. Otras, al son de unas cumbiambas, fiesta con música de varios días, en donde nos montaban en una mesa grande y con los carrizos tocaba mi música y la gente danzaba alrededor mío y tocaban las palmas. En esos merengues ponían al músico en una mesa y la gente danzaba alrededor de él, tuve contacto por primera vez con una mujer. Ella era morena, bajita y de ojos saltones. La vi una sola vez y me gustó y a ella le pasó lo mismo”.

Francisco sacó de su bolsillo izquierdo de su camisa blanca una foto de la mujer que un día se marchó y se llevó todo lo que tenía para ella. La miró fijamente. Sonrió por un momento, luego dos gruesas lágrimas cubrieron sus mejillas. Guardó con cuidado la foto. Se secó varias veces su rostro y reinició su lento caminar.

“Mira mar, desde que empecé a caminar he visto tu rara manera de ser. Te veo apacible y de una saltas rebelde. Razón tenían mis padres, a ti no hay como entenderte. Mejor te sigo contando la vida de este viejo que vino a conocerte y a despedirse de ti. Un día dejé de tocar carrizo y ocarinas porque vi en la esquina del mercado de mi pueblo tocar acordeón a mi padre. No sabía que él tocaba ese instrumento”, expresó.

Era de color negro como la noche, tenía una hilera de doce botones en la derecha y cuatro bajos en la izquierda. -Me escondí para que no me viera. Era un adolescente de trece años y a nosotros nos estaba prohibido estar en las reuniones de los mayores. Me fui para la casa y sin decirle nada a mi mamá decidí acostarme. Ya sabía que en mi casa había un acordeón. Todos los días que mi padre salía a su trabajo me escapaba con ese instrumento y lo guardaba cerca de una loma que tenía espesa vegetación. Ya no tenía que estar tocando hojitas. Allí aprendí a ponerle melodía a esos versos que había hecho de niño. Cuando mi padre me sorprendió tocando el acordeón ya lo tenía dominado-. Él miró con agrado mi manera de tocar y me dijo: ‘”Eres un hombre. Tú eres ‘Francisco el hombre’. Ese es tu nombre de ahora en adelante”.

Volvió a parar el paso. Miró al más allá, en donde las nubes habían bajado a besarse con el mar. Eran como gruesos cubos que caían en picada y se metían a su profundidad sin pedir permiso. “Así no me lo crea señor mar me enfrenté con el diablo y me lo gané. ¿Quiere que le cuente cómo fue? Se lo voy a decir, sin que me lo pida”.

“Era un veinticuatro de diciembre de 1889, había tocado tres días con sus noches en una fiesta patronal cerca de mi pueblo natal. Todos me dijeron que me quedara porque ese camino era culebrero y no falta un maligno atravesa’o, pero no les hice caso y me fui para mi casa; me hacían falta mis hijos y mi mujer. Faltando como cinco leguas, empecé a escuchar una música fuerte que me invitaba a seguirla. Frené mi mula y esperé. La noche era oscura y sin saber su nombre y sin ver su rostro decidí ponerle atención. Él siguió tocando y hubo un verso que casi me tira al suelo. De los tantos que echó recuerdo cuando dijo: -soy el diablo desata’o, quiero enfrentarme contigo, que de lejos has llega’o, voy a derrotá a Francisco”, evocó.

“En ese momento saqué mi acordeoncito, le hice un registro, eso se daba cuando el acordeonero pasaba sus dedos sobre los pitos del acordeón, para saber si estaba afinado el instrumento. Recordé unas décimas de los negros que junto a los indios sacaban las perlas del mar guajiro: yo soy un negro rebelde, difícil de derrotar, y te voy a contestar; mi mente nunca se pierde, la Iglesia ya no me quiere, después que me ha usado tanto, estoy solo y con quebrantos, soy de mi raza el orgullo y voy a gritarle al mundo estos versos de mi mente”, agregó.

Eran muchas más y esas letras fueron consideradas por la iglesia como satánicas y las llamaron ‘el credo al revés’, pero no lo era, sino un ataque por las injusticias que ellos vivían sometidos por la iglesia y los dueños de la explotación de las perlas, cuyo pago se perdía en el cambio de mando. Siempre como respuesta ante su cobro, el maltrato o el pago, que no era el que se había pactado. Cuando ya no eran útiles, los rechazaban y dejaban tirados en el malecón.

“Ellos usaban a mi antepasado y luego los mataban en vida. Por eso cuando empecé a cantarlas entré en un trance que no supe de ahí en adelante lo que pasó. Solo recuerdo cuando desperté y no sabía dónde me encontraba. Eran las doce del día de un veinticinco de

diciembre de 1889; el sol estaba caliente. El cuerpo me hedía a azufre y la mula que siempre me acompañó en mis andanzas no aparecía. –El acordeón estaba enganchado en unas ramas en forma de cruz. Recogí mi instrumento y como pude llegué a donde mi mujer y le conté todo. Ella no lo podía creer”.

La historia de su enfrentamiento con el maligno se extendió por muchos lugares de la provincia de Padilla, cuyo nombre fue tomado en honor al rey del mar guajiro, el mulato José Prudencio Padilla, lo que le hizo ganar renombre por ser el único acordeonero que le había ganado al mal.

Francisco volvió a detenerse. Miró de nuevo al mar. En busca que este le hablara o de coger fuerzas para seguir diciéndole sus cuitas. Se arregló en su mano derecha una vieja cornelina roja que su madre le había dado estando niño, para que todo maleficio se ahuyentara. -Sí que me ha servido-, dijo. –Cuando empecé a tener fama, muchos músicos, como no podían vencerme con su talento, recurrieron a la brujería y tampoco lo lograron-. -En el amor, después de muerta mi mujer, muchas trataron de agarrarme, pero nunca llegaron por amor sino por mi renombre y eso me dolió-. –Por eso les huía-.

Cogió fuerzas y siguió adelante. En un recodo, se levantaba un promontorio de arena blanca. Allí decidió sentarse. Acomodó su viejo pellón, raído por el uso y los años. Puso a su derecha la gruesa rama que lo había acompañado durante un extenso tiempo. Era el momento de escuchar al enigmático espacio lleno de agua, el mismo que desde niño fue un encanto para

él. –Ahora sí señor mar, quiero que me diga su verdad-, sentenció Francisco. –Si me miente, es usted quien pierde-. –La mentira nunca gana-.

Una ola con fuerza llegó y sobrepasó hasta donde creía ‘Francisco el hombre’ podía llegar. Se levantó bruscamente y buscó un lugar seco. Se estiró cuan largo era y empezó a escuchar una voz fuerte, cuyo sonido lo cubría todo.

-Soy el mar y por mis aguas han pasado, tanto en la noche como en el día, gaviotas y muchos pájaros más, en busca de amor-. -Llevan una sed infinita-. -Son igual que los seres humanos—Creo que mejores que ellos-. –No hacen daño, solo su instinto hace defenderse de lo extraño-. -Un día amanezco triste, porque me mal usan y tiñen de rojo muerte mis aguas-. -O el abuso de pelear encima de mí, sin saber por qué y para qué, en donde al final cantan victoria, quitándole la vida al otro-.

Mientras el mar duró muchas horas contándole a Francisco como es su vida, en 1938, dieciocho años atrás de la partida del caminante legendario, se dio en Urumita, un pueblo guajiro, un hecho que le daría madurez a la píqueria que sostuvo ‘Francisco el hombre’ con el maligno.

Durante diez años, los protagonistas se mandaban versos sin conocerse. Era especie de razones de boca que llevaba el sello personal de cada uno de ellos. Y en ese lleva y trae, propio de nuestra provincia, se ofendieron, se reconocieron y hasta se citaron. Pero como no hay cita que no se cumpla, ni deuda que no se pague, llegó el día y allí entre versos con contrincante presente y luego ausente, uno de ellos, lleno de genialidad hizo un canto que selló la contienda y elevó a esa modalidad al lugar que le correspondía.

Más de ochenta años después, busco en el baúl de los recuerdos sus testimonios que nos cuentan cómo fue todo. Las voces iban y venían, anunciando la contienda musical en la gallera del pueblo. La gente se arremolinaba en procura de encontrar un puesto. Los cinco niveles fueron insuficientes. Los que no pudieron entrar decidieron quedarse esperando las noticias de lo que pasaba al interior.

Un hombre alto, fornido y con un sombrero tartarita puesto a un lado de su cabeza entró de repente y anunció con su voz ronca. -Esta tarde es que se va a saber quién es el que más toca acordeón de los dos. Les pido a las barras que aplaudan al acordeonero de su gusto-.

-Quiero presentarle a Lorenzo Miguel. Él viene de Guacoche, trae su acordeón y repertorio-. Un hombre menudito y de color negro levantó su mano derecha, al tiempo que sostenía apretado en su brazo izquierdo un acordeón de dos hileras. Venía vestido de caqui. Su camisa manga larga traía una flor dibujada en la parte derecha. Se sentó en un taburete. Miró a los lados y empezó a reconocer con una sonrisa a los rostros de sus seguidores. Cambió su gesto cuando el anunciador dijo: -Y ahora viene del Plan, el mejor de todos. Con ustedes, Emiliano Antonio.- Él entró con una sonrisa y levantó su acordeoncito de dos hileras. Se paseó por la valla y miró de reojo a su contendor. Se sentó frente a Lorenzo Miguel. Su camisa azul y su pantalón negro resaltaban su color blanco. Con una mirada aguda recorrió el recinto.

El anunciador se puso en medio de los dos. Pasó su mirada escrutadora y repasó los gestos de los asistentes, miró a los contendores y terminó diciendo: -Estos acordeoneros no se conocían, pero llevan muchos años tirándose puya. Todos sabemos de memoria su música. Se han citado hoy sábado día de la virgen, para que de una vez por todas se conozca al mejor de todos en la ejecución de su instrumento. Cada quien va a tocar y cantar de su inspiración cinco canciones. Si después de escucharlos las barras aplauden a uno más que al otro, este gana. De lo contrario, es la resistencia que los contenderos tengan la que determinará todo.

Los gritos se escucharon en todo el pueblo. Su voz imponente los calló cuando dijo: -Abre la contienda Lorenzo Miguel.- Este alzó la cabeza. Le hizo un registro a su acordeón y le dio rienda a su inspiración.

El tiempo pasaba y la barra contraria se sentía incomoda. A Emiliano le sudaban las manos y no hallaba el momento de tocar su música. El aplauso de los seguidores de Lorenzo lo hizo despertar. Después de escuchar las cinco piezas de su contendor tomó su acordeón y afincó su cabeza menudita sobre su instrumento y empezó a digitarlo. Su música recorría el ambiente. A muchos les empezó a gustar. Después de cinco piezas, en donde el público aplaudió, la respuesta fue igual. Los sonidos de los acordeones se confundían. Las horas llegaban y los acordeoneros trenzados en un duelo de versos y músicas abrazaban la madrugada.

Al final de la tarde, del día siguiente, todos daban por descontado que ganara uno en especial. De pronto, Emiliano se levanta y dice con su voz delgada y cansada: – Lorenzo es bueno tocando el acordeón. Tiene un verso limpio y su repertorio nos gusta a todos, pero quiero terminar mi actuación con una canción que tengo por ahí guardada.- La mayoría cansados empezaban a retirarse cuando una melodía rara los hizo regresar.

Sus dedos pequeños recorrían las dos hileras para darle paso a su voz, que brotaba versos. Terminó diciendo: “Y cuando me oyó tocar le cayó la gota fría”. Esto tomó por sorpresa a su contendor y a los presentes. Los seguidores de Lorenzo pusieron pies en tierra y como pólvora se esparcieron. Emiliano no tuvo tiempo de despedirse de su contendor. Entre abrazos y voces lo llevaban de un lado a otro.

No le dieron tiempo para pensar en lo que había producido. No dijo nada. Mientras caminaba a su casa, las imágenes del encuentro le revolucionaban el espíritu. Llegó como siempre lo había hecho. No hizo ningún ruido para evitar despertar a su compañera y a sus pequeños

Hijos. Toda la noche estuvo pensando en esa melodía de versos punzantes. Con ella a cuesta, se paseaba en procura de vivir muchos días con sus noches.

Mientras él seguía siendo un trashumante de pueblos, esa melodía devoraba moles de concreto y se escucha en las voces de tantos mundos, que no sabían nada de su autor, pero que recibían con agrado el impacto de sus versos y melodía.

A Emiliano Antonio lo volví a encontrar en una fiesta, en donde era como siempre un personaje central de una película que comenzó en blanco y negro y luego le fueron apareciendo tantos colores como un arcoíris colosal. Estaba en primera fila con unas gafas de lentes gruesos, una barba incipiente, el pelo blanco y su rostro de fuelle musical. Su caminar lento lo ponía en el afán de querer alcanzar la otra orilla de un solo salto mientras palmoteaba lento, al ritmo de una pegajosa expresión musical de un niño que atraía a todos.

Con su rostro chimila, cubierto de un pantalón y una camisa blanca manga larga, llena de bordados de varios colores, se paseaba en la tarima de un lado a otro. Miraba al cielo y se enfrentaba a tantos rostros que lloraban y gritaban emocionados.

Era Kaleth Miguel, quien daba la impresión de ser mayor, pero al estar cerca de él, su mirada y expresión reafirmaban lo que siempre fue: un niño genial. Ese descubrimiento se hizo esa noche. Muchos cercanos a él no lo sabían. Frente a su talento empezaron a desfilar los mejores. Unos con historia, otros en pos de construirla. Esas leyendas que querían ganarles a todos sintieron el peso de un niño que quería mostrar lo que traía la nueva generación. Él quería ganarles, pero ante todo, demostrarse así mismo que su música podía lograr un punto bien alto.

Su repertorio no fueron cinco canciones. Cada vez que abría su voz todos pedían más. Empapado en sudor se detuvo frente a Emiliano Antonio. No le dijo nada. Solo sostuvo su índice derecho como lanzándole dardos melódicos o en busca de unir sus sueños y lo señaló. Se miraron fijamente. Fueron unos segundos que se volvieron eternos.

El muchacho sintió la mirada de un zorro de mil batallas. Cada pedazo de él era una décima o un verso de cuatro palabras o su fuerte, la décima, llenos de una música exquisita, un acordeón abierto, bien tocado por las manos del tiempo y que buscaba como tigre hambriento unir pueblos, un sonido de caja que traía en sus bordes apretados y sostenidos por cabuyas, los cantos libertarios de los negros y nuestros nativos, acompasado por una guacharaca de caña que como amuleto llevaba metido en sus bolsillos envejecidos. Emiliano percibió en él la fuerza del verso joven y la melodía de las ciudades que devora todo.

Era como si sus nietos e hijos menores hablaran por él. Sus pensamientos fueron cortados cuando le escuchó decir: -Quiero complacerlos con una canción, que sé, les gusta mucho-. No lo dejaron terminar, el coro del público se hizo presente. Sus músicos acompañantes lo comprendieron así. La respuesta fue una música bajita que le servía de cortina. Cuando intentaba cantar cada verso de su canción era repetida al unísono varias veces por los asistentes.

Cuando terminó su canción, todos corrieron hacia él y el público coreaba su nombre. Toda esa noche, sentimos el talento de un jovencito que hacía música para divertirse. El veterano músico se secó su rostro con un pañuelo blanco mientras lo veía alejarse.

Pasó poco tiempo cuando una tarde nublada escuchó por la radio que ese niño había partido al cielo. Se levantó de su hamaca de colores. Se hizo a una rama de un palo de mango para mantenerse en pie, mientras una lágrima recorría todo su cuerpo aprisionado por el tiempo. Dijo en silencio: “Se parece a mí y ese Vivo en el Limbo es La Gota Fría de este tiempo”.

*Escritor, Periodista, Compositor, Productor Musical y Gestor Cultural para que el Vallenato tenga una Categoría dentro del Premio Grammy Latino.

Por Félix Carrillo Hinojosa*

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