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“Bienvenida, sumercé”. Así me saludó el maestro en mi primer día como clarinetista de la Banda Filarmónica Juvenil de Bogotá. A ese típico acento cachaco de los caballeros de antaño, Francisco Cristancho Hernández le sumó una sonrisa cálida y una mirada bonachona —de esas que los padres les ofrecen a sus hijos en señal de aprobación—. Crucé la puerta del Taller Musical Francisco Cristancho, en el barrio El Polo, para entrar al ensayo de aquella agrupación recientemente creada por la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Éramos 30 músicos entre 18 y 27 años, estudiantes y egresados de las principales facultades de música del país. Corría el año 2015 y el ensayo comenzó —lo recuerdo perfectamente— a las 9:00 de la mañana en punto, ni un minuto más, ni uno menos, con el tradicional pasillo “Adioses”, de Bonifacio Bautista.
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Aquella fue la primera vez que todos los allí presentes fuimos contratados para tocar en una agrupación estable dedicada ciento por ciento a la interpretación de músicas tradicionales de las regiones de Colombia. En un país en el que todo lo foráneo es doblemente valorado, el hecho no es extraño, pero sí lamentable. Por eso, la creación de la Banda Filarmónica —que se asemeja más a una big band que a una banda sinfónica— fue un momento histórico para la memoria y la circulación de las músicas tradicionales en la capital, pero, sobre todo, para la formación de una nueva generación de músicos de conservatorio que llegara a conocer, interpretar y apreciar los bambucos, pasillos, torbellinos, cumbias, porros, joropos o currulaos al mismo nivel que las sonatas y las sinfonías.
La banda fue la cristalización de un trabajo consagrado que había realizado, durante seis décadas, Francisco Cristancho Hernández en sus facetas como intérprete, compositor, arreglista, pedagogo y fundador de varias agrupaciones y centros de formación, como la Orquesta Colombiana, el Centro de Orientación Musical y la Banda Sinfónica de la Policía Nacional.
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Bajo su batuta, y con sus propias versiones musicales para el formato, se renovaron auténticos tesoros como “El guayatuno”, de Efraín Medina Mora; “Velo qué bonito”, villancico tradicional del Pacífico colombiano; bambucos icónicos como “Bochica” y “Bacatá”, de su padre, Francisco Cristancho Camargo, una de las glorias de la música andina; “La cucharita”, de Jorge Velosa; los clásicos caribeños de Pacho Galán, Lucho Bermúdez y Crescencio Salcedo; los joropos y pajarillos de Arnulfo Briceño y muchos, muchísimos temas más que sumaban más de cuatro horas de repertorio.
Ensayábamos de lunes a viernes bajo la tutela del maestro, quien nos enseñaba el fraseo y el alma de cada pieza. Sabíamos que el resultado era el que esperaba cuando cerraba los ojos y sonreía, como quien trae a la mente recuerdos de la juventud. Cuando quería que el sonido de la banda se asemejara al de las orquestas tropicales, exclamaba “¡amacizado!” y soltaba una carcajada cómplice a la que siempre le seguía una anécdota sobre cómo se bailaba pegadito, con el ojo cerrado y cachete con cachete.
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La banda tuvo una gran acogida entre el público; tocábamos hasta dos conciertos al día en auditorios, teatros, parques, plazoletas, espacios públicos, universidades y colegios de todas las localidades de Bogotá. Siempre había uno, dos y hasta tres bises y el maestro los concedía encantado.
Uno de esos escenarios en los que tocábamos frecuentemente, y que Francisco Cristancho recuerda con especial cariño, es el Parque Bicentenario, a la altura de la carrera séptima y en diagonal a la Torre Colpatria. Unos 70 años atrás, en aquel mismo lugar, Francisco padre y Francisco hijo acudían a ver las retretas de la desaparecida Banda Nacional. “Mi papá me llevaba cada domingo y, para motivarme a escuchar la banda, me prometía jugar en el icónico carrusel del Parque de la Independencia”, recuerda el maestro.
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El tiempo lo puso del otro lado, ya no como observador, sino como líder de una de las contadas bandas estables del país, ideada por él mismo, y con la que culminaría su actividad como director hace apenas cuatro años.
“Pachito”, como lo conocen sus amigos más cercanos, nació en Bogotá el 18 de febrero de 1941 y se crió en un ambiente musical junto a su padre, Francisco Cristancho Camargo; su madre, doña Sofía Hernández, y su hermano menor, Mauricio Cristancho, también violinista, compositor y pedagogo. Su padre componía, tocaba la guitarra y el trombón, y cuando Francisco tenía siete años, decidió emprender viaje con toda su familia por varias ciudades de Venezuela y Brasil. “El sitio que más le gusto a mi papá fue Río de Janeiro. Allá vivimos un año en un hotel que se llamaba O’ Globo. En todo ese tiempo, mi mamá me enseñaba lo del colegio y mi papá me enseñaba música. Me acostumbré a verlo estudiar y, cuando menos pensé, yo leía música muy bien”, recuerda el maestro con pleno detalle.
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A su regreso a Bogotá, Francisco Cristancho empezó a estudiar piano en el Conservatorio de Música de la Universidad Nacional con Lucía Pérez, quien fuera maestra de grandes pianistas como Teresita Gómez, Ruth Marulanda, Amparo Ángel y Helvia Mendoza, y quien, en opinión de personajes como Otto de Greiff, fue la creadora de la escuela de piano del siglo XX en Colombia. “Tuve la fortuna de que doña Lucía me escogiera en su selecto grupo de estudiantes y de tener de maestro de teoría a Olav Roots, quien me llevaba de paginista a sus conciertos y me permitió dirigir el coro y preparar los caballitos de batalla del Conservatorio: la Novena sinfonía de Beethoven y el Aleluya de Haendel”, recuerda Cristancho.
Paralelo a su formación de pianista, aprendió trompeta motivado por su padre, instrumento que tocó durante nueve años en la orquesta tropical que dirigía Cristancho Camargo, en la que se tocaban mambos, cumbias y fox-trot en grandes salones de baile, como el Salón Rojo del Hotel Tequendama o el Club El Country. Cultivando la música tradicional andina, la popular y la clásica, Cristancho Hernández fue complementando su carrera de interpretación con la composición y los arreglos. A las clases de piano le sumó las de violonchelo bajo la tutoría de Ludwig Matzenahuer.
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Mientras combinaba su actividad de músico clásico, su padre le pidió que organizara la orquesta del Grill Candilejas. “Cobré $100.000 al mes por toda la orquesta, porque siempre he tenido la inquietud de mejorar el pago de los músicos. Para ese entonces, un pianista de grill ganaba como $4.000 al mes con cesantías y vacaciones, pero el mío ganaba $12.000. Repartí el presupuesto entre toda la orquesta y un día se me ocurrió contratar al maestro Lucho Bermúdez. Se mecía ese Candilejas con semejante orquesta”, relata el maestro.
Un mes después, entraría a ser parte de la Sinfónica de Colombia y dejaría el contrato en Candilejas para dedicarse a la orquesta en la que tocó durante nueve años. Estando allí, tuvo la idea de hacer un programa de música colombiana en formato sinfónico, la cual fue secundada por su hermano, quien también era violinista de la orquesta.
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“Recuerdo muy bien que el día que llegó el hombre a la Luna hicimos un concierto con la Sinfónica en el que, por primera vez, incluimos música tradicional colombiana: “Sureño”, una obra de mi hermano; “Guatavita”, bambuco de mi padre; “Adioses”, de Bonifacio Bautista, y la “Fantasía” sobre motivos colombianos, de Pedro Morales Pino. El Teatro Colón estaba repleto y ese programa les encantó”, dice Cristancho.
Además de ser parte de la Sinfónica de Colombia, Francisco Cristancho tocaba en la orquesta de Luis Biava y era primer violonchelo de la Orquesta Colombiana de Arcos de Blas Emilio Atehortúa. Un día, Atehortúa le pidió que lo reemplazara como director en la Sala de Conciertos Luis Ángel Arango y Cristancho aceptó con la condición de hacer un repertorio de música colombiana. Desde entonces, la agrupación pasó a llamarse Orquesta Colombiana y quedó bajo el liderazgo del maestro, quien gestionó contratos y grabaciones discográficas con la agrupación a partir de 1971.
Los retos musicales no se detuvieron. Fundó y dirigió el Centro de Orientación Musical, la Coral Colombiana y los grupos vocales Iza y Sugamuxi, la Banda Sinfónica de Bogotá, el Centro de Documentación del Tolima y el Taller Musical Francisco Cristancho. Además, fue director de las bandas sinfónicas de Boyacá y Tolima, así como del Departamento de Música de la Universidad Pedagógica de Tunja.
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Aunque antes de cumplir una década en la Sinfónica se retiró de la orquesta, su actividad como intérprete, compositor, arreglista y docente nunca paró, dándole prioridad a la enseñanza, la creación y la difusión de las músicas tradicionales colombianas. De hecho, bajo su tutela se han formado más de cuatro generaciones de músicos, entre los que sobresalen el baterista Germán Sandoval, el bajista y compositor Juan Carlos Padilla, los pianistas William Maestre, Orlando Sandoval, Ricardo Uribe y Fabio Martínez, y la cantante y guitarrista Ana María González, entre otros.
Francisco Cristancho vive con su esposa en Anapoima, sigue tocando el piano y escribiendo arreglos y composiciones. Su legado es la continuación de una labor que inició su padre y la extensión de una saga musical que se completa con dos de sus hijos: Andrés Francisco Cristancho, director de la Banda Filarmónica, y Eliana Cristancho, compositora y pedagoga.
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Siete años después de mi primer ensayo en el Taller Musical Francisco Cristancho, sigo recordando cuatro virtudes del maestro: su extrema puntualidad como sinónimo de respeto; su memoria prodigiosa, su humildad y su inmensa generosidad hacia colegas, estudiantes y artistas. No en vano, Francisco Cristancho repite una frase de su padre que ha sido el faro de sus siete décadas de trayectoria artística: “Mijo, recuerda que el aire es para todo el mundo”.
*Clarinetista y periodista cultural.