Gustavo Gutiérrez Cabello: la lírica mayor del vallenato

Con más de veinte producciones musicales y más de cien canciones grabadas, el aporte de Gustavo Gutiérrez Cabello es una realidad que sirve de referente especial para una cultura musical como la colombiana.

Félix Carrillo Hinojosa*
07 de abril de 2018 - 07:37 p. m.
Gustavo Gutiérrez Cabello nació el 12 de septiembre de 1940 en Valledupar, Cesar.  / Cortesía
Gustavo Gutiérrez Cabello nació el 12 de septiembre de 1940 en Valledupar, Cesar. / Cortesía
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En la plaza mayor de Valledupar, cerca de una de sus esquinas, estaba una casona colonial en donde repartían sus expresiones de cariño Teotiste Cabello Pimienta y Evaristo Gutiérrez Araujo, ya fallecidos. En uno de esos cuartos, nació el 12 de septiembre de 1940 quien es hoy uno de los más destacados creadores del vallenato, el mismo que le dio la mayor madurez a la lírica de una música campesina.

Se llama Gustavo Enrique, quien desde niño sabía para qué estaba hecho. De eso estoy seguro, como también lo estoy de que los poetas españoles Guillermo Breer, Federico García Lorca, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Gala; y los colombianos Jorge Robledo Ortiz, Antonio Comas, “el indio Duarte”, dejaron regados los trozos más hermosos de sus poesías, al tiempo que los músicos Horacio Guaraní, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Agustín Lara, se encontraron para repartir tantas quejas de amor que no les cabía en sus bohemias almas.

Todo eso ocurrió en el mismo lugar en donde el llanto de un niño fue bautizado con música. Ese fue el inicio de lo que sería después la consolidada historia defendida por un muchachito delgado, de voz trémula, consentido por sus padres, en especial por la inolvidable Teotiste Cabello, quien lo mimaba en demasía. Él encontró la formula especial para decirles a todos que su forma distinta de componer y hacer sus letras lo salvaría de lo denso que era ese ambiente de principios de la década del 60.

Ya había entrado en sus dos primeras décadas de edad y había estudiado Administración, pero sentía que ese cartón no le serviría de nada para la vida que aspiraba a llevar. A esa historia que estaba por empezar le llegaría el detonante especial envuelto en la palabra amor. Mientras estudiaba en Bogotá, fueron muchas las cartas que se atrevió a escribir para su amada que había quedado en Valledupar. Nunca hubo respuesta, hasta que un amigo le dijo: “no le escribas más, ella se va a casar”. De ese momento amoroso surgió, en 1963, el paseo Confidencias, en el que se cansó de repetir: “Bésame todos los días, hasta la hora de la muerta y más allá de la muerte, no me olvides vida mía”.

Él nació en esa tierra considerada después como “la capital mundial del Vallenato” y por otros como “el vaticano del vallenato”. En una de esas vacaciones vividas en su pueblo, de nuevo se encontró con el amor. Ella llegó de Barranquilla. Tenía el encanto y la ternura de mujer preciso para cautivar a un naciente poeta. Cuando la vio doblar la esquina, en compañía de unas amigas, se sobresaltó. Era la primera vez, después de ese fracaso sentimental, que eso le ocurría a su joven corazón. Era una mujer hermosa y cuyos ojos le hablaron ese día. Él decidió darle rienda suelta a la inspiración y le dijo con música lo que sentía, “por ti Cecilia hermosa, yo daría (Bis), toda mi vida entera y dos vidas si tuviera”.

 Atrás había quedado el pequeño que se asomaba por el ventanal de una casa del que salían unos sonidos musicales que brotaban de un piano, tocado por Fabriciana Calderón, la mujer del “Cachaco” Benavides, el hombre al que Escalona le retrató como buen pintor de textos, las arrugas que trataba de esconder. El mismo que jugó futbol, se fue al río y se tiraba del sitio más alto o el que llegaba al único teatro, siempre de último y por eso como castigo, le tocaba ponerle el cerrojo. Era el de los ojos café oscuro, con una piel entre morena y clara, que se había vuelto hombre. El mismo que otra vez volvió a llorar y como hecho raro, por causas del amor.

Llegó al mundo de la parranda vallenata comandada por los mayores. Siempre cantaba y tocaba hasta el cansancio lo mismo y cada vez que se encontraba con ellos… “lo mismo”, volvía a tener el protagonismo. En uno de esos encuentros, con su concertina al pecho, un pañolón rojo al cuello, su camisa remangada y con el último perfume de moda, decidió cantar sus nacientes creaciones: Suspiro del alma, La espina, Confidencias y Morenita.

No llevaba dos canciones interpretadas, cuando esos mayores se pararon y dejaron solo al “árabe” como le apodaron siempre. Ellos querían seguir escuchando más de lo mismo. Eso lo comprendió el nuevo autor. No se molestó, pero sí despertó ante el comportamiento de quienes consideraba su mayor apoyo, frente a sus sueños musicales. Eso lo hizo seguir con su trio “serenata” tocando bambucos, boleros y pasillos

Eran los tiempos en que empezaron a llegar a la provincia y en especial a Valledupar, los mejores vientos, productos de aquellos viajes interminables en donde Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Zamudio, Fabio Lozano Simonelli, Nereo y Manuel Zapata Olivella, ya fallecidos, dejaron una buena semilla. Fueron los tiempos en que todos ellos, llegaron a considerar a esta tierra como El paraíso. Era el tiempo en que Escalona, con solo abrir la boca, invitaba a todos a meterse en la aventura de reafirmar lo que sus canciones relataban. Así surgió un contingente de amigos, que se fueron para Valledupar, tras el rastro del ya consagrado autor vallenato.

Gustavo Gutiérrez Cabello un día sintió que a esa música que él tenía como muy suya, la afectaría las diversas expresiones musicales que llegaban por diversos medios. Las rancheras y corridos inundaban la provincia musical con sus películas, lo que llevó a muchos comportamientos foráneos. Ya la música vallenata tenía un recorrido en la grabación, muchos de los que fueron los patrones esenciales del género se habían apoderado de Barranquilla, Cartagena y Medellín, los tres primeros guetos que surgieron ante la avezada labor de los campesinos que se dieron a la tarea de masificar todo lo que había estado represado por más de dos siglos.

 A Gutiérrez Cabello le correspondió, por iniciativa de Consuelo Araújo Noguera y Darío Pavajeau Molina, dirigir la Oficina de Turismo del Cesar de 1974 a 1979, tiempo en el que pese a los limitados recursos para organizar esos Festivales y al hambre desmedida de los políticos por apoderarse de la organización, logró fortalecer ese sueño convertido en una realidad.

Un año después, el joven creador con sus 28 años cumplidos se presentó a la recién creada categoría de la canción inédita de ese Festival. Seleccionó el paseo Rumores de viejas voces, grabada luego por Alfredo Gutiérrez Vital,  para convertirse así en el primer ganador de ese concurso. Ese tema, es una queja premonitoria que alertó a la comunidad vallenata de lo que fue luego una realidad: el vallenato como música fuerte, se abrió al diálogo con otras músicas locales del mundo y Valledupar pasó de lo rural a lo urbano, al tiempo que el creador decía: “ya se alejan las costumbres del viejo Valledupar, no dejes que otros te cambien el sentido musical”.

Veintitrés años después se le dio por volver al concurso de la canción y qué mejor escenario que el Festival y mucho más si la obra que tenía creada recogía lo que todos querían escuchar. Paisaje de sol es un relato autobiográfico, grabado por Jorge Oñate y Juan Rois, en el que la mano amiga del provinciano se abre de par en par para brindar su bienvenida, como lo testimonia su creador “dame tu mano mi amigo, que quiero saludarte, desde hace un tiempo que busco, la forma para hablarte”.

Empieza a hacer crecer su imagen de renovador y la gente, muchas de las que no creyeron en la propuesta musical de Gustavo Gutiérrez Cabello, se sumaron a la romería de seguidores que se multiplicaba como por arte de magia.

De ahí en adelante la vida del creador no fue fácil. Su mundo se convirtió en “amores que van y vienen”, soledades sin riquezas, a veces olvidado, nuevas canciones a las que decidió regalar en busca del mundo para que se apoderaran de ellas. Más solo que acompañado, Gustavo Enrique comprendió que debía replantear su manera de vivir. Ya no estaban sus padres y hermano, ya el Valle crecía a ritmo acelerado, con el que los rostros que acostumbró a ver en la plaza ya no estaban y los que llegaron, no se parecían a él ni lo reconocían.

Después de dos años de amores, en donde hubo vientos a favor y en contra, llegó Jenny  Leonor  Armenta y empezó a cicatrizarle las heridas, a quererlo como se debe hacer con los portadores de música y llenar de retoños a su hogar. Así nacieron Enrique José, Evaristo y Gustavo José, de un matrimonio con más de dos décadas, al que poco le apostaron pero que sus dos protagonistas le han dado las mejores expresiones de solidez. Con la periodista Lolita Acosta, fallecida, tuvo a su hijo Jaime Daniel, quien también ya murió.

“Gustaveta” el bautizado y querido así por el pintor Jaime Molina Maestre ha sido protagonista de merecidos reconocimientos por su aporte al vallenato. En 2013, la versión 46 del Festival de la Leyenda vallenata se hizo en su honor. Fue un encuentro con el hombre que no se amilanó cuando sintió que sus nacientes creaciones generaron rechazo. Hoy la historia es distinta. Estamos frente a un triunfador, frente al hombre que le apostó al cambio con sentido vallenato. El mismo que inició grabando para sellos Orbe y Bambuco sus primeras canciones, junto a su primo Fredy Molina, la caja de Pablo López, con el apoyo de Santander Díaz, ya fallecidos, la guitarra de Hugues Martínez,  quienes siempre creyeron en la forma distinta de hacer y ver la música.

Gutiérrez Cabello es el mismo que compuso un canto romántico con el alma adolorida, pero que también narró a través de una rebeldía social la tragedia de los algodoneros, los dolores que empezaron a vivir los pueblos por la inequidad del centralismo y el abandono estatal. A todo le cantó, el más grande de los románticos del vallenato.

Con más de veinte producciones musicales y más de cien canciones grabadas, el aporte de Gustavo Gutiérrez Cabello es una realidad que sirve de referente especial para una cultura musical como la colombiana, que tiene en este personaje, al mayor propiciador de hechos que han llevado a que se pueda hablar de una posmodernidad en el vallenato.

Cuando se empiece a buscar en el extenso libro de nuestra música, se encontrará su nombre en letras inmensas, sustentado por las melodías y textos de canciones destacadas. Habrá a quienes le guste un Lamento provinciano, La gaviota, Mi novia juvenil, El regalito, o Mi niño se creció, sumados a un centenar de cantos de gran factura.

Así es él, un romántico que nunca se olvidó de la realidad que lo circunda. Por eso Gustavo Enrique es un narrador creíble, si cualquiera quiere entrar a su mundo sin necesidad de hablar con él, solo con buscar la historia del nacimiento de sus cantos, verá cómo cada uno de los personajes insertados en esa narrativa, le puede contar lo veraz del relato y lo inmenso que encierra ese contador de los hechos.

No hay duda de que su verso predilecto es: “yo siempre soy Gustavo Gutiérrez, el que canta muy triste en el Valle, el del cantar herido, por polvoriento que sea el camino, yo no le tengo miedo  a la distancia, si allí encuentro el olvido”.

*Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.

Por Félix Carrillo Hinojosa*

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