James Johnstone y un concierto inolvidable
Reseña sobre la presentación ofrecida por el clavecinista y organista inglés en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, como parte de la Temporada Nacional de Conciertos 2018 del Banco de la República.
Alexander Klein*
En una época en que la obsesión por lo inmediato y lo fácil se ha tomado casi todos los ámbitos de la vida diaria, en que hay más personas que se clavan a mirar sus pantallas de celulares en lugar de leer un libro o entablar una conversación con una persona físicamente presente, los eventos musicales que ofrece la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango se han convertido en algo así como un oasis en medio de un mundo que cada vez más rápido avanza hacia su decadencia y auto destrucción.
Uno de estos eventos fue el concierto del clavecinista y organista inglés James Johnstone. Ante una sala con boletería agotada, se puede decir que el doble recital que ofreció este músico fue uno de esos momentos raros en que todo se suspendió, todo se apagó (incluidos casi todos los celulares del público) para darle preeminencia al arte. Qué delicia. No importó que Johnstone se mostrara tan frío como un hielo durante todo el concierto, o que el evento como tal empezara veinticinco minutos tarde. Porque apenas sonaron las primeras notas del Preludio y Chacona en do mayor de Jean-Henri D’Anglebert, el ajetreo de una semana llena de malas noticias, y los insultos que recibí ese mismo día cuando un perro chocó contra mi bicicleta en una carrera séptima intransitable, valieron todos la pena.
Debo resaltar que Johnstone, de por sí, fue muy generoso con el programa que eligió para el concierto. Con una primera parte de música para clavecín que incluyó seis compositores barrocos rara vez interpretados, y con una segunda parte que incluyó siete obras para órgano de Johann Sebastian Bach (todo un banquete para sus entusiastas), se puede decir sin temor a exagerar que el recital fueron dos conciertos en uno, interpretados ambos por uno de los mejores instrumentistas que han venido a Colombia este año. De la técnica de Johnstone no hay prácticamente nada qué reprochar: su articulación en el clavecín es impecable, y el músico inglés posee una gran habilidad para sacarle expresión y dinámicas a un instrumento que es muy limitado en la paleta del volumen. A esto debe agregarse su disposición de ofrecer un programa realmente original, pues es un viento de aire fresco escuchar casi una hora de música barroca y no ver los nombres de Scarlatti, Händel o Telemann.
Terminada la primera parte del programa, no se notaba cansancio en el público, pues además del contraste que Johnstone utilizó como la herramienta infalible que es a la hora de nunca aburrir al oyente, todos en el público sabíamos que la segunda parte del concierto tendría el gran atractivo de ver y escuchar un órgano en vivo, lo cual en Colombia sigue siendo un lujo, a pesar de la reciente restauración del órgano de la Catedral Primada y otros pocos ejemplares servibles que aparecen de vez en cuando en alguna parroquia que se toma la molestia de contratar organista (otra profesión casi muerta en este país, como tantas otras del campo musical). En efecto, apenas el órgano hizo su gloriosa entrada al escenario, el instrumento se vio invadido por decenas de asistentes quienes, con la curiosidad y el asombro de un niño, lo fotografiaron como si se tratara de una celebridad, lo cual debo admitir que admiré mucho estando acostumbrado a vivir en una sociedad que idolatra el reguetón, los automóviles y los implantes de silicona.
Sentado este excelente preámbulo, inició la segunda mitad del concierto, y apenas sonaron algunos de los dos mil cuatrocientos treinta y seis tubos que tiene el órgano, la vida ajetreada del público volvió a suspenderse para darle paso al sonido de algunas de las creaciones más complejas, nobles y hermosas que han salido de ese ser raro de la humanidad que fue Bach. Aquí, como en la primera parte del concierto, la técnica de Johnstone fue impecable, no obstante el pie izquierdo que a veces se le quedaba atrás en el tempo con respecto a sus manos. Como el músico consumado que es, Johnstone ocultó estos defectos y por lo menos dos notas falsas que se le escaparon en la primera parte del programa, lo cual hizo con tal habilidad y desembarazo que pasaron prácticamente desapercibidos.
Pasadas las casi dos horas que duró en total el recital, creo no estar solo al decir que este concierto fue como entrar a un templo donde pude recordar que, detrás del ruido incesante de la ciudad y de las malas noticias que surgen cada segundo de nuestras vidas, todavía hay lugares donde se pueden compartir momentos en que todos, silenciosos, podemos admirar la belleza y la majestuosidad del arte que los humanos somos capaces de crear cuando nos despojamos de nuestros vicios y de las ideologías dañinas que han gobernado por siglos los destinos del mundo. No por accidente dijo alguna vez el filósofo Nietzsche que «la vida sin música sería un error». ¡Cuánta razón tenía él!
* Profesor de cátedra de la Universidad de los Andes. Autor y editor de las obras completas de Oreste Sindici (1828-1904), trabajo de investigación publicado por Ediciones Uniandes.
En una época en que la obsesión por lo inmediato y lo fácil se ha tomado casi todos los ámbitos de la vida diaria, en que hay más personas que se clavan a mirar sus pantallas de celulares en lugar de leer un libro o entablar una conversación con una persona físicamente presente, los eventos musicales que ofrece la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango se han convertido en algo así como un oasis en medio de un mundo que cada vez más rápido avanza hacia su decadencia y auto destrucción.
Uno de estos eventos fue el concierto del clavecinista y organista inglés James Johnstone. Ante una sala con boletería agotada, se puede decir que el doble recital que ofreció este músico fue uno de esos momentos raros en que todo se suspendió, todo se apagó (incluidos casi todos los celulares del público) para darle preeminencia al arte. Qué delicia. No importó que Johnstone se mostrara tan frío como un hielo durante todo el concierto, o que el evento como tal empezara veinticinco minutos tarde. Porque apenas sonaron las primeras notas del Preludio y Chacona en do mayor de Jean-Henri D’Anglebert, el ajetreo de una semana llena de malas noticias, y los insultos que recibí ese mismo día cuando un perro chocó contra mi bicicleta en una carrera séptima intransitable, valieron todos la pena.
Debo resaltar que Johnstone, de por sí, fue muy generoso con el programa que eligió para el concierto. Con una primera parte de música para clavecín que incluyó seis compositores barrocos rara vez interpretados, y con una segunda parte que incluyó siete obras para órgano de Johann Sebastian Bach (todo un banquete para sus entusiastas), se puede decir sin temor a exagerar que el recital fueron dos conciertos en uno, interpretados ambos por uno de los mejores instrumentistas que han venido a Colombia este año. De la técnica de Johnstone no hay prácticamente nada qué reprochar: su articulación en el clavecín es impecable, y el músico inglés posee una gran habilidad para sacarle expresión y dinámicas a un instrumento que es muy limitado en la paleta del volumen. A esto debe agregarse su disposición de ofrecer un programa realmente original, pues es un viento de aire fresco escuchar casi una hora de música barroca y no ver los nombres de Scarlatti, Händel o Telemann.
Terminada la primera parte del programa, no se notaba cansancio en el público, pues además del contraste que Johnstone utilizó como la herramienta infalible que es a la hora de nunca aburrir al oyente, todos en el público sabíamos que la segunda parte del concierto tendría el gran atractivo de ver y escuchar un órgano en vivo, lo cual en Colombia sigue siendo un lujo, a pesar de la reciente restauración del órgano de la Catedral Primada y otros pocos ejemplares servibles que aparecen de vez en cuando en alguna parroquia que se toma la molestia de contratar organista (otra profesión casi muerta en este país, como tantas otras del campo musical). En efecto, apenas el órgano hizo su gloriosa entrada al escenario, el instrumento se vio invadido por decenas de asistentes quienes, con la curiosidad y el asombro de un niño, lo fotografiaron como si se tratara de una celebridad, lo cual debo admitir que admiré mucho estando acostumbrado a vivir en una sociedad que idolatra el reguetón, los automóviles y los implantes de silicona.
Sentado este excelente preámbulo, inició la segunda mitad del concierto, y apenas sonaron algunos de los dos mil cuatrocientos treinta y seis tubos que tiene el órgano, la vida ajetreada del público volvió a suspenderse para darle paso al sonido de algunas de las creaciones más complejas, nobles y hermosas que han salido de ese ser raro de la humanidad que fue Bach. Aquí, como en la primera parte del concierto, la técnica de Johnstone fue impecable, no obstante el pie izquierdo que a veces se le quedaba atrás en el tempo con respecto a sus manos. Como el músico consumado que es, Johnstone ocultó estos defectos y por lo menos dos notas falsas que se le escaparon en la primera parte del programa, lo cual hizo con tal habilidad y desembarazo que pasaron prácticamente desapercibidos.
Pasadas las casi dos horas que duró en total el recital, creo no estar solo al decir que este concierto fue como entrar a un templo donde pude recordar que, detrás del ruido incesante de la ciudad y de las malas noticias que surgen cada segundo de nuestras vidas, todavía hay lugares donde se pueden compartir momentos en que todos, silenciosos, podemos admirar la belleza y la majestuosidad del arte que los humanos somos capaces de crear cuando nos despojamos de nuestros vicios y de las ideologías dañinas que han gobernado por siglos los destinos del mundo. No por accidente dijo alguna vez el filósofo Nietzsche que «la vida sin música sería un error». ¡Cuánta razón tenía él!
* Profesor de cátedra de la Universidad de los Andes. Autor y editor de las obras completas de Oreste Sindici (1828-1904), trabajo de investigación publicado por Ediciones Uniandes.