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El 27 de enero de 1901 Giuseppe Verdi falleció en el Grand Hotel de Milán. A pesar de su muerte, Verdi continuó siendo una institución más allá de las fronteras italianas. Con Falstaff el maestro completó 28 óperas, compuestas en un arco de 52 años. El “Oso de Busseto”, como lo llamaban sus amigos cercanos, fue un hombre generoso. Sus intereses iban más allá de la fama y el dinero que le producían sus composiciones.
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Verdi contribuyó a la construcción de un hospital, ayudó al desarrollo de las técnicas de agricultura y, gracias a los fondos que dejó antes de su fallecimiento, hoy los músicos de la tercera edad encuentran un lugar acogedor en La Casa de Reposo Verdi. No es sorprendente, entonces, que, a las afueras de su última morada, los habitantes de Milán cubrieran con paja la calle, para que el maestro pasara sus últimos días de vida en máxima tranquilidad.
Encontrarse con una obra verdiana es una experiencia completa. Mencionemos, por ejemplo, el electrizante Nabucco de 1842. Desde su adolescencia, Verdi compuso pequeñas miniaturas para la banda de su pueblo, sin perder de vista su interés, siempre presente, por el canto.
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Algunas de las óperas de su primer período fueron asociadas con la independencia italiana, logrando así, que el pueblo se identificara con la fuerza de la música y sus libretos. Verdi fue un hombre de teatro. Entre sus ídolos podemos mencionar a Ludwig van Beethoven y a William Shakespeare. En la habitación del compositor, en el Museo Verdi de Santa Ágata, se conservan los volúmenes de los cuartetos del compositor alemán, así como las obras para teatro del escritor inglés. Macbeth (1847) fue su décima ópera, y la primera de tres, basada en la obra de Shakespeare, siendo las otras dos Otello y Falstaff.
El compositor italiano fue un experto en el arte de la caracterización y no sentía temor a la hora de tomar riesgos. Verdi exigió a los protagonistas ir más allá de una bella línea melódica. Algunos pasajes de la música de Macbeth pueden resultar modernos para nuestros oídos.
En 1852 surge la llamada trilogía popular de Verdi. En La Traviata y Rigoletto, el compositor rompe los esquemas del bel canto de la época, dando importancia a la secuencia escénica, mientras que en El Trovador, el maestro rinde homenaje a la tradición con una colección de arias, coros, duetos y ensambles de gran belleza. Esta ópera, para ser representada con éxito, requiere de cinco cantantes de lujo, capaces de sortear las exigencias musicales y dramáticas que impone el compositor.
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Don Carlo hace parte de las óperas del período maduro de Verdi. El maestro trata las voces como un instrumento musical cercano a la orquesta. En estas obras abunda el detalle orquestal, y el público se acerca más a la psicología de los protagonistas.
Tras el fallecimiento de Verdi el mundo buscó a un sucesor. En el firmamento musical ya existía un joven artista. Su nombre era Giacomo Puccini, quien provenía de una importante dinastía musical en la ciudad de Lucca. Fue la música de Verdi la que abrió el camino de la lírica a Puccini. Todo inició una tarde, cuando viajó en bicicleta de Lucca a Pisa, para asistir a una representación de Aida en 1876. Después de sobrepasar grandes dificultades, Puccini logró estudiar en Milán, tierra de la ópera. Los éxitos no se hicieron esperar y fue así como, en 1896 en la bella ciudad de Turín, llegó por primera vez al escenario la historia de amor entre el poeta Rodolfo y la florista Mimí de La Bohème.