La integridad de Ana Gabriel
Mañana se presenta en Bogotá la compositora y cantante mexicana para conmemorar 50 años de su carrera artística. Cantará algunos de sus temas inmortales, como “Quién como tú”, “Un estilo”, “A tu lado” y “Simplemente amigos”, que la han llevado a obtener numerosos premios internacionales, y a ser nominada varias veces a los Grammy.
Fernando Araújo Vélez
Una y otra vez dijo que a los seis años decidió que iba a ser cantante, que saldría en los programas de televisión y que sería famosa, más allá de que no supiera bien lo que significaba ser famosa. Vivía entonces en Sinaloa, México, a un paso de los Estados Unidos, y a uno más de las complejas y tristes historias que escuchaba sobre gente que se iba al otro lado de la frontera o que se quedaba en este, o que viajaba en barcos desde muy lejos para alcanzar sus sueños, como sus abuelos. Ella escuchaba, y, sin embargo, no entendía mayor cosa. Como la palabra fama, las fronteras y la inmigración eran asuntos de adultos.
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Una y otra vez dijo que a los seis años decidió que iba a ser cantante, que saldría en los programas de televisión y que sería famosa, más allá de que no supiera bien lo que significaba ser famosa. Vivía entonces en Sinaloa, México, a un paso de los Estados Unidos, y a uno más de las complejas y tristes historias que escuchaba sobre gente que se iba al otro lado de la frontera o que se quedaba en este, o que viajaba en barcos desde muy lejos para alcanzar sus sueños, como sus abuelos. Ella escuchaba, y, sin embargo, no entendía mayor cosa. Como la palabra fama, las fronteras y la inmigración eran asuntos de adultos.
Asuntos delicados, como decían los mayores. Ella prefería cantar y escribir letras de canciones. Inventar. Y si tocaba elegir otras cosas, se quedaba con las historias de ultramar de su abuelo, Yang Quing Yong, el padre de su mamá, Isabel, que se había subido a un barco a finales de los años 40 y desde su China natal y ancestral había terminado en San Francisco, California, para luego establecerse en Sinaloa. Eran tiempos de guerra y de postguerra, como casi todos los tiempos del siglo XX, épocas de cambio, también, como todas las épocas del siglo XX y de los siglos anteriores.
En el 49, la revolución comunista de Mao Zedong le había puesto punto final a una guerra civil de más 20 años que había dividido al país entre nacionalistas y comunistas, y había dejado miles de miles de muertos y de heridos, de hambre y miseria. La familia Yong huyó de aquella barbarie, y poco a poco se fue asentando en México. El 10 de diciembre del 55, varios años más tarde, nació Ana Gabriel. Fue bautizada como María Guadalupe Araújo Yong, y registrada en las actas de nacimiento de Guamúchil, Sinaloa, como hija de Ramón Araújo Valenzuela e Isabel Yong.
Años más tarde, en 1979, después de mudarse a Tijuana, y luego a Ciudad de México, y de probar con sus canciones y fracasar, y de limpiar pisos y casas y de hacer de mesera en bares y hoteles, y de estudiar contabilidad, por si acaso, Edi Vladimir, un amigo que se presentaba como empresario del arte y los artistas le dijo que en adelante sería conocida como Ana Gabriel, en parte por su devoción a Juan Gabriel, en parte por supersticiones de músicos y cantantes, y en parte porque, decía, era un nombre corto y pegaba. Ella le hizo caso. Lo que le importaba era cantar, y si podía, cantar sus canciones.
Desde niña había soñado con ser como María Grever o como Agustín Lara, y que el pueblo mexicano todo supiera quién era y cantara con ella. En realidad, por aquellos tiempos, primeros años 60, no tenía mucha idea de qué decían las canciones de la Grever o del señor Lara, pero le sonaban a amor, a romance. Ella era una enamoradiza en germen, por el amor, por las películas de María Félix, Jorge Negrete y Miguel Aceves Mejía, por lo que murmuraban sus amigas. “Pero esa boquita tuya habrá de decirme te quiero”, cantaba cada vez que en la radio sonaba “Tú y las nubes”, de Miguel Aceves, como llamaban a Mejía.
Y cada vez que sonaba María Bonita, ella era aquella María bonita. Los juegos daban para todo, incluso, para que ella se imaginara de un escenario a otro, con decenas de miles de fanáticos coreando sus canciones y su nombre. Pasado el tiempo, se inscribió como compositora en un concurso, “Valores Juveniles”, y empezó a ser conocida. Sus canciones de amor y de desamor conjugaban casi que perfectamente con su voz desgarrada, como de cuerdas agujereadas. Ella cantaba “Tierra de nadie”, “Pecado original”, o “Quién como tú”, y lo que decían las letras se multiplicaba por el color de su voz.
Con su voz, con su estilo, “Un estilo”, como tituló uno de sus discos, con su obsesión por ser ella, logró marcar diferencias cada vez más profundas. Una y mil veces le habían dicho que su voz no era comercial, y una y mil veces más ella había respondido que era su voz, y punto. El público fue su cómplice siempre, como afirmó tiempo después, y el público la fue eligiendo año tras año, hasta sumar 50, por ser única, por no dejarse llevar por los estereotipos de cómo se debe cantar y con qué voz y vestida de qué forma. “Cuando fracasaba, mi padre me decía que había una gran diferencia entre ser cantante y querer serlo”.
Él había creído siempre que ella era cantante, no que quería serlo, y ante sus caídas, y más que nada ante la negligencia y la debilidad de quedarse en la derrota, le decía que se sentía desilusionado, contó en un programa de plataformas digitales que se llama “Al rojo vivo”. Ella era cantante, y por encima de eso, compositora. Creaba mundos, y dentro de ellos era esencial cómo esos mundos se comunicaban entre sí y con el de verdad. Allí, en aquella ecuación, eran fundamentales sus vivencias, la manera en que se enfrentaba al amor, y por supuesto, al desamor, y su voz. En una sola palabra, su “integridad”.