Lo que William Ospina escribió sobre Óscar Agudelo en “Guayacanal”
A propósito del fallecimiento del cantante Óscar Agudelo, recordamos este capítulo de “Guayacanal”, novela escrita por William Ospina.
Mi padre tenía entonces un dueto con Óscar, un muchacho de Herveo que más tarde se haría famoso. Tenía perfil de águila, ojos luminosos, un rostro de galán de cine y una voz poderosa que cautivaba a todo el mundo. Se hicieron una foto de estudio, tal vez en Manizales, en la que estamparon el nombre del dueto, Alma Colombiana, pero no cantaron juntos mucho tiempo. Por una acusación falsa, y por la violencia política que crecía, aquel joven que asistía a veces al padre Faustino, que estudiaba sastrería y que les leía en corrillo a los muchachos las novelas de Vargas Vila, decidió abandonar el pueblo y se fue como cantante de un circo. Nadie supo de él por varios años, pero cuando lo oyeron nombrar de nuevo Óscar Agudelo ya era famoso cantando tangos y valses, y sus discos se oían por toda Colombia.
A comienzos de siglo había una gran ciudad en Suramérica y era Buenos Aires: allí se mezclaron las músicas campesinas de la pampa y de la cordillera con las músicas de los inmigrantes que llegaban de Italia, de Europa Oriental y de la misma Rusia. Esas milongas y esos tangos con los que la Argentina saludó su expansión se convirtieron en una promesa para el continente: eran los dramas eternos de la pobreza, del amor contrariado, de la soledad, en un nuevo escenario, el de la ciudad que crecía, las barriadas anónimas, los faroles al fondo de las calles violentas, los yuyos de la nostalgia campesina y la promesa dudosa de la prosperidad, los grandes salones de fiesta del centro donde no tenían entrada los muchachos pobres y a donde las muchachas llegaban sólo para perderse. Los tangos fueron aquí como un licor exótico: no sabíamos hacerlos, pero nos embriagaban, eran lo bastante familiares para afirmarnos a nosotros mismos, y lo bastante distintos para ayudarnos a soñar otro mundo.
Óscar tomó esos tangos argentinos, esos valses peruanos y ecuatorianos, tomó canciones a las que aquí nadie les había prestado atención cuando las cantaban Gardel o Charlo.
Tú eres la vida, la vida dulce,
llena de encantos y lucidez,
tú me sostienes y me conduces,
hasta la cumbre de tu altivez.
Tú eres constancia, yo soy paciencia,
tú eres ternura, yo soy piedad,
tú representas la independencia,
yo simbolizo la libertad.
Lea: Murió el cantante colombiano Óscar Agudelo, “El Zorzal Criollo”
Les puso por cierto alma colombiana, ese fraseo nuestro, que pronuncia con nitidez cada sílaba, y también un dejo de cosa distante que ni siquiera los argentinos les habían dado. Los campos y los pueblos de Colombia se dejaron embrujar por su voz, y sus discos fueron el sonido de fondo de la última edad campesina y de la hora del destierro, cuando la violencia nos arrojó a las ciudades.
Siempre en el fondo de mis recuerdos está alguna de esas canciones, “China Hereje” o “El Redentor” , “Desde que te marchaste” o “La cama vacía”, que según el propio Óscar él grabó menos como un canto que como un cuento. De todas esas canciones hay una que compuso Cadícamo para Charlo, y que yo identificaba, no sé por qué, con este país y con su destino:
Tus ojos se han quedado grabados en los míos,
su dulce brujería volcaron al mirar,
hay luz en tus pupilas de todos los estíos,
luciérnagas que en mi alma las veo parpadear.
Pues ellos van contando las horas venturosas
que pasan a mi lado rimando una canción,
sus párpados abiertos son pétalos de rosa
que ofrecen dos luceros a mi desolación.
Sonaba en un café cuando salimos de Padua la primera vez, y estaba sonando de nuevo cada vez que volvíamos.
¿Gitanos son acaso, por sus destellos, dime?
¿O son los de una mora presa del español?
Hay algo en tu mirada que mata o que redime,
que lloran si es que gimen como encandila el sol.
Le puede interesar: Óscar Agudelo y los muchos encuentros con la muerte
Parecía enlazar los dramas del presente con los antiguos hechos de la conquista, de destierros secretos, de moros y españoles arrojados a reinos desconocidos, y la violencia que anidaba en todas partes. A veces sentí que esa canción descifraba incluso las secretas motivaciones de aquellos bandoleros de destinos ínfimos y dolores inmensos que se cebaron con la vida de los otros porque nunca merecieron siquiera una tragedia propia en la cual arder para darle sentido a su vida:
Puñales que en las noches se yerguen iracundos,
buscando al pobre pecho con ansias de clavar,
ensartan corazones, los dejan moribundos,
a espejos donde el alma se asoma a coquetear.
Hay cosas que se hacen en un lugar para que se entiendan en otro. Lenguas que sólo pueden ser descifradas en el otro extremo del mundo, por gentes que no comparten su pasado. Yo me digo a veces: “En Buenos Aires no saben que la mejor versión de aquel tango de Cadícamo, Cuando miran tus ojos, es esa con la que Óscar Agudelo acompañó la tragedia de los campesinos de Colombia”. Y más en secreto susurro también para mí que la mejor versión de “Gota de Lluvia”, la canción de Homero Manzi, es la que cantaba mi padre desde niño, en las serenatas interminables de Villahermosa.
Un día Óscar volvió: venía con otro artista, Raúl Angelous, y por halagar a su gente, que no podía creer que este cantor famoso fuera el mismo muchacho que habían conocido de niño, cantó para sus paisanos en el café de Rafael Montoya. Se había vuelto irreal a punta de fama y de ausencia, y fue como si uno de los santos de yeso de la iglesia bajara de su nicho y se pusiera a andar entre la gente.
Mi padre tenía entonces un dueto con Óscar, un muchacho de Herveo que más tarde se haría famoso. Tenía perfil de águila, ojos luminosos, un rostro de galán de cine y una voz poderosa que cautivaba a todo el mundo. Se hicieron una foto de estudio, tal vez en Manizales, en la que estamparon el nombre del dueto, Alma Colombiana, pero no cantaron juntos mucho tiempo. Por una acusación falsa, y por la violencia política que crecía, aquel joven que asistía a veces al padre Faustino, que estudiaba sastrería y que les leía en corrillo a los muchachos las novelas de Vargas Vila, decidió abandonar el pueblo y se fue como cantante de un circo. Nadie supo de él por varios años, pero cuando lo oyeron nombrar de nuevo Óscar Agudelo ya era famoso cantando tangos y valses, y sus discos se oían por toda Colombia.
A comienzos de siglo había una gran ciudad en Suramérica y era Buenos Aires: allí se mezclaron las músicas campesinas de la pampa y de la cordillera con las músicas de los inmigrantes que llegaban de Italia, de Europa Oriental y de la misma Rusia. Esas milongas y esos tangos con los que la Argentina saludó su expansión se convirtieron en una promesa para el continente: eran los dramas eternos de la pobreza, del amor contrariado, de la soledad, en un nuevo escenario, el de la ciudad que crecía, las barriadas anónimas, los faroles al fondo de las calles violentas, los yuyos de la nostalgia campesina y la promesa dudosa de la prosperidad, los grandes salones de fiesta del centro donde no tenían entrada los muchachos pobres y a donde las muchachas llegaban sólo para perderse. Los tangos fueron aquí como un licor exótico: no sabíamos hacerlos, pero nos embriagaban, eran lo bastante familiares para afirmarnos a nosotros mismos, y lo bastante distintos para ayudarnos a soñar otro mundo.
Óscar tomó esos tangos argentinos, esos valses peruanos y ecuatorianos, tomó canciones a las que aquí nadie les había prestado atención cuando las cantaban Gardel o Charlo.
Tú eres la vida, la vida dulce,
llena de encantos y lucidez,
tú me sostienes y me conduces,
hasta la cumbre de tu altivez.
Tú eres constancia, yo soy paciencia,
tú eres ternura, yo soy piedad,
tú representas la independencia,
yo simbolizo la libertad.
Lea: Murió el cantante colombiano Óscar Agudelo, “El Zorzal Criollo”
Les puso por cierto alma colombiana, ese fraseo nuestro, que pronuncia con nitidez cada sílaba, y también un dejo de cosa distante que ni siquiera los argentinos les habían dado. Los campos y los pueblos de Colombia se dejaron embrujar por su voz, y sus discos fueron el sonido de fondo de la última edad campesina y de la hora del destierro, cuando la violencia nos arrojó a las ciudades.
Siempre en el fondo de mis recuerdos está alguna de esas canciones, “China Hereje” o “El Redentor” , “Desde que te marchaste” o “La cama vacía”, que según el propio Óscar él grabó menos como un canto que como un cuento. De todas esas canciones hay una que compuso Cadícamo para Charlo, y que yo identificaba, no sé por qué, con este país y con su destino:
Tus ojos se han quedado grabados en los míos,
su dulce brujería volcaron al mirar,
hay luz en tus pupilas de todos los estíos,
luciérnagas que en mi alma las veo parpadear.
Pues ellos van contando las horas venturosas
que pasan a mi lado rimando una canción,
sus párpados abiertos son pétalos de rosa
que ofrecen dos luceros a mi desolación.
Sonaba en un café cuando salimos de Padua la primera vez, y estaba sonando de nuevo cada vez que volvíamos.
¿Gitanos son acaso, por sus destellos, dime?
¿O son los de una mora presa del español?
Hay algo en tu mirada que mata o que redime,
que lloran si es que gimen como encandila el sol.
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Parecía enlazar los dramas del presente con los antiguos hechos de la conquista, de destierros secretos, de moros y españoles arrojados a reinos desconocidos, y la violencia que anidaba en todas partes. A veces sentí que esa canción descifraba incluso las secretas motivaciones de aquellos bandoleros de destinos ínfimos y dolores inmensos que se cebaron con la vida de los otros porque nunca merecieron siquiera una tragedia propia en la cual arder para darle sentido a su vida:
Puñales que en las noches se yerguen iracundos,
buscando al pobre pecho con ansias de clavar,
ensartan corazones, los dejan moribundos,
a espejos donde el alma se asoma a coquetear.
Hay cosas que se hacen en un lugar para que se entiendan en otro. Lenguas que sólo pueden ser descifradas en el otro extremo del mundo, por gentes que no comparten su pasado. Yo me digo a veces: “En Buenos Aires no saben que la mejor versión de aquel tango de Cadícamo, Cuando miran tus ojos, es esa con la que Óscar Agudelo acompañó la tragedia de los campesinos de Colombia”. Y más en secreto susurro también para mí que la mejor versión de “Gota de Lluvia”, la canción de Homero Manzi, es la que cantaba mi padre desde niño, en las serenatas interminables de Villahermosa.
Un día Óscar volvió: venía con otro artista, Raúl Angelous, y por halagar a su gente, que no podía creer que este cantor famoso fuera el mismo muchacho que habían conocido de niño, cantó para sus paisanos en el café de Rafael Montoya. Se había vuelto irreal a punta de fama y de ausencia, y fue como si uno de los santos de yeso de la iglesia bajara de su nicho y se pusiera a andar entre la gente.