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En el trayecto que Mabely Largacha ha recorrido hasta convertirse en Mabiland, —desde Huapango hasta Belén—, se ha encontrado a sus santos y demonios siempre en los mismos lugares: en la almohada y el espejo. Y ese camino que la pone siempre frente a sí misma es el que ha guiado su música hasta ahora.
En su álbum debut, 1995 (2018), hizo catarsis. Se exprimió el corazón y la cabeza para trazar un mapa sonoro que guiara ese viaje a su interior, en el que Mabiland mira su vida en retrospectiva buscando iluminar rincones oscuros para comprender ausencias y hechos dolorosos e inexcusables; rectificar y poner la vida en sus propios términos. De ahí lo genuino e indefinible que resulta, pues Mabiland hace gala de su singularidad para escapar a cualquier categoría. En Niñxs Rotxs (2021), vuelve sobre esos hechos dolorosos buscando entender cómo la han constituido.
“La construcción del disco fue un poco involuntaria. En 2019 leí un par de textos que hablaban de lo que era ser un niño roto, de crecer y madurar muy rápido, o tener una infancia con ciertas cosas fuertes, y me sentí un poco identificada. Luego llega la pandemia y yo ya venía sintiéndome un poco fracturada por muchas cosas que trae este asunto de ser artista y estar expuestos, entonces empiezo a pensar qué hay más allá de las rupturas… ¿cómo las asumes?, ¿cómo las vives?, ¿cómo las lloras, las ríes, las bailas? Cómo cada ruptura o cada una de esas maneras de ser una niña o un niño roto, te han construido y te hacen ser la persona que eres hoy”, dice Mabiland.
Entre un disco y otro pasaron tres años, y en esos años a Mabiland le pasó de todo. Tanto y tan rápido, que pasó de estudiar en la universidad y cantar en bares de Medellín a girar por España, Reino Unido, Estados Unidos y México; y vivir con una expectativa creciente alrededor de su vida y su música, con ojos que no dejan nunca de mirarla. Ha cambiado su voz, su equipo y su forma de relacionarse y trabajar con la música. Tres años de puro vértigo.
Por eso Niñxs Rotxs empieza con un desahogo, un respiro que no es otra cosa que un intento de Mabiland por parar, aunque todo siga girando a su alrededor. Inhalar profundamente antes de volver a saltar a ese vacío que es poner su música y su vida a rodar de nuevo y dejar que otros vean a través suyo, que transiten con ella desde sus experiencias más íntimas a sus posturas más radicales. De amores pasajeros a situaciones tan violentas y complejas como el racismo y la muerte.
Porque en ese trayecto de Huapango, su barrio en Quibdó, hasta Belén, el barrio en que llegó a vivir a Medellín, el mundo parece haberse transformado en otro.
Mabiland se fue a vivir a Medellín para estudiar en la universidad, pero, sobre todo, porque quería irse de su ciudad y de su casa. Ella, que desde niña ha sido seria e introvertida, incapaz de sonreír por complacer y de una sinceridad pasmosa era tomada por “malacarosa” y rara. Le costaba mucho sentirse cómoda en Quibdó, pero ella, con todo y sus rarezas, no estaba dispuesta a cambiar nada para encajar allí. En Medellín se sintió acogida. Ya no era tan rara ni tan diferente o quizás era otra la diferencia.
“El asunto con la diferencia o esa tristeza un poco con Quibdó siempre venía de ‘ah, es que esa es la muchachita rara que hace música rara y que tales’, y ver que en otro lugar te dan el espacio para desarrollarte es muy difícil. Luego está el asunto de la sexualidad… Siento que ser una persona diversa en el mundo siempre va a ser complicado, y en mi caso, el hecho de ser mujer, de ser afrodescendiente, ser lesbiana, en fin, tengo una lista de cosas que pueden ser un problema. Pero creo que a partir ahí he desarrollado mucha fortaleza y una tranquilidad muy profunda que me permite hablar de quien soy sin miedo y sin dejarme limitar por nadie”, dice Mabiland.
Por eso en este álbum toma especial protagonismo la preocupación de Mabiland por las problemáticas sociales que la tocan, como el caso de Jair Andrés Cortés, Álvaro José Caicedo, Leyder Cárdenas, Luis Fernando Montaño y Jean Paul Cruz, las cinco víctimas de la masacre de Llano Verde en Cali, o las muertes de Anderson Arboleda, Júnior Jein y hasta George Floyd, porque al lado de ellos y en razón de lo que les pasó Mabiland no se siente diferente, sabe que eso también es con ella, que pudo haber sido ella o alguno de sus vecinos de Huapango.
“Con el tiempo he entendido que mi primer reto fue mi ciudad, luego mi país y luego salir del país para darme cuenta de que el mundo está mal de muchas maneras (…) Tú no puedes ir por la vida sin observar lo que está pasando, no somos ajenos a eso. Esto no es por llenar lugares o vender discos, no, es un asunto de ser humano, porque uno no es solo lo que hace. Yo no voy a dividir a Mabiland y a Mabely, porque todo nace desde dentro y yo no estoy haciendo un personaje, por eso me paro muy duro en la raya cuando tengo una posición, porque creo que lo mínimo que puede hacer el otro es escucharme y lo mínimo que puedo hacer es escuchar”, dice Mabiland.
Es a través de las grietas que han ido dejando las rupturas a lo largo de su vida por donde ahora entra la luz que ilumina cada paso de Mabiland más allá de Huapango y Belén. La artista se nutre ahora del concepto de Ashé de la religión yoruba, que se traduce en la energía básica del universo.