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Hace 30 años murió Miles Davis, aunque hace 30 años yo no sabía quién era Miles Davis. Claro, sí sabía quiénes eran Louis Armstrong, Duke Ellington, Celia Cruz, Lucho Bermúdez, Alfredo Gutiérrez, Fernando “el Chino” León, Gentil Montaña, Miguel Ángel Martín, Joe Arroyo, Jairo Varela, Rubén Blades, Willie Colón, Charly García y muchas otras figuras relevantes de la música en distintos estilos y contextos, pero solamente supe de Miles Davis por los homenajes que le hicieron (seguramente Carlos Flores Sierra en su legendario programa “Jazz Estudio”) ante su, sorprendente para algunos, muerte. (Recomendamos: La mirada de Juan Carlos Garay a la leyenda de Miles Davis).
Y, bueno, a veces uno se fija primero en lo que ve, por lo que, en aquel momento, de Davis me llamaron la atención su pinta medio estrafalaria, su sombrero alón, sus gafas grandes y, sobre todo, su voz, como un susurro que le daba un toque aún más misterioso e interesante, no en vano, alguna vez lo llamaron el “Príncipe de las Tinieblas”. Claro que rápidamente supe que Davis no era cualquier músico o solamente un personaje contracultural o llamativo, sino una de las figuras más relevantes y revolucionarias, al menos de los últimos 100 años, de la música en el mundo, y eso no es cualquier cosa. (Más: La vida y obra del recién fallecido salsero Roberto Roena, por Petrit Baquero).
Miles Dewey Davis III, nació el 26 de mayo (otro 26 de mayo célebre) de 1926 en Alton, Illinois, pero se crió en East St. Louis, a donde fue a vivir su familia. Era hijo de Miles Davis Jr., un respetado odontólogo, dueño de tierras, caballos y una vivienda acomodada, y de Cleota Henry Davis, una mujer con gran sentido de la elegancia que tocaba piano clásico (y había sido profesora de órgano en Arkansas), siendo, además, una férrea activista de las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos. Ambos, su padre y su madre, fueron cercanos, sin perder su independencia, a varias de las organizaciones por la defensa de los afrodescendientes, como las del jamaiquino asentado en Harlem Marcus Garvey y la de William Pickens (familiar de su madre) de la NCAAP.
Por esto y más, Miles contó con una educación privilegiada y cierta holgura económica que, en cierta forma, le ayudaron a ser distinto a varios de los otros músicos de jazz de la época, lo cual marcó una manera de actuar particular que, de manera relevante, muchos después imitaron. Es que Davis, a pesar de una gran timidez inicial, era altivo y no se la dejaba montar, pues creció con la convicción de que no era inferior a nadie y mucho menos por el color de su piel, del que se sentía orgulloso.
Mejor dicho, Davis siempre dejó clara la importancia de su origen y, de hecho, era frecuente que afirmara tajantemente que mucha de la música popular que premiaban y siguen premiando asociaciones como los Grammy eran un robo descarado a los músicos y artistas negros. Y tenía bastante razón o ¿por qué el “rey del Rock n´ Roll (esa música que llevaban tocando, según Fats Domino, 15 años en New Orleans) era Elvis y no Chuck Berry? ¿O por qué cuando el “rock” (ya sin el “roll”) se volvió la sensación en los años sesenta, empezó a ser visto por la industria como “música blanca” con pocos artistas negros (Jimi Hendrix, la excepción) que se convirtieron en estrellas del género?
Con todo esto, Davis puso sobre la mesa el debate de la “apropiación cultural”, mucho antes de que se estilara hacerlo, entendiendo que las industrias culturales, tan segregadas en el pasado, continuaron siéndolo por mucho tiempo (es que, insisto, ¿por qué los ídolos colombianos del reggaetón son paisas de clase media y no caleños de Aguablanca o porteños de Buenaventura?), así los plagios fueran evidentes y descarados.
Sin embargo, vale decir que la mirada de Davis no era fundamentalista, pues siempre formó equipo con músicos sin importar su origen o el color de su piel, ya que a él le importaba que tocaran bien y le aportaran cosas nuevas para generar distintas sensaciones que, para muchos, eran nuevos mundos. De ahí sus brillantes colaboraciones con músicos, como el arreglista Gil Evans, a quien Davis reconoció como su mejor amigo, o el pianista Bill Evans (sin parentesco con el anterior), quien les aportó armonías y escalas de avanzada a sus propuestas artísticas.
Por todo esto, me gustan muchas cosas de Davis (claro, hay otras que no) y me inspira su mirada del mundo, la cual, por cierto, le causó más de un problema, siendo recordada la vez en que un policía blanco lo molió a golpes a la salida de un bar en Nueva York donde él iba a tocar (claro, eso no fue culpa de la “mirada del mundo” de Miles Davis), lo cual, tal vez radicalizó sus miradas sobre la humanidad, por lo que nunca más se le vieron concesiones gratuitas.
De hecho, Davis mostró casi siempre expresiones adustas en el escenario, por lo que, cuando sonreía, lo hacía sinceramente (y cuando no sonreía también), algo que chocaba con aquellos que esperaban ver a un artista entregado a su público, lo cual tal vez sí ocurría, aunque de manera muy particular. Por eso, Davis, a pesar de que veneraba a músicos maravillosos como Louis Armstrong, siempre les criticó esa actitud medio condescendiente, que él llamaba de “Tío Tom”, algo que puso de manifiesto muchas veces, sobre todo cuando se encontraba con algún personaje impertinente o ignorante sobre él y la poderosa tradición que representaba.
Davis, por cierto, no fue un músico empírico, pues, además del conocimiento de la trompeta encarnado en varios intérpretes de jazz que lo influyeron (Harry James, Clark Terry, Howard McGhee, Dizzy Gillespie…), estudió muy joven en la prestigiosa academia Juilliard de Nueva York, donde, sin duda, aprendió importantes conceptos armónicos. Sin embargo, su ida a la gran ciudad fue realmente en busca del legendario saxofonista Charlie Parker, a quien vio una vez tocando, junto con Dizzy Gillespie, en la banda de Billy Eckstine, lo cual le cambió por completo la existencia. Más que en las aulas de la Juilliard, Davis estuvo rondando, y después tocando, en el famoso club Minton´s de Harlem y en los bares de la calle 52, donde, por su talento, se convirtió en uno de los músicos más respetados de la nueva música que surgía en las calles de “la gran manzana”.
Y su camino fue vertiginoso, siendo parte de varias revoluciones musicales —y culturales— de la música más poderosa del siglo XX, pues, del vertiginoso sonido del be bop, del que participó, pasó a las suaves y sofisticadas armonías del cool jazz que después los músicos de la costa oeste gringa convirtieron en una escuela. Luego, cuando muchos se metían en el hard bop, como una vuelta a las raíces más cercanas al blues y la música que se cantaba en las iglesias, Miles se metió con la música modal y grabó el maravilloso Kind of Blue, el álbum más exitoso comercialmente de la historia del jazz.
Posteriormente, cuando los jazzistas parecían condenados al olvido y, para muchos, eran “piezas de museo”, por cuenta de muchas cosas (entre estas, el auge del rock y la música eléctrica), Miles enchufó a su banda, subió los volúmenes, le dio énfasis a la guitarra eléctrica y grabó el impactante álbum Bitches Brew, que a mí no me gusta (no lo he podido entender), pero a muchos que saben sí y que no deja de ser fundamentalmente importante, sobre todo por el influjo que dejó en los grandes jazzistas, rockeros y demás músicos de los años setenta del siglo XX.
Así que Davis, siempre buscó nuevos lenguajes y nunca miró hacia atrás, de hecho, observando que la mayoría del público que asistía a sus conciertos era de jóvenes blancos, volvió a escudriñar en las raíces negras de su música, oyendo hasta la saciedad, por influencia de su esposa de entonces, la talentosa y muy joven Betty Mabry, a Jimi Hendrix (con quien iba a grabar un disco que se truncó por la muerte del guitarrista) y, sobre todo, James Brown y “Sly and the Family Stone”. Con esta fuerte influencia en la que también bebía de las aguas armónicas de Stockhausen, grabó discos maravillosos que pusieron sobre la mesa otro de sus principios y es que esas barreras entre lo “culto” y lo “popular” que muchos críticos establecían (y muchos críticos a los que Davis despreciaba), eran para el trompetista inexistentes.
Claro que no hay que ignorar que Davis tuvo baches y momentos complicados, siendo recordada su adicción a la heroína de mediados de los años cincuenta y su ostracismo, con mucha cocaína y alcohol, de mediados de los setenta, donde pareció alejarse de la música definitivamente. Además, Davis fue un maltratador permanente de muchas de las mujeres que lo acompañaron en algún momento, actuando, según él mismo dijo, como proxeneta cuando estaba en el peor momento de su adicción a las drogas, o siendo una terrible pareja que atacaba, a veces por cualquier nimiedad, a quienes vivían con él, algo que no se debe dejar de lado en toda su historia.
A pesar de esto, Davis fue saliendo de esas tremendas sombras que nunca dejaron de rodearlo, retornando a las grabaciones y los escenarios a comienzos de los años ochenta con baterías programadas, el bajo eléctrico potente de Marcus Miller y un sonido acorde al de la época, pues versionaba a Michael Jackson, se presentaba con Prince y Chaka Kahn, miraba a las islas del Caribe con bandas como Kassav, y dejaba en evidencia que una nueva revolución musical estaba en ciernes, sobre todo con el grandioso álbum Tutu, de 1986, en homenaje a Desmond Tutu, artífice, junto con Nelson Mandela, de la caída del Apartheid en Sudáfrica.
Así que Miles Davis, a pesar de algunos momentos complicados también reflejados en su compleja personalidad, jamás quedó estancado en la música que hizo, pues, partiendo de los elementos musicales, contextuales y de formatos instrumentales de cada época, creó nuevos lenguajes que después otros imitaron, estando siempre atento a las movidas de la música, el arte y los movimientos sociales y culturales que van cambiando y no son necesariamente mejores o peores, sino diferentes. Por todo esto, muchos de los grandes músicos que tocaron con él, afirman que siempre, en los conciertos y las grabaciones, Davis les exigió explorar sus límites, sin importar los errores que pudieran cometer, pues tenía claro que tomando riesgos es que podrían emerger cosas novedosas y originales, lo cual es, sin duda, una lección para la creación artística y, por supuesto, para la vida.
Ese era Miles Davis, alguien que nunca agachó la cabeza, nunca dio sonrisas gratuitas y nunca dejó de decir lo que pensaba, sin importar que fuera en la Nueva York de mediados de los años cuarenta o en Los Ángeles de comienzos de los noventa, donde murió el 28 de septiembre de 1991, luego de tener una rabieta con un médico que lo quería entubar para unos exámenes de rutina.
Sí, hace 30 años murió Miles Davis, una figura que, con sus poderosas luces y tremendas sombras, me parece inspiradora, por lo menos en el aspecto creativo de su música. Cuando estoy trabajando en textos áridos y difíciles, siempre regreso a su autobiografía escrita por el periodista Quincy Troupe, la cual me ha permitido aprender más sobre un ser que reflexionaba sobre el mundo en el que vivía, como un genio creador reflejado en su contexto particular, pero que hizo todo lo posible para cambiarlo, y vaya que lo hizo.
Por eso, que bien valga la pena recordar la vida y obra de uno de los grandes genios artísticos de la historia, quien está sentado junto con (y perdón por la confianza) Bird, Pres, Dizzy, Duke, Ella, Billie, Gal, Monk, Elis, Astor, Chick, Sarah, Chico, Mingus, Paco, Joao, Roberto, Joe, Caetano, Larry, Charly, Johnny, Tito, Lucho, Pacho, “el Chino” (León y Guzmán), Petronio, Willie, Rubén, Formell, Chucho, Gentil, Jairo y muchos otros brillantes artistas, en el panteón de aquellos seres que, sin duda, han hecho de este mundo complejo y a veces injusto algo muchísimo mejor de lo que podría haber sido.
* Petrit Baquero es Historiador y Politólogo. Músico y Melómano. Autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014).