La mañana estaba fresca en el Parque Caiké, en las afueras de Ibagué. Día tranquilo, de pájaros surcando el cielo nublado, público expectante, periodistas que apenas nos familiarizábamos con la programación de la edición 39 del Festival Nacional de la Música Colombiana y artistas comprometidos en seguir rindiendo honor a este certamen tradicional de música andina que, pese al frenesí de una industria musical —tan pendiente de los clics— sobrevive para seguir cantando las vivencias de otros tiempos.
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En la mañana del sábado la organización del festival dispuso el espacio para un concierto sencillo. Los periodistas fueron los jueces de esta primera muestra folclórica. Las notas de la guitarra, el tiple y el cuatro acompañarían la recepción mientras nos afanábamos por probar el tamal, las arepas y la lechona.
No acababa de llevar el primer bocado de comida a la boca, cuando el dueto Garzón y Torrado comenzó a tocar una melodía que me resultaba familiar. “Quiero soñar contigo cuando muera la tarde. Soñar que tú me besas cuando me besa el aire”. Un nudo en la garganta. Era la misma canción que tantas veces le había escuchado cantar a mi papá. Antes de ser mariachi, él también había cantado música colombiana, algo que descubrí que también podía hacer hace dos años.
Como él, hay quienes, en su infancia crecieron escuchando música andina colombiana. Un susurro de su tierra que los acompañó durante toda la vida.
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Victoria Eugenia Noreña Duque, más conocida como la profe Totoya, lleva 38 años de su vida en la labor artística con niños y jóvenes. Sentadas en un pequeño sofá frente a la Fundación Musical de Colombia, organizadora del Festival Nacional de la Música Colombiana, habla de su primer grupo: Tierra Caliente. Nació en Ibagué y estaba conformado por cinco mujeres que se unieron para cantar. Su primer reconocimiento llegó con el festival Mono Núñez, en 1986, donde se coronaron ganadoras, pero después de tres años el grupo tuvo que reestructurarse. “Necesitábamos una cuarta integrante y tomamos a una nenita de nueve años, que era una sobrina mía. Ella fue y nos acompañó. Llegamos a Tierra Caliente con una propuesta nueva y quedamos en tercer lugar”. Pero a la directora le pareció que no era conveniente la participación de una niña al lado de unas mujeres “hechas y derechas”. “Yo no pude entender eso tan fácilmente. Me ocasionó un dolor y me dediqué a los niños”.
El nombre de su grupo, Los Güipas, tiene un significado muy especial. Proviene de una tradición del Tolima Grande, una región que históricamente estuvo fusionada con el Huila, en donde a los niños se les llama así. Estaban invitados a tocar en Villa Restrepo, un pueblo en las afueras de Ibagué, para el Festival Nacional de la Música Colombiana.
“Ahorita estábamos oyendo una canción de Katie James y decíamos: ‘Bueno, es una guabina, pero puede ser también un vals o un pasillo, ¿no? Creo que eso es lo que necesitamos: que estas nuevas generaciones también empiecen a mostrar esos nuevos aires para que se siga cantando y tocando la música colombiana”.
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Desde hace más de 25 años, José Alexánder Garzón, oriundo de Bogotá, ha pertenecido a ensambles y agrupaciones de música colombiana. “Mi padre, que en paz descanse, José Garzón, fue fundador del grupo de música carranguera Los Filipichines”, mencionó. Como él, su compañero Jonathan Reyes también ha vivido la música por tradición familiar, pues su papá ha conformado varios duetos como Héctor y Alfredo.
Nadie ama lo que no conoce. Aunque no se conocían de pequeños, ambos crecieron en un hogar en donde la música colombiana era una constante. Escucharon a sus padres interpretar esos sonidos que formaban parte de su vida cotidiana. Más tarde, llegaron los discos, los acetatos, que reproducían una y otra vez las melodías que conocían de cerca. Esa repetición, lejos de resultar monótona, terminó por calar hondo. No fue un aprendizaje forzado ni una obligación, sino un proceso natural, casi orgánico.
“En todos los géneros la música tiene que evolucionar, pero pienso que ocurre una ruptura del hilo conductor: en algunas universidades, por ejemplo, a los músicos no se les enseña que vayan desde las raíces”, afirmó Jonathan Reyes.
Eventos de este tipo buscan ir más allá de una ganancia rápida. El único puente festivo de marzo de 2025 congrega en espacios públicos a duetos, futuras promesas y grupos tradicionales, que se han ganado un pequeño espacio de reconocimiento en la memoria de los tolimenses. En estos espacios los músicos empíricos aprenden del rigor de los académicos, y estos recuerdan que la improvisación es el alma de la partitura.
Pero la realidad suele ser diferente. El entusiasmo de los jóvenes músicos, que aprendieron a vivir desde niños las notas y letras de la música colombiana, choca con escenarios semivacíos, un público que no puede quitar su atención de la pantalla del celular y unas minorías que vibran con cada interpretación en vivo.
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Julián e Iván Torres, integrantes del grupo DueTorres, ganaron el concurso de Príncipes de la Canción en 2023. Por su apariencia, nadie pensaría que sus voces son similares a las personas mucho mayores, pues cantan como si tuvieran la garganta llena de historia. Para ellos, una de las formas más efectivas de innovar y llegar al público más joven es la creación de nuevas versiones de canciones populares en el presente, adaptándolas a los géneros de la música colombiana. Es posible reinterpretar las composiciones utilizando instrumentos característicos, como el órgano eléctrico y el bajo eléctrico, dando una nueva vida a melodías que ya están arraigadas en la cultura musical actual.
“A veces nos interesamos mucho por lo que hay en el exterior, pero acá tenemos una gran riqueza. Precisamente por eso vienen del exterior a enriquecerse de lo que hay aquí, que fue lo que pasó hace mucho tiempo cuando nos saquearon por primera vez”, dice Iván Torres.
“Me gusta estar acá porque puedo conectarme con la cultura y puedo hacer que otras personas escuchen la música de nuestra nación”, dice David Jesús Mesa, quien tiene once años y toca requinto desde los seis. Es integrante de La Estudiantina Paipa, es el más pequeño de todos. Sus papás no son músicos. Nadie en su familia, de hecho. En plena pandemia, su mamá lo inscribió a clases virtuales de requinto; no quería que sus horas se fueran en frente de la televisión. Su abuelo le regaló el instrumento. Desde entonces, el niño se enamoró del sonido de las cuerdas y hace dos años comenzó con la bandola.
“Son pocos encuentros para todo lo que quisiéramos fortalecer. Hay muy poquita publicidad, muy poquita difusión para que las letras con historia, con sentido, lleguen a las casas”, dice Daniela, su mamá. Obtuve la misma respuesta: todo empieza desde casa. Ella fue quien le sugirió a su hijo que comenzara a tocar y quien, desde que él tiene memoria, escucha música andina. “Andrés es el hermanito de cinco años. No toca, pero cada vez que David está con el instrumento, él dice: ‘Ay, esa es La rumba de las flores’, mientras lo imita con algún juguete”.
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Por supuesto, puede que el diagnóstico sea apresurado. Decidí, entonces, hablarlo con una voz reconocida, con experiencia, que trabaja constantemente en inyectarles una nueva vida a los ritmos tradicionales. “¿Será posible reinventar el hacer y el escuchar de la música andina? Si lo han logrado otros géneros, como la salsa, ¿por qué no podrían el bambuco, la guabina o el pasillo?”, pregunté. Julio Ernesto Estrada Rincón, Fruko, quien este año recibió el Tiple de Oro Garzón y Collazos en el marco del festival, tomó aire antes contestar: “Yo no me atrevería —aunque no es imposible— a hacer, por ejemplo, ‘Pueblito viejo’ en salsa, pero ya hemos visto cómo en México el señor Javier Solís grabó ‘Espumas’, y todos los mexicanos creen que es una canción de allá. Y no, es colombiana y es de Jorge Villamil”. Continuó diciendo que lo que debíamos hacer, entonces, era simplemente conservar la gramática, poner en primer lugar nuestro idioma, porque al final la música era un lenguaje universal que todos podíamos entender. Que necesitábamos dejar de buscar la sensación de placer en letras que apenas eran un placebo, que para sentirnos “drogados” no hacía falta nada más que mirar un amanecer.
Antes de despedirse, Fruko me sonrió y comenzó a cantar otra de esas canciones que mi papá tarareaba cuando pensaba que nadie le prestaba atención: “Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas, por tus calles tranquilas corrió mi juventud. Donde aprendí a querer por la primera vez y nunca me enseñaste lo que es la ingratitud”.