Óscar Agudelo y los muchos encuentros con la muerte
El sábado 16 de diciembre murió el cantante Óscar Agudelo, el último pilar de una generación dorada de intérpretes de música popular. Homenaje al Zorzal Criollo.
Joseph Casañas Angulo
En agosto de 2013 Óscar Agudelo ya había tenido una cita con la muerte. En La Virginia, Risaralda, despidió a Luis Ángel Ramírez Saldarriaga, El Caballero Gaucho, el padre musical de una generación entera de cantantes que, en el despecho y las guitarras rasgadas encontraron un terreno fértil para cantar las penas. Al coliseo del municipio llegó en compañía de su esposa y su tristeza.
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En agosto de 2013 Óscar Agudelo ya había tenido una cita con la muerte. En La Virginia, Risaralda, despidió a Luis Ángel Ramírez Saldarriaga, El Caballero Gaucho, el padre musical de una generación entera de cantantes que, en el despecho y las guitarras rasgadas encontraron un terreno fértil para cantar las penas. Al coliseo del municipio llegó en compañía de su esposa y su tristeza.
Dos meses antes Saldarriaga y Agudelo habían sostenido un mano a mano musical sin precedentes. “Nos dimos madera hasta más no poder”. El Caballero Gaucho, que entonces sumaba 96 años, no tenía intenciones de compartir escenario con Agudelo ni con nadie. Se sentía cansado y quería evitar la fatiga que generan los viajes. Estaba retirado y radicado en Pereira. Sin embargo, una propuesta económica que no pudo rechazar lo puso de nuevo en la capital.
“Él cobrará $5.000.000 por presentación. Y un señor con mucha plata que tenía un establecimiento comercial frente a la embajada americana en Bogotá, le ofreció $15.000.000 y 20 cobijas para el frío”, recordó Agudelo hace un par de años.
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A la semana siguiente ambos compartieron escenario por primera y única vez. “Adiós, adiós” de Los cantores del alba, fue la última canción que interpretaron esa noche en la que por más de dos horas se dieron manduco.
A su llegada a La Virginia, uno de los presentes le recordó a Agudelo una promesa. “Ustedes se prometieron algo en Bogotá. Es hora de que lo cumpla aquí y delante de todos”. Luego de darle un beso al féretro blanco, mismo color del esmoquin que le pusieron al Caballero Gaucho, Agudelo se empujó un aguardiente doble que lo dejó turuleto. Llevaba 28 años sin beber.
Gabriel Raymon, quien falleció en 2021, Juan Gabriel González, el Charrito negro, Jhonny Rivera, José Reynel, Dora Libia, entre otros emblemas de la música popular, vieron y escucharon cómo Óscar Agudelo cantó, entre lágrimas, “No me digas cobarde”. Fue la serenata en la muerte.
El pasado sábado le tocó el turno Agudelo. En septiembre de este año había cumplido 91 años, pero el fin de semana su corazón dejó de latir y dejó la cama vacía, como lo cantó en su tema más icónico.
Era buen narrador. Tenía buena memoria y, sin embargo, había un capítulo de su vida del que prefería no hablar mucho. De Herveo, Tolima, el pueblo en el que nació en 1932, tuvo que huir junto a su familia. La violencia política de la época los sacó corriendo. “Pero no lo comentemos porque eso me trae malos recuerdos y no quiero odios de ninguna índole. Quiero morirme bien tranquilo, por eso estoy pagando deudas, para morirme tranquilo”, dijo en una entrevista con el periodista Otniel Zapata que se publicó hace siete años.
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Vivió en Ambalema, Armero, Ibagué, Girardot. En esas expediciones por el Tolima aprendió el oficio de sastre y se ganó la vida cortando telas. Se definía como “un pantalonero de primera”.
Un día, mientras cortaba telas y cantaba “Hojas de calendario”, un par de señores se quedaron escuchándolo sin que él se percatara. Enrique Pérez Nieto y Hernando Paramo Rengifo, quienes dirigían “Nuevas estrellas de la canción”, un programa en Radio Girardot, lo invitaron a su espacio. Ahí empezó todo.
La historia de Óscar Agudelo no necesariamente es la del héroe que encontró en el refugio de la música una forma de hacerle muecas a la pobreza, también encontró eso, sí, pero ese camino trajo otras cosas. Excesos. Fiestas y muchos aguardientes que pasaron por la misma garganta con la que cantó incluso imitando el acento uruguayo para para poder ser aceptado por el público de La Pampa.
“Todo trae sus consecuencias. De toda esa racha de aguardiente, mujeres y demás, quedó una enfermedad. El médico mío, un paisa de apellido Mejía, me dijo que no me podía tratar más porque que yo era un vagabundo bebedor que había dañado mi sangre y no le hacía caso. Me dijo que, si seguía en ese tren, en un año iba a estar muerto”.
Mejía sabía que, si Agudelo moría bajo su cuidado, sus hijas le iban a reprochar. En la casa del médico conocían al artista. Al hombre de la voz con cuerpo de nostalgia, pero ignoraban al bohemio proclive a los excesos.
El doctor paisa le dio una tarjeta. La de un doctor en la Clínica Marly en Bogotá. Él lo convenció de iniciar un tratamiento para desintoxicar la sangre de tanto chirrinchi que se había bebido. Desde entonces no dejó de hacer ejercicio y paró de beber, salvo el guaro que se mandó para despedir al Caballero Gaucho, Agudelo abandonó ese gustillo mortal, aunque su música fuera la banda sonora de las cantinas y las penas que se digieren con licor.
Hubo otra cita con la muerte. O casi. En octubre de 2004 Óscar Agudelo, Elenita Vargas, Los Trovadores de Cuyo, Los Visconti y Darío Gómez fueron invitados para la inauguración del Teatro Ritz de New Jersey. Esa noche un loco, un borracho que era al mismo tiempo fanático de Agudelo, le intentó atravesar con un cuchillo. Quizá dominado por los celos, quizá dominado por el fanatismo o quizá por todo, el hombre se trepó al escenario listo para cegar la vida del Zorzal Criollo. Unos policías gringos vestidos de civil conjuraron el crimen.
El concierto siguió. Extasiado y preso de la emoción Agudelo le pidió al público que cantaran con él. No lo dejaron. El público le cantó. “Desde que marchaste dormir casi no puedo. / Hay noches que despierto con ansias de llorar. / Sueño con tantas cosas que infunden tanto miedo. / Que prefiero la muerte al dolor de esperar”.
Sacaron pañuelos blancos y lo ovacionaron. Aunque lo intentó, no pudo. Se arrancó a llorar. Y le dijo a uno de los músicos en tarima: “Así es que yo me quiero morir. Este es el momento de morirme, en el escenario. Esta sí es una muerte bien linda”.
El sábado se fue el último de los pilares de una generación dorada de la música popular. Hoy ya cantan juntos, quizá empujándose algún trago, Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Tito Cortes, Pepe Aguirre, Armando Moreno. Todos se murieron. Se les olvidó respirar.
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Al tío Chepe, quien le enseñó a Luz Marina, mi mamá, de camiones y música.