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Antes de que Evita se estrenara en el teatro Monumental de Madrid el 23 de diciembre de 1980, y de que Paloma San Basilio cantara para la posteridad “No llores por mí Argentina”, ella ya llevaba días y meses leyendo sobre Eva Perón, modulando su acento, metiéndose en su personaje, y siendo hasta mediados de los 80, Evita. De niña, como casi todas las niñas, había querido ser actriz y cantante, salir en la televisión, ser una estrella, como Marisol o Lola Flórez, como Rocío Durcal. “Beso a beso y lentamente”, como en la letra de una de sus canciones, pero también golpe a golpe, como decía el poema de Antonio Machado, fue convirtiéndose en la protagonista de carne y hueso y músculos y piel de sus sueños.
Por sus múltiples lecturas supo que Eva Perón había nacido entre las manos gruesas de una partera india llamada Juana Guaquil en la madrugada del 7 de mayo de 1919. No hubo más testigos de la escena. El pueblo de Los Toldos aún dormía, muy lejos de Buenos Aires, y el padre de aquella niña vivía a kilómetros de allí, en sus tierras de La Unión, donde ordenaba comida para quien llegara buscando votos para sí, y donde una tarde, algunos años antes, le había comprado a doña Petrona Ibarguren su hija Juana por una yegua y un sulky. Juan Duarte era uno de los típicos terratenientes de la época, uno de los 1800 dueños de la Argentina de entonces. Alto, jovial y deshonesto, ejercía el derecho de pernada y otros muchos más que se inventaba en el camino.
A Eva María y a sus cuatro hermanos (Elisa, Blanca, Erminda y Juan) aquel hombre, su padre, los reconoció de hecho, paseándolos una que otra vez por el pueblo, pero ellos y los otros, los hijos legítimos de Juan Duarte, sólo se irían a conocer en su funeral, el 8 de enero de 1926. Luego se verían de cuando en cuando. Evita los ayudaría, también de cuando en cuando. Quizás lo hacía para sentirse un poco más legítima. En realidad, la familia Duarte solo le interesaba por el apellido y con él, dejar de ser una “adulterina”. Después, aquella esmirriada niña se convirtió en actriz de radionovelas, y en mujer, y en la esposa de un coronel, Juan Domingo Perón. Y empezó a ser Eva Perón, y más tarde, “Evita”.
Cuando Paloma San Basilio interpretó por vez primera a Evita, tomó fuerzas de la historia que había leído tantas y tantas veces. Si aquella mujer se había convertido en la mujer más influyente de la Argentina, y en uno de los iconos de América Latina, habiendo nacido en un pueblucho como Los Toldos, y habiéndose criado a punta de yerba mate con leche, ella podría representarla. Las palabras de Evita la habían marcado. Su carácter, su franqueza. “En el teatro fui mala, en el cine me las supe arreglar, pero si en algo fui valiosa fue en la radio”, había admitido a mediados de 1950. Ya era la Evita de los “menesterosos”, la esposa de Juan Domingo Perón y la sangre del peronismo. Su carrera artística era escudriñada por sus fanáticos y sus enemigos.
Unos escribían la historia blanca, y los otros, la negra. Por la mitad iba la otra, la verdadera. Su pasado era simplemente pasto de comer de los curiosos, de algunos enemigos, muchos, de quienes la apreciaban y también de aquellos que la adulaban. Luego de su muerte, en 1952, no solo pasaría a ser un mito sino un peligro para las fuerzas enemigas de Perón. Por eso, por todo eso y más, les decía a sus “menesterosos”, “No llores por mí Argentina”. Por eso y mucho más, Paloma San Basilio salió al escenario a cantar la vida de Eva Perón, escrita por Tim Rice y adaptada al español por Jaime Azpilicueta e Ignacio Artime. “No llores por mi Argentina / Mi alma está contigo / Mi vida entera te la dedico / No te alejes, te necesito”.
Desde aquel 23 de diciembre, Paloma San Basilio se convirtió en una especie de reencarnación de Eva Perón. Su vida cambió. Por momentos era ella, por momentos, Evita. Las actuaciones, noche tras noche por distintos escenarios de España y de América Latina y durante más de cuatro años, la marcaron. A la fuerza y por la fuerza de la historia y del espectáculo, decenas de millares de espectadores la identificaron como Evita. Ella misma dijo que aquel era el papel más importante de su carrera, y que el personaje femenino era el más fuerte que se había creado en una ópera rock, y que se había sentido como Eva Perón y como Evita tanto en los relatos, las canciones, la música, la actuación, como con los vestidos de la época y la ambientación.
Por aquellos años, las óperas-rock se habían incrustado dentro de las carteleras de teatro de Londres y Nueva York, y habían abierto las puertas de otros escenarios en otras grandes ciudades como Madrid y Barcelona, Berlín, París, Roma, México y Buenos Aires. A “Hair”, una obra que catapultó las canciones de “Aquarius” y “Let the Sunshine in”, escritas por James Rado, Gerome Ragni y Galt McDermot, le siguió Jesus Christ Superstar, de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, que se estrenó en 1973 luego de que hubiera sido una especie de álbum conceptual. Entonces fue película, musical, drama y polémica, pues por primera vez se mostraba a un Jesús temeroso y dubitativo, que basaba parte de su fortaleza en hacerle preguntas a Dios, su padre.
A finales de los 70, cuando Rice y Lloyd Webber decidieron hacer Evita, el género atraía a las multitudes por aquellas dos obras, y por la mezcla de música, danza, vestuario y drama que proponían, más allá de que en el fondo proponían una nueva versión de los personajes. Evita, la Evita de Paloma San Basilio, trascendía sus vanidades y las explicaba. Era mucho más la Eva Perón del pueblo que le respondía a quienes creían manejarla que no le hablaran de ningún ismo mientras las condiciones sociales de la gente no cambiaran, y era aquella que le explicaba a esa gente que sus joyas y sus pieles, sus vestidos de lentejuelas y sus zapatos italianos eran un disfraz para poder ingresar a un mundo desde donde podría luchar por un nuevo estado de cosas.
Dijo “No llores por mí Argentina” en uno de sus últimos discursos, asomada al balcón de la Casa Rosada de Buenos Aires. Ya sabía de su cáncer. Por su debilidad, debía ser sostenida en pie por un arnés de alambres y de cuerdas que le habían construido para que el pueblo la viera erguida, fuerte, decidida y segura. Juan Domingo Perón le debía gran parte de su popularidad, y el pueblo, sus esperanzas en altísimo grado. Cuando falleció, el 26 de julio de 1952, Perón decretó tres días de duelo y todas las emisoras de radio del país guardaron un minuto de silencio. Lejos de allí, en Madrid, una niña de dos años y medio jugaba con un micrófono de cartón y cantaba sin parar. Se llamaba Paloma San Basilio.