Raphael, un canto de Victoria
Para celebrar 80 años de vida, y más de 60 de discos, conciertos y giras, Raphael se presenta este martes en el Movistar Arena de Bogotá con un trabajo titulado Victoria.
Fernando Araújo Vélez
Una de las primeras veces que salió al escenario para decirle, para cantarle y gritarle al público “Qué sabe nadie”, fue en pleno estadio del Santiago Bernabéu, ante unas 80 mil personas que lo ovacionaron una y otra vez, canción tras canción, y que por poco explotan cuando él les lanzó aquellas tres simples y lacerantes palabras. Luego las completó con “no inventen, nadie va a saber nada”, y se largó a cantarles entre acordes de piano, una flauta que parecía un aviso, una amenaza, y bombos y guitarras y platillos, que de sus secretos vecinos, de su manera de ser, de sus ansias y sus cosas, de su verdad de la vida y su forma de pensar, y de sus motivos, y de por qué daba el alma cuando se ponía a cantar nadie sabía nada.
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Una de las primeras veces que salió al escenario para decirle, para cantarle y gritarle al público “Qué sabe nadie”, fue en pleno estadio del Santiago Bernabéu, ante unas 80 mil personas que lo ovacionaron una y otra vez, canción tras canción, y que por poco explotan cuando él les lanzó aquellas tres simples y lacerantes palabras. Luego las completó con “no inventen, nadie va a saber nada”, y se largó a cantarles entre acordes de piano, una flauta que parecía un aviso, una amenaza, y bombos y guitarras y platillos, que de sus secretos vecinos, de su manera de ser, de sus ansias y sus cosas, de su verdad de la vida y su forma de pensar, y de sus motivos, y de por qué daba el alma cuando se ponía a cantar nadie sabía nada.
Y luego subía el tono, y el piano y la flauta sonaban más fuertes en medio de una orquesta a todo timbal, y él agitaba los brazos, las manos, y miraba casi que con odio, y continuaba con sus preguntas como reclamos, medio desafíos, medio insultos, “Qué sabe nadie, si ni yo mismo muchas veces sé qué quiero, qué sabe nadie, lo que prefiero o no prefiero en el amor, de mis placeres y mis íntimos deseos, qué sabe nadie”, y de pronto se callaba, dejaba el micrófono en una mesita, caminaba a prisa de un lado al otro, le daba la espalda al público, o al mundo, qué sabía nadie, y se perdía entre sus músicos. Tomaba agua o algo más, qué sabía nadie, y le daba dos o tres copiadas a un cigarrillo para regresar a paso firme, a paso de rabia, a paso de indignación.
Eran los primeros años 80. Raphael celebraba 25 años de música, de canciones y escenarios, de viajes, escalas, pasaportes, visas, trámites, hoteles, entrevistas, teatros, estadios, nuevas y viejas canciones y cientos de cientos de rumores. En Colombia, una de sus paradas habituales, los derechos de transmisión de aquel concierto los había adquirido Jorge Barón. La presentadora era Virginia Vallejo, que para referirse a él se llenaba de ampulosos adjetivos y le decía “el monstruo”. “Qué sabe nadie” había sido prensada en un disco que se titulaba “En carne viva” que había salido a las tiendas en 1981. La había compuesto Manuel Alejandro, quien había vuelto a trabajar con Raphael luego de algunos años de ausencia.
Atrás, muy atrás, habían quedado sus primeros años, sus primeros cantos, aquellas historias de un muchacho que había tenido que brincarse los juegos y las risas de los diecitantos, y los amores también, porque había pasado “de la niñez a los asuntos”, como cantaría más tarde. Había brincado “de la niñez a los asuntos”, porque cantar y ser como las estrellas a las que escuchaba día y noche, Elvis Presley, Adriano Celentano, Edith Piaff, no le permitían distracciones. Se lo decían todos los días en su casa, y en la escuela, y se lo habían dicho en los distintos festivales a los que había ido y cantado, ya como “el niño de Linares”. Se lo decía también su amiga Rocío Dúrcal, que le prestada unos cuantos “duros” de cuando en cuando.
Él cantaba. Buscaba. Probaba. Se inventaba y se volvía a inventar. Jugaba con toda la seriedad de sus juegos, cuidando cada detalle, brillando sus zapatos cada noche. Y cantaba y ensayaba. Do, Re, Mi Fa, Sol, La, Si. Una escala y una más, frente a un espejo, como aquellos que rompería en decenas de noches de conciertos en los años 80 y después, cantándoles mientras se miraba en sus reflejos, tocándose la cara, casi que rasguñándose por momentos, “No me mires así, que me molesta, no te burles de mí, que soy el mismo, un poco más mayor, quizás, un poco más cansado, sí, pero tengo ilusiones, como cuando era un niño cuando era una niño… “. Él prefería ser como era. Y se los decía a los espejos y a todo el mundo, “Prefiero ser así, a ser lo que eres tú, un cuerpo que no tiene corazón…”.
Y fue así, auténticamente así. Había dejado atrás su nombre de pila, Miguel Rafael Martos Sánchez, para convertirse en él, Raphael, muy “a su manera”, como “Comme d`habitude’, una canción de Claude François y Jacques Revaux que llevó al inglés Paul Anka y que cantaban Frank Sinatra y Elvis Presley, entre tantos. A su manera, “tal vez gané, y tal vez perdí”, él era aquel, “Yo soy aquél”. Lo era, muy a pesar de las críticas de una sociedad años 60 chapada en los años 50 y más atrás. Era aquel que actuaba sobre los escenarios, que se desgarraba en cuerpo, voz, alma y espíritu. Aquel que se le atravesaba a los prejuicios e iba más allá de la moral de su tiempo, enfrentándose a todos los decires y diretes cada vez que cantaba “Digan lo que digan”, y cada vez que estiraba la mano para señalar a sus detractores.
Lo amaban o lo odiaban. Con él no había términos medios. Jamás los hubo y él lo sabía. Lo enfrentaron con casi todos los músicos de su tiempo, aunque jamás nadie presentó ninguna prueba de esos supuestos enfrentamientos. En vez de caer en bajas vanidades, él siguió con lo suyo, cantando y lanzando nuevos discos, cantando y muriendo con cada canción. Por un lado, lo tachaban de haber sido ficha de distintos gobiernos, y por el otro, lo acusaban de no haber tomado partido político. Unos lo criticaban por sus maneras, por sus gestos, y casi que con cada año que empezaba se largaban a vaticinar su adiós definitivo. Una y otra y otra vez repetían que lo que hacía no tenía nada que ver ni con el arte ni con la música. Otros lo comparaban con viejas leyendas y murmuraban que no les daba ni a los talones.
Él siempre prefirió no responder nada, o por lo menos, no hacerlo desde la rabia, desde la indignación, con entrevistas o declaraciones salidas de tono, y siguió cantando, “cantando al sol como la cigarra”, como cantaba Mercedes Sosa, de escenario en escenario, de gira en gira. Ahí, en el centro de las luces, en medio de sus músicos, con su voz como única arma, él era aquel y siendo aquel les respondía a sus distintos odiadores. Cada vez tenía más en claro que sus triunfos eran las puñaladas más dolorosas para todos sus críticos, y que cantar, decir a punta de canciones parte de lo que pensaba de la vida, y de quién era él, habían sido su mayor victoria, y así, con esa sencilla y compleja palabra, Victoria, grabó sus más recientes canciones y se largó a una gira más.
Bautizó su última disco y su más reciente gira que era es y será una declaración de triunfo Tal vez por eso, hace unos meses organizó su enésima gira y su enésimo disco y los tituló “Victoria”, que era, fue y es toda una declaración.