Tina Turner: “Fui feliz por un tiempo muy breve”
Fragmento de “My Love Story”, la autobiografía de la legendaria cantante estadounidense que murió esta semana. En librerías bajo el sello editorial Indicios.
Especial para El Espectador *
Tina, ¿te casarías conmigo? —Esa fue la primera propuesta de matrimonio de Erwin Bach, un amor a primera vista, el amor de mi vida, el hombre que me hizo sentir aturdida la primera vez que lo vi. Lo dijo con su peculiar inglés, porque es alemán y el inglés no es su primer idioma, pero me gustó. Probablemente se sorprendió un poco cuando le contesté:
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Tina, ¿te casarías conmigo? —Esa fue la primera propuesta de matrimonio de Erwin Bach, un amor a primera vista, el amor de mi vida, el hombre que me hizo sentir aturdida la primera vez que lo vi. Lo dijo con su peculiar inglés, porque es alemán y el inglés no es su primer idioma, pero me gustó. Probablemente se sorprendió un poco cuando le contesté:
—No tengo una respuesta.
Todo lo que sé es que no fue ni un sí ni un no. Eso sucedió en 1989, después de haber estado juntos durante tres años. Yo iba a cumplir cincuenta y Erwin, que tenía 33, pensó que yo necesitaba un compromiso por su parte. Fue muy cortés por su parte ofrecérmelo, pero me encantaba nuestra relación tal como era. Además, no estaba segura de lo que sentía respecto al matrimonio. El matrimonio puede cambiar las cosas y, en mi experiencia, no siempre para mejor. (La noticia: murió la cantante Tina Turner).
Veintitrés años después (no está mal para no haber asumido un compromiso), Erwin me lo propuso nuevamente. Esta vez eligió el momento oportuno perfecto. Estábamos con una docena de buenos amigos navegando por el Mediterráneo en el yate de nuestro amigo Sergio, el Lady Marina. Mirando en retrospectiva, debería haberme dado cuenta de que estaba a punto de suceder algo importante. Estábamos en un lugar muy bonito, pero no era lo suficientemente romántico para Erwin. Más tarde me enteré de que consultó a Sergio, quien le sugirió que navegásemos hasta la isla griega de Skorpios.
—Erwin, ese es el mejor lugar que conozco para un momento romántico —le aseguró Sergio.
Esa noche, cuando el yate cambió de rumbo y comenzó a navegar a toda velocidad hacia un nuevo destino, le pregunté:
—¿A dónde vamos, cariño?
Erwin me respondió con vaguedades y fingió no saberlo, lo que debería haber levantado mis sospechas, ya que Erwin siempre lo sabe todo. Al despertar a la mañana siguiente, tenía ante mi vista la hermosa Skorpios, el antiguo retiro de Onassis con la famosa caseta de baño con puertas azules de Jackie silueteada en la orilla.
Pasamos un día apacible en el barco —yo siempre encontraba algún lugar con sombra para proteger mi piel mientras todos los demás tomaban el sol—, y luego nos separamos para prepararnos para la cena. Cuando nos reunimos con nuestros amigos para tomar un coctel, todos los hombres vestían de blanco. “¡Qué bonito! Se ven muy guapos con esos pantalones y camisas blancos”, pensé. También las mujeres iban muy arregladas con sus galas veraniegas. Yo llevaba un vestido de lino negro, fresco y elegante. Estábamos pasándolo de maravilla con una excelente compañía, una suave brisa y una noche de luna llena. Luego, después de la cena, el ambiente cambió: de repente, percibí que había cierta expectación, incluso emoción en el aire. Me preguntaba qué es lo que estaba pasando.
Noté que todos tenían sus ojos puestos en Erwin, quien se acercó a mí y se arrodilló. Sostenía una pequeña caja sobre la palma de la mano que extendió hacia mí en un gesto inolvidable.
—Ya te lo he preguntado antes y ahora te lo pregunto de nuevo: Tina, ¿te casarías conmigo?
Ahora sí que lo dijo en un inglés perfecto. Los hombres se secaban las lágrimas de los ojos —no podía creer que estuvieran llorando—, y las mujeres gritaron ¡yuju! cuando le respondí con un enfático ¡sí! En ese momento le estaba diciendo sí a Erwin y sí al amor, un compromiso que no me era fácil hacer. Quiero decir, que estaba allí con mis 73 años y a punto de ser una novia por primera vez. Sí, por primera vez. Me llamo Tina Turner y estuve casada con Ike Turner, pero nunca fui una novia.
Voy a contarte acerca de mi boda con Ike, si puede llamarse boda. Yo no era el tipo de chica que fantaseaba con hacerse mayor para tener una gran boda. Claro que imaginé que me casaría algún día, pero en Nutbush no conocíamos las bodas caras, y menos de esas en que la novia lleva un vestido blanco con velo y todos esos adornos. No recuerdo ceremonia alguna como esa porque tanto mis padres como mis tías y tíos ya se habían casado cuando yo nací (o, directamente, nunca se casaron).
Cuando Ike me propuso matrimonio, no hubo nada de romántico, nada en absoluto. Él estaba tratando de escapar de una situación difícil con una exesposa que en cuanto se enteró de que teníamos un disco de éxito quiso conseguir algo de dinero de él. Ike había estado casado tantas veces que yo había perdido la cuenta, y todas esas exesposas se sumaban a las innumerables novias que iban y venían a velocidad vertiginosa. Ike se acostó, o al menos lo intentó, con todas las mujeres de nuestro círculo, ya estuviesen casadas, solteras o lo que fuera. No recuerdo bien por qué casarme era una solución a ese problema financiero en particular, pero en la mente de Ike era la maniobra adecuada para aquella situación, así que inesperadamente un día me preguntó:
—¿Quieres casarte conmigo? —solo así, brusco, cortante, sin sutilezas. Esa era la forma de ser de Ike.
No quería casarme y, ahora en la distancia, me doy cuenta de las pocas ganas que tenía de hacerlo. En ese momento, ya había visto y sufrido lo peor de Ike. Nuestra vida juntos siempre fue muy complicada: teníamos una familia con cuatro hijos por criar (Ronnie, el hijo que tuvimos juntos; Craig, de una relación anterior mía, y también Ike júnior y Michael, los niños que Ike tenía con su última esposa, Lorraine), y compartíamos una carrera, así que no tuve muchas opciones.
Pensé que ya que nos casábamos debería al menos actuar en consecuencia. Así que me puse el mejor vestido que tenía y un elegante sombrero marrón de ala ancha. ¿Por qué un sombrero? No lo sé, solo creí que era lo correcto. No quería parecer sexi, como cuando salía al escenario o estaba en un club, por eso pensé que un sombrero haría que todo pareciera más serio, al estilo de una boda. En cuestiones sociales (y modales) no tenía a nadie que pudiese guiarme, había de confiar en mis instintos. Por culpa de Ike no tenía amigos, por lo que intentaba aprender de la gente que veía dondequiera que fuésemos, observando y aprendiendo en los aeropuertos, en otras ciudades, especialmente cuando actuábamos en Europa. También leía revistas de moda como Vogue, Bazaar y Women’s Wear Daily, de manera que trabajaba constantemente para mejorarme. Con ellas aprendí a vestirme, cómo usar maquillaje y desarrollar un estilo personal.
Ese día de la boda, que no parecía el de mi boda, terminé de vestirme y me senté con Ike en el asiento trasero del coche. Duke, que normalmente era el conductor de nuestro autobús, se sentó tras el volante, dispuesto a llevarnos a la frontera con México. Él y su esposa, Birdie, se ocupaban de nuestros muchachos cuando estábamos de gira y eran parte de mi extensa familia, así que estuvo bien tenerlo cerca en ese viaje.
Ike siempre tenía sus propias ideas. Pensó que Tijuana sería un buen lugar para tener una ceremonia rápida, y que podría encontrar a alguien para hacerlo sin que le pidieran una licencia o un análisis de sangre. Puede que ni siquiera fuese legal, pero no tenía sentido cuestionar sus motivos, pues hacerlo solo lo haría enfadar y eso podría terminar en una paliza. Definitivamente, no quería un ojo morado en el día de mi boda.
En esa época, Tijuana era un lugar sórdido y lleno de garitos. Una vez que cruzamos la frontera, fuimos por un camino polvoriento —pero muy polvoriento— y encontramos la versión mexicana de un juez de paz. En una pequeña y sucia oficina, un hombre puso unos papeles sobre un escritorio para que yo los firmara, y eso fue todo. Puede que no tuviese mucha experiencia en bodas, pero se suponía que una ocasión así debía ser emotiva y feliz. No hubo nada de eso en esta boda. Nadie dijo: “Puedes besar a la novia”. No hubo brindis ni felicitaciones, ni nadie mencionó lo de vivir “felices para siempre”.
Por malo que fue ese comienzo, lo que vino después fue aún peor. El tiempo en que Ike permaneciera en la sucia y polvorienta Tijuana, quería divertirse, pero con su propia clase de diversión. ¿Adivinad a dónde fuimos? A un burdel… ¡en mi noche de bodas! Nunca, nunca, le conté esta historia a nadie, porque yo también estaba desconcertada.
La gente no puede imaginarse la clase de hombre que era: el tipo de hombre que lleva a su nueva esposa a un espectáculo sexual en vivo justo después de la ceremonia de matrimonio. Allí me senté, en ese sucio lugar, mirando a Ike por el rabillo del ojo, preguntándome: “¿Realmente le gusta esto? ¿Cómo puede gustarle?”. Fue todo tan feo. El “intérprete” masculino era poco atractivo y aparentemente impotente, y la chica… bueno, digamos que lo que estaba en exhibición era más ginecológico que erótico. Me sentía abatida y al borde de las lágrimas, pero no había escapatoria, no podíamos irnos hasta que Ike no estuviese listo, y parecía que se lo estaba pasando bien.
Aquella experiencia fue tan perturbadora que la reprimí, simplemente la borré de mi memoria. Para cuando volvimos a Los Ángeles, ya había creado una historia completamente diferente: una fantasía de fuga romántica. Al día siguiente, estaba presumiendo con la gente.
—¡Adivina qué! Ike me llevó a Tijuana y… ¡nos casamos ayer!
Me convencí a mí misma de que era feliz, y lo fui por un tiempo muy breve, porque la idea de que estaba casada tenía un significado especial para mí. Para Ike, sin embargo, era solo una transacción más: nada había cambiado.
Bueno, si esa boda había sido una pesadilla, el día en que me convirtiera en la mujer de Erwin Bach iba a ser un sueño. No, más aún, un cuento de hadas completo: con una princesa, un príncipe y un castillo, nuestro castillo: el Château Algonquin, en las afueras de Zúrich (Suiza), donde vivíamos desde hacía quince años. Esta vez decidí organizar cada detalle yo misma. Ningún organizador de bodas sería capaz de imaginarse lo que rondaba por mi cabeza. Quizá fue una locura asumir toda esa responsabilidad, pero estaba decidida a convertir mis fantasías en realidad, a mi manera.
Me gusta conseguir que las cosas se hagan. Primero, llamé a mi amigo Jeff Leatham, un renombrado diseñador floral con el que trabajé durante años, y le pedí que transformara los terrenos del castillo en una glorieta para la recepción llena de plantas y flores.
El siempre importante vestido de novia ya estaba colgado en mi armario. Decidí que no lo quería blanco porque ese día no era únicamente para mí. Las novias que llevan grandes vestidos blancos acaparan toda la atención y nadie se fija en el novio. No quería opacar a Erwin, este era un matrimonio de dos personas. Llevo décadas vistiendo de Giorgio Armani y en uno de sus desfiles en Beijing vi un vestido precioso: una creación irresistible de tafetán verde, tul de seda negro y cristales de Swarovski. Cuando me lo probé me sentí como una verdadera Cenicienta. De hecho, me gustó tanto que tuve que comprarlo, “aunque nunca me lo ponga”, me dije. Pero en mi corazón sentía que ese vestido estaba destinado a ser el de novia. Al igual que la mayoría de las mujeres, yo no tengo un cuerpo perfecto: un cuello y torso cortos, unos pechos prominentes, y lo que podríamos calificar de brazos “maduros”. Una vez que los magos de Armani terminaron de modificarlo para adaptarlo a mi cuerpo, el vestido era perfecto. Le añadí unos leggins y un velo de tul negros. A Erwin le pareció el vestido (y yo) una obra de arte.
Me preguntaba si una novia tenía que tener siempre damas de honor. Esta fue otra de las ocasiones en que estuve feliz de romper con la tradición. Aunque tengo varias amigas íntimas, no quería estar rodeada de mujeres el día de mi boda. De alguna manera, esa idea me llevó al pasado, de vuelta a Ike y a todas las mujeres que siempre tuvo a su alrededor, a las amantes y los rollos de una noche. Entonces tuve un destello de inspiración. Los hijos de nuestros amigos son tan frescos y tan hermosos como las flores de Jeff Leatham, ¿por qué no tenerlos en la fiesta de nuestra boda? Así que invité a cuatro niñas y a un niño encantadores para unirse a nosotros en el gran día, y me encargué de que se reunieran conmigo en Giorgio Armani. Quería que mis pequeñas damas de honor tuvieran vestidos tan originales como el mío, pero en un color diferente. Armani diseñó un vestido ideal para una joven princesa, en un hermoso tono lila rosado.
Erwin le pidió a su hermano, Jürgen Bach, que fuera su padrino y para mi dama de honor recurrí a una de las personas constantes en mi vida: Rhonda Graam. Cuando conocí a Rhonda, en 1964, ella era una joven fan de Ike y Tina, una chica de California que estaba interesada en la música. Siempre estuvo cerca de mí durante casi cincuenta años ocupándose de muchas funciones, como amiga, confidente, asistente, representante y organizadora de conciertos. Nos apoyábamos mutuamente en todo tipo de situaciones. En ese momento Rhonda era mi conexión con el pasado, mientras que los niños representaban el futuro. “Algo viejo y algo nuevo”, pensé.
Erwin y yo preparamos meticulosamente la lista de asistentes, invitando a la familia y a nuestros amigos más íntimos. Siempre práctico, Erwin previó que debido a la asistencia de famosos como Oprah y el cantante Bryan Adams, mi viejo amigo, habría que organizar la seguridad porque la boda tendría mucha notoriedad pública. Eso significó que tuve que sacrificar mi amada vista del lago Zúrich por un día, porque tuvimos que poner una valla roja alta para impedir la vista de nuestra propiedad desde el agua. Si nosotros podíamos ver, entonces los paparazis también podían vernos, y lo que queríamos era privacidad.
Jeff Leatham se superó a sí mismo. Más de cien mil rosas en rojo, rosa, naranja, amarillo y blanco llegaron desde Holanda en camiones congeladores. Nunca había visto flores tan hermosas en mi vida y el aire se llenó del aroma más maravilloso que he podido oler jamás. Tomó varios días realizar los arreglos florales. Jeff tenía gente trabajando en todo el terreno, incluso subidos a los árboles. Una locura. Era imposible estar en casa con todo ese ajetreo, así que Erwin y yo nos mudamos a una suite del Hotel Dolder, en Zúrich, aunque íbamos cada día a verificar los preparativos. Me obsesioné tanto con la boda que llegué a cansarme de solo pensar en ello y fantaseé con la idea de montarnos en un coche y escaparnos a Italia en una luna de miel anticipada.
Creo que todos los novios tienen peleas y desacuerdos antes de la boda. Erwin y yo discutimos por el tiempo.
—Schatzi —me dijo usando la palabra alemana que significa cariño—, ¿qué pasa si llueve? Tenemos que tener un plan B. —Pero yo no tenía ningún interés en ser práctica.
—No —le respondí—, no hay plan B. El jardín es demasiado hermoso, no pienso taparlo con una carpa.
Ya habíamos consultado la climatología en el almanaque agrícola y había elegido un día que parecía estar bien alineado con las estrellas, la luna y el universo, pero eso no era suficiente para Erwin. Durante el ensayo, mientras iba por el jardín vi que alguien había levantado unos postes por si fuera necesario sujetar en ellos una lona.
—Llévatelos —insistí—. No quiero una carpa. ¡No va a llover!
El siguiente problema surgió mientras estaba sentada admirando las flores y las mesas —veinte filas dispuestas con vajilla de porcelana antigua y mi propia colección de cristalería— y vi a varios trabajadores desplegando unas grandes sombrillas. Me explicaron que las estaban colocando para bloquear la vista a los drones. ¿Drones? ¿En mi boda? ¡Definitivamente era un problema del siglo XXI! Me levanté y anuncié:
—No pienso asistir a esta boda. Me marcho —me fui y me mantuve alejada hasta que retiraron aquellas antiestéticas sombrillas. No iba a dejar que nada arruinara la decoración, ni siquiera los drones.
Tal como predije, no llovió el 21 de julio de 2013, pero el clima tuvo un retorcido sentido del humor y nos jugó una broma pesada porque resultó ser el día más sofocante del año, tanto que se batió el récord de calor. Colocamos abanicos de papel individuales para nuestros invitados, por si el calor se volvía demasiado agobiante. En todo caso, tener un abanico era algo mejor que agitar un menú, o lo que sea que tuvieran a mano, para mover el aire.
Erwin y yo planeamos cambiarnos en el hotel pero, en el último momento, decidimos irnos a vestir a nuestra casa. Estoy muy contenta de haberlo hecho así, porque al estar con los otros participantes de la fiesta el ambiente fue más alegre, especialmente por los niños. Yo misma ayudé a que les dieran los toques finales en el pelo y los vestidos (tenía práctica en eso) y les regalé a cada uno una pequeña pulsera especial de Cartier para conmemorar la ocasión. Luego, los enviamos a la casa de invitados, que estaba cerca, para que esperaran allí el comienzo del desfile nupcial. La “carroza” que llevaría a nuestro pequeño príncipe y a las princesas durante la corta distancia que les separaba de la entrada al lugar de la ceremonia era muy inusual: un Rolls Royce blanco. La parte delantera del coche era clásica, pero la posterior había sido convertida en camioneta tipo pick-up para que los niños pudieran sentarse todos juntos, y se había decorado el vehículo con guirnaldas de flores.
De pronto caí en la cuenta de que no podría ver nada de la fiesta hasta que comenzase la ceremonia y le dije a Erwin:
—¿Sabes qué, cariño?, me da pena perderme la primera parte de la boda, solo la podremos ver luego en fotografías.
Pensamos en ello y descubrí una solución para no perderme nada. Hace más de cuarenta años que soy budista y tengo una hermosa sala de oración en el segundo piso, adonde voy todos los días para cantar y rezar en mi butsudan, que está acristalado y da al frente de la casa. Era el lugar perfecto, me senté en silencio y observé. La mayoría de las personas piensa en mí como alguien en constante movimiento: bailando en un escenario, pavoneándome por una escalera, incluso colgando de la torre Eiffel. Pero la vida me ha enseñado que algunos de mis momentos más importantes y memorables suceden cuando estoy en reposo, sentada, meditando y contemplando. El mirar por la ventana y ver llegar a nuestros invitados me hizo darme cuenta de lo importantes que eran para mí y lo feliz que me sentía de que estuvieran con nosotros en ese día tan especial.
En plan más frívolo, diré que ¡también pude ver lo fabulosos que se veían! Nuestra invitación especificaba que el código de vestimenta era blanco para las mujeres y corbata negra para los hombres. Reconozco que es inusual pedirles a las mujeres que usen blanco para una boda, pero tenía mis razones. Mi decoradora no quería colores que compitieran con nuestra ambientación tan cuidadosamente elaborada. También sabía que la gente se vería elegante con el clásico blanco y negro… ¡y así fue! El blanco se veía precioso en contraste con el follaje verde y las flores. Más tarde, varias de las mujeres me comentaron algo así como:
—Tina, mi vestido fue difícil de encontrar, pero tenías razón.
Disfruté al ver las reacciones de los invitados mientras entraban en el entorno mágico que habíamos creado para ellos: el frente de la casa estaba cubierto con boas florales de gran tamaño y el suelo era una fantasía hecha realidad. Quería que pareciera el Jardín del Edén, con cascadas de flores y verdor por todas partes, y resultó tal como lo había imaginado. Jeff Leatham incluso construyó un enorme seto de 140.000 rosas rojas de color vivo, que vi como un guiño a mis característicos labios rojos. De hecho, nada más verlo exclamé:
—¡Esa soy yo!
Soy rock and roll —Tina Turner es rock and roll— y no me puedo imaginar de ninguna otra forma.
* Se publica con autorización de Ediciones Urano. Traducción de Sergio Bulat Barreiro.