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El fútbol de Rusia está viviendo una revolución, pues se está convirtiendo, cada vez más, en un juego similar a la historia de la nación. Partidos de luchar, correr, aguantar, sufrir y triunfar contra oponentes más fuertes, más capacitados. En resumen: el símbolo de un país que le ha demostrado a la humanidad que la voluntad da fuerza y que esa fuerza se materializa en ganas y termina en hazañas. Como la de este domingo en el estadio Luzhniki, en Moscú, con 78.011 espectadores, en su mayoría rusos, frente a una España que perdió con la pelota en los pies (79 % de posesión), sin hacer daño, lejos de ser el equipo de Suráfrica 2010, sencillo, elegante y eficaz, que acribillaba a sus rivales y los paseaba sin problemas, sin tener resistencia alguna. Pero este domingo, en la capital, Rusia soportó lo poco que ofreció el conjunto de Fernando Hierro, y se cargó con los gritos de la gente que celebró cada atajada, cada cruce limpio y cada contragolpe, como si fuera un gol. (Vea aquí nuestro especial del Mundial de Rusia 2018)
De hecho, el apoyo fue el mismo, a pesar de arrancar perdiendo con un autogol de Sergei Ignashevich, luego de un forcejeo en el área con Sergio Ramos, que terminó vulnerando el arco defendido por Igor Akinfeev. Y el aliento creció y la afición entendió el sacrificio de los suyos, la entrega, el orden y la pasión con la que se corrió. Y aunque España hizo del encuentro un letargo, con su toqueteo aburrido y con el calor que llamó al sueño, los locales empataron de penalti tras una mano de Gerard Piqué en el área. Artem Dzyuba fue el encargado de generar el estruendo, el ruido unísono y contenido de los hinchas, la resonancia que alteró el tímpano. Y, a partir de ese momento, Rusia misma fue su mejor escudo contra la presión, armando una muralla que, a pesar de las pequeñas fisuras, no se derrumbó.
Los ataques españoles cocharon como las olas que revientan descontroladas en un buen jarillón. Y Hierro, más activo que sus jugadores, optó por mandar a la cancha a Andrés Iniesta para que hiciera algo diferente y contagiara al grupo de energía. Pero el jugador de Barcelona se dejó impregnar de la pausa innecesaria y, salvo dos jugadas que controló el portero Akinfeev, no pudo crear, mucho menos construir. El partido se tornó repetitivo, aburrido por pasajes y emocionante en otros, no por opciones claras sino por la entrega de los dirigidos por Stanislav Cherchesov, un hombre gordo, calvo, de bigote abultado, con apariencia de soldado soviético y que salta como loco en la zona técnica, mientras manotea en cada acción. (Lea: La última función de Iniesta: jugó su último partido con España)
Y la España descorazonada de Hierro, la que abandonó Julen Lopetegui antes de iniciar esta Copa del Mundo, no tuvo más remedio que dejar que los minutos se esfumaran y resignarse a los 15 minutos del primer tiempo extra y a los otros 15 del segundo, y a los penaltis y el condicionamiento de patear con los abucheos y silbidos de personas que se cargaron como una batería, y que cargaron a sus jugadores durante los 120 minutos que duró la batalla. Desde los 12 pasos no pesó la jerarquía, sí el coraje de los menos experimentados. Koke falló, o mejor, el arquero atajó su cobro. Smolov, Ignashevich, Golovin y Cheryshev acertaron sus tiros, mientras que Aspas mandó el balón a media altura para que el guardameta de 32 años, Akinfeev, estirara su pierna y fuera el héroe. Y unos cuantos pusieran a celebrar a miles. La realidad fue creíble: Rusia eliminó a España y se metió entre los ocho mejores del Mundial, de su Mundial, contra todo pronóstico.