Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Del número 56 de la calle João Romariz, en el barrio de Ramos, norte de Río de Janeiro, se ve un humo abundante, grisáceo primero, después negro. No es un incendio, tampoco un asado; hay mucha calma para cualquiera de esas situaciones. Dentro, en un silencio total, un hombre de camisa de seda, con una medalla de Nuestra Señora Aparecida, mira el fuego, estupefacto, con el reflejo de la llama en sus pupilas. En una especie de exorcismo, Moacyr Barbosa quema los postes de los arcos del estadio Maracaná, los mismos que fueron una prisión, su prisión, desde el 16 de julio de 1950. En realidad no está quemando los trozos de madera, se está quemando a sí mismo, a su mala suerte, incinerando el día que decidió anticipar lo que iba a hacer Alcides Ghiggia, para terminar viendo cómo la pelota se metía mansamente por un costado callando a una fiera con 203.850 cabezas, a la muchedumbre más grande que alguna vez haya estado junta en un estadio de fútbol.
Lea también: Historias de los mundiales: Vencer o morir
Ese fue el gol más silencioso de la historia, pero también la sentencia más cruel para un hombre que llegó al Mundial de ese año como figura del Vasco da Gama, para el arquero que tapaba sin guantes, recuperado de sus seis fracturas en la mano izquierda y las tres costillas rotas. La furia del pueblo fue contra él, un hombre negro que sufrió del ostracismo de los brasileños por no contener un remate, por causar dolor, depresión, rabia, humillación. “La condena del Maracaná se paga hasta morir”, le dijeron cuando tenía 29 años, cuando dejó de ser un ídolo para la nación, cuando pasó de ser un futbolista venerado y amado a ser el más odiado en la historia del país.
Y ante esta frase, Barbosa respondió con una más contundente, más despiadada con él mismo: “Sólo seré absuelto por la justicia divina, porque para la de los hombres seré un eterno condenado”. A los 43 años se retiró del fútbol con más de 1.300 partidos jugados, con ocho títulos, pero con el peso de la tristeza infinita. Ya en su vejez intentó ir a la concentración de la selección de Brasil antes del Mundial de Estados Unidos en 1994, pero, como era de esperarse, Mario Lobo Zagallo no lo dejó entrar, creyendo que sería de mala suerte que sus jugadores lo vieran, hablaran con él, lo conocieran.
Lea también: El milagro de Berna
No fue la esperanza lo último que perdió Barbosa, como el resto de la gente; fue la dignidad, porque siempre recibió los insultos, mientras el cuerpo se lo permitió, con el mentón paralelo al suelo, con los ojos bien abiertos, como le enseñaron en su casa. Al final del camino tuvo que vivir de la piedad de los amigos, con la pena moral de haber perdido a Clotilde, su esposa, en quien gastó todos sus ahorros para alargar la vida, para derrotar una enfermedad terminal.
Cansado de que siempre le hicieran la misma pregunta (“¿qué recuerdas del gol de Ghiggia?”), Barbosa se dedicó a esperar la muerte, que finalmente llegó el 9 de abril del 2000 en un hospital de Praia Grande, luego de un derrame cerebral, tras 50 años de soportar una condena que debió haber sido colectiva, pero que asumió como propia. Porque sí, ese gol del 2-1 a favor de Uruguay en la final de la Copa del Mundo puede que haya sido su culpa, pero la incapacidad de revertir la situación fue responsabilidad de 10 más.