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A Pablo Escobar lo mató su propia imagen

Texto del periodista Fabio Castillo publicado en El Espectador tras la muerte del narcotraficante.

El Espectador
21 de noviembre de 2012 - 07:27 p. m.
A Pablo Escobar lo mató su propia imagen
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La supervivencia de Escobar dependió de su nivel de violencia. De jalador de carros pasó a ser el cabecilla de la agrupación delictiva más próspera y violenta del orbe. Su obsesión era equipararse con legendarios criminales.

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Pablo Escobar Gaviria era desde hace meses un hombre debilitado y aislado dentro de las grandes organizaciones del tráfico de cocaína, pero el aparato paramilitar de que se había rodeado  la violencia que ejerció siempre contra amigos y contradictores, y su demostrada capacidad de dominar amplios sectores del Estado colombiano, lo habían convertido en el símbolo de  la delincuencia organizada, en el Jefe de la agrupación delictiva más próspera y Violenta del orbe: el cartel de Medellín.

 Con sus dos armas preferidas, el soborno y la intimidación por asesinato. Escobar Gaviria adquirió primero un aura de benefactor y luego una imagen de narcoterrorista. Cuando los gobiernos del mundo decidieron emprender una verdadera cruzada contra el tráfico de drogas, delito clasificado por las Naciones Unidas en 1982 como un crimen contra la humanidad, la cocaína había derrotado en cuanto a generación de dinero a otros tráficos más tradicionales como el contrabando de armas. Una cualificación hecha siete años más tarde por  e l gobierno estadounidense establecía en $110.000 millones de dólares el valor del tráfico de drogas por el mundo, del cual el 70 por ciento era de cocaína.

La lucha emprendida entonces necesitaba un símbolo, un persona que encarnara toda la maledicencia y corrupción que gira en tomo a ese imperio subterráneo del tráfico de drogas y Pablo Escobar no sólo cumplía todos los requisitos para demonizarlo sino que él mismo luchó por conseguir, y obtuvo la caracterización de lo que medio siglo antes había sido Al Capone en los Estados Unidos.

Escobar Gaviria se había iniciado en la vida delictiva como jalador carros en Medellín, en un círculo que combinaba con una técnica poco extendida por entonces: adquiría en los remates de  las aseguradoras vehículos siniestrados con el objeto de utilizar sus placas e identificaciones e n los coches robados. Hizo obvio desde entonces su alto grado de violencia, como que no dudó en asesinar a los testigos de sus crímenes y más tarde a los jueces que intentaron perseguirlo.

El absoluto desprecio que demostró siempre por la vida humana lo exhibió desde sus tempranas actividades cuando asesinó a quien le ayudaba a camuflar bolsas de cocaína en el Interior de las lápidas que transportaba a Turbo y más tarde cuando decidió asesinar a quienes fueron sus socios en la banda llamada Los Pablos, Pablo Correa y Pablo Arroyave.

Su primer registro como narcotraficante data de 1975. Hay fechas definitivas en la vida de Escobar. Una vez resultó elegido suplente a la Cámara de Representantes en 1982,  tras ser expulsado de manera pública por Rodrigo Lara Bonilla de las listas del Nuevo Liberalismo. Escobar Gaviria debió encarar un programa de la cadena de televisión estadounidense ABC donde se lo señalaba como miembro central de las organizaciones de tráfico de cocaína. El país reaccionó con cierta timidez a las denuncias pero poco después el mismo Lara Bonilla, ahora como ministro de Justicia ordenaba 1a paralización de sus avionetas y  exponía sus propiedades y destapaba las fórmulas de amedrantación con dinero que imponía a amplios sectores de la sociedad. Rodrigo Lara fue asesinado el 30 de abril de 1981.  Los rastros de los sicarios conducían a un número de teléfono de una hermana de Escobar en Medellín.

A los seis meses de instalado el gobierno de Virgilio Barco se reanudó la presión de la violencia del narcotráfico: primero con la muerte del coronel Jaime Ramírez Gómez y  exactamente un mes más tarde, el 17 de diciembre de 1986 fue asesinado el valiente director de El Espectador don Guillermo Cano. En el primer caso una agenda manuscrita de Ramírez conducía a Escobar. En el segundo el rastro de unos cheques entregados a los sicarios por Luis Carlos Molina llevaba  a la misma autoría intelectual.

Lo que siguió a ese período constituye ahora uno de los velos más tupidos de nuestra historia, rodeada de secuestros inexplicables, atentados selectivos y por último indiscriminados hasta concluir con el entierro constitucional de la extradición, en ese momento la única arma de que disponía el gobierno para luchar contra las organizaciones delictivas que se habían probado en varias ocasiones más fuertes y consolidadas que el propio gobierno civil.

 Así como hacia 1980 surgió el cartel de Medellín tras el secuestro de uno de los miembros de la familia Ochoa, el 20 de noviembre de 1987 marcó otra de las fechas claves en la vida delictiva de Escobar. En esa ocasión fue citado a una fiesta en Palmira con los miembros representativos del cartel de Cali y su expulsión como invitado y socio terminó por dejarlo aislado en lo que se consideran ahora las operaciones de mayor envergadura en el tráfico de cocaína.

Desde ese momento, la supervivencia de Escobar dependió de su propio nivel de violencia, que ejerció sin cuartel hasta la muerte de quien había sido su aliado, Gonzalo Rodríguez Gacha. Tras diversos rumores sobre su permanencia en Brasil, Perú. Honduras y Guatemala Pablo Escobar pudo ser visto por una sola vez en una lente de fotógrafo en su autoprisión de La Catedral como un hombre doblado en peso más próximo a las características físicas de Jorge Luis Ochoa que a las de su hermano Juan David. Sólo su volumen servía para desvirtuar las múltiples leyendas tejidas en tomo a sus repetidas fugas de los operativos policiales.

Escobar estuvo a punto de ser un símbolo del reino de la impunidad pero ahora ya no es más que un agregado a la expresión de aquel lugar común, del latiguillo verbal que enseña que el crimen no paga.

Su obsesión por equipararse con otros legendarios criminales de los años 30, desde comprar sus coches abaleados en Chicago hasta rodearse por objetos que les habían pertenecido; siempre asegurado por una red de seguridad estatal sobornada que alcanzó niveles importantes dentro de las Fuerzas Armadas, los gobiernos local, departamental y nacional, Escobar alcanzó una notoriedad internacional que no había obtenido ningún otro criminal con temporáneo.

Su figuración como uno de los hombres más ricos del mundo en los cuadros de las revistas de dinero, y la mención de su nombre junto a tormentas políticas internacionales que lesionaron por ejemplo a Cuba, Nicaragua y el propio gobierno de Reagan son elementos que describen cómo la cocaína ha estado en varias ocasiones a punto de constituir un verdadero imperio subterráneo en Latinoamérica.

Lo que marcó la diferencia entre los clanes de la cocaína y las formas habituales de delincuencia organizada, fue la alucinante fábrica de billetes verdes que ha significado semejante actividad delictiva, enmarcada en países de modestas reservas de divisas pronto se convirtió en un elemento desestabilizador de sus endebles democracias.

El narcotráfico siempre fue más que las apuestas del barrio Cícero en Chicago, el contrabando de alcohol o la venta de armas que enriquecieron a Caracortada Capone: Bolivia en los 70s el principal cultivador de hojas de coca, padeció durante años una su cesión de golpes de estado a manos de coroneles que representaban las distintas facciones de los clanes del narcotráfico. La desestabilización se extendía al Perú y bien pronto alcanzó a Medellín, hasta entonces conocida como una de las perlas colombianas en cuanto a industria y generación de empleo, con relativamente endebles conflictos sociales.

 La geopolítica de la subregión quedó tocada por la droga desde principios de la década de los 80 y nunca más ha podido perder ese estigma. La habilidad desarrollada por los carteles de la cocaína para mimetizar en actividades comerciales regulares sus operaciones de contrabando de droga, ha ocasionado una verdadera proliferación del fenómeno del narcotráfico en Latinoamérica.

El lavado de dineros de los narcotraficantes ha golpeado los gobiernos de Panamá, Argentina y Uruguay. La organización de bandas paramilitares casi afecta por siempre los vínculos de Colombia con Israel. Al mismo tiempo la existencia de grupos guerrilleros en algunos de los países tocados por el tráfico de droga los dotó de una nueva fuente de ingresos, con lo que se vino a generar un recrudecimiento en la violencia de esos países.

Perú, Ecuador, Brasil, Colombia, Panamá, Honduras y Guate mala conocen actualmente en diverso grado los influjos de las operaciones provenientes del narcotráfico como hasta hace poco se vivió e n México. Cuba o la misma Suiza, cuya ministra de Justicia debió dimitir tras revelarse que su marido trabajaba con dinero del cartel de Medellín y que ella le advirtió sobre las pesquisas Internacionales adelantadas contra sus clientes colombianos.

Los Estados Unidos vieron a su política internacional empañada con operaciones que buscaban generar dinero a través del narcotráfico como en el caso del coronel Oliver North en la operación de asistencia a la Contra nicaragüense, y más recientemente en la operación de embarque desde Venezuela de un cargamento de cocaína que fue vendido en la calle, con el argumento de que era la única forma de conocer e l círculo completo de la operación de narcotráfico.

En esas condiciones la muerte de Pablo Escobar Gaviria, bajo un gobierno que ensayó fórmulas de una osadía antijurídica increíble no representa ciertamente la derrota del narcotráfico pero sí la extinción de quien se había convertido en símbolo de la impunidad, la corrupción y e l soborno a la soberanía de una Colombia siempre al borde de sacrificar una de las nociones elementales de la democracia, la de la igualdad de todos sus habitantes frente la ley.

 A Escobar lo mató su propia imagen al pretenderse más fuerte y ambicioso que todos los esfuerzos oficiosos hechos por el gobierno de César Gaviria por llevarlo a una cárcel hecha a su medida. Víctima del espejismo creado en su mente murió por cuidar lo que é l mismo había terminado por creerse. Pero el drama del delincuente es que no puede escapar tampoco al miedo que genera. 

 

Por El Espectador

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