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Entrar a la casa del maestro no es como meterse en uno de sus cuadros, aunque en el camino vayan apareciendo temas recurrentes de su obra. Unos jardines frondosos y bien cuidados rodean el refugio en el que vive hace cuatro años. La entrada está precedida por una gran claraboya de luz que se encarga de iluminar el corredor y la sala.
Desde hace más de un año trabaja en su proyecto Ciudades oxidadas, que nació del recuerdo de embarcaciones viejas en las playas africanas de su infancia, y más tarde, de la visita que hizo a Fathpur Sikri, una ciudadela abandonada en la India del siglo XVI y que conserva un rojo muy similar al óxido. Poco a poco comenzó a sentir su presencia: “Percibía que el mundo también se oxida, se daña”. La serie, que ya va por 20 cuadros, se alimentó también de un reciente viaje que hizo a la Antártida para grabar un audiovisual de alta definición que saldrá al aire en un mes.
Una vez allá, se encontró con paisajes surreales: “La sensación es como estar en otro planeta, hay momentos en que no sabes si es de noche o de día, se pierde la noción del tiempo”. A medida que caminaba, se sorprendía con rastros de óxido en esos territorios inhóspitos: “Llegué a un lugar donde había unos tanques gigantescos que podían medir treinta metros de altura. Había escombros y restos oxidados de un depósito que había servido durante la Segunda Guerra Mundial”. La nieve manchada de metano y los caseríos de hierro que fue encontrando a su paso también aparecen metafóricamente en su obra: “Es que la mente humana va grabando las cosas de formas que no se pueden describir, por eso hay que botarlas después en una pintura”.
Durante veintidós días se dedicó a captar imágenes sin gente, la entrada de los rayos solares, las nubes, las montañas de hielo: “Me enfoqué mucho hacia el mundo del arte como viendo abstracciones del planeta Tierra”. Las jornadas comenzaban temprano y cuenta que hacia las tres de la tarde sentía un sueño enorme. Los guías le explicaron después que la somnolencia se debía a la ausencia de árboles, a la falta de oxígeno.
Del viaje, Manzur regresó con diez horas de material audiovisual y el espíritu estimulado por las imágenes más abrumadoras que había visto en su vida. Los meses pasaron y ese viaje se abrió ante sus ojos como un paisaje pictórico único. Profunda soledad, extrañeza, despojos de vida pasada, azules intensos, frío, imágenes lechosas, dimensiones paralelas.
Junto al taller guarda sus colecciones musicales. Hay discos de 78 revoluciones, acetatos y compactos. Un laúd, el instrumento medieval que aparece en sus pinturas, cuelga de una pared. En la casa hay varios que parecen explicar la sensibilidad musical del artista: “Creo que representa la contemplación de la música, al no ser músico es el afán de traducirlo, de evocarlo en mi obra”.
Un pequeño teatro con silletería y pantalla gigante antecede su lugar de trabajo. Ahí disfruta de películas y más recientemente de los videos de la Antártida que está editando.
Muros de más de cuatro metros de altura enmarcan su estudio. Hay caballetes, lienzos, trípodes, luces, espejos... Y pinceles, pinceles de todos los tamaños que se asoman desde su mesa de trabajo. Manzur se siente cómodo en su espacio natural. Le faltan unos diez cuadros más para completar la serie. “Mientras uno descubra cosas, hay algo vital que te va llevando. Nunca hay nada perfecto ni completo. Me doy cuenta de que acabo porque voy agotando todas las posibilidades en materia de efectos visuales”.
Luego de Ciudades oxidadas, con la que recorrerá las galerías de otras capitales del mundo, no sabe hacia dónde enfocará sus ímpetus. De lo que sí está seguro es de que no se quedará quieto porque es demasiado sensible a lo que lo rodea: “Vivimos en un mundo inteligente que destruye la vida y la inocencia del planeta”, dice. Y en ocasiones también le ocurre que se deja arrastrar por la fuerza de sus cuadros. “A veces cuando estoy metido en esos universos siento que me desubico”, dice, como si de repente quedara inmerso en esas dimensiones paralelas de su arte, ese surrealismo sui generis –como ha sido catalogado por algunos críticos– que aparece como un torrente de lugares oscuros y desolados, recordando la vida que existía y que se perdió.
“Vivimos en un mundo inteligente que destruye la vida y la inocencia del planeta”.
El maestro prefiere esconderse entre sus cuadros. “Lo realmente importante es la obra”.
Todavía le faltan unos diez cuadros más para completar la serie Ciudades oxidadas.