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Entre ellos estaba Orlando, de Virginia Woolf, en la traducción que Borges hizo para Sur, lo cual sería apenas una anécdota si no fuera porque el libro ha sobrevivido, y aún hoy se pueden leer en su primera página las notas de los amigos. La de Álvaro Cepeda dice: “Utiliza mucho la palabra cañón”. La de Gabriel García Márquez, que acababa de cumplir los veintidós años, dice: “Imita mucho a Gabriel García Márquez”.
Siempre me ha parecido que en esta línea burlona se condensa la que ha sido, en mi opinión, la gran lección de García Márquez: su relación con sus influencias. No está de más repetir lo que ya he dicho otras veces: para mí, que nací siete años después de la publicación de Cien años de soledad, que publiqué mi primer libro 15 años después de que García Márquez hablara en Estocolmo sobre la soledad de América Latina, leer la obra del más grande novelista colombiano ha sido leer un clásico remoto. En literatura, lo esencial es el método; y el método garciamarquiano, maravillosamente dotado para la transposición novelesca de la realidad que es su materia, no podía ser útil para la transposición novelesca de mi materia, de mi realidad. Y me atrevo a sugerir que lo mismo —la admiración por los hallazgos del gran novelista unida a la imposibilidad de utilizarlos para los propios fines— ocurre en las novelas posteriores, de Cóndores no entierran todos los días en adelante. Pero hay, en cambio, otra perspectiva desde la cual la obra de García Márquez está llena de pequeñas epifanías sobre ese proceso aterrorizador: la búsqueda de la propia identidad literaria. La particularidad de García Márquez es que ese proceso se basó, por completo o casi por completo, en tradiciones que no eran las de su país, ni siquiera las de su lengua.
“Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por Joyce, por Faulkner o Virginia Woolf”, escribe García Márquez en un artículo de 1950. Y luego: “Si los colombianos hemos de decidirnos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esa corriente”. Olvidemos por un instante la incomodidad del doble adverbio: el joven García Márquez ha advertido que los caminos de la novela colombiana serán híbridos o no serán. Enfrentado a las hordas de nacionalistas que durante décadas han defendido a ultranza la pureza de la retórica hispana, García Márquez se atreve a sugerir que la vida está en otra parte; en seguida entra a saco en esos novelistas, robándoles todo lo que es capaz de llevar en sus bolsillos. En Orlando leemos que “los pájaros se helaban en el aire y caían al suelo como piedras”; en Un día después del sábado, uno de los mejores cuentos de Los funerales de la Mamá Grande, los pájaros mueren de calor y no de frío, pero por lo demás la imagen es la misma. Es un ejemplo entre muchos; pero lo que me interesa es notar que ese cuento fue escrito años después de que el joven inédito vaticinara los nuevos derroteros de la ficción colombiana. En otras palabras: García Márquez escogió sus modelos deliberada y conscientemente, y a lo largo de sus primeros libros se dio a la tarea de hacerlos garciamarquianos. “Imita mucho a García Márquez”, había escrito. Y tenía razón: cuando el futuro novelista escribe su nota irónica en la primera página de un Orlando prestado, no está haciendo nada distinto de —qué contento estaría Borges— crear a sus precursores. Pero hay algo más y es que de alguna manera creó también los precursores de quienes vinieron después. La ciudad de R. H. Moreno-Durán en Femina Suite es inseparable del Ulysses de Joyce; los largos períodos y la voluntad barroca de Germán Espinosa son hijos de Proust, pero también de Faulkner; hay en los cuentos de Marvel Moreno algo del agudo intimismo de Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.
De manera que ahora, cuando cada cierto tiempo hay que hablar sobre la presencia de García Márquez en los novelistas colombianos más recientes, uno puede prescindir de los comentarios más trillados —la denuncia de su voz dominante, la constatación del realismo mágico y sus imágenes seductoras— y fijarse en la prehistoria del escritor que liberó la literatura colombiana de las lealtades lingüísticas. Tengo para mí que esas libertades, ganadas a pulso con el resultado de su obra, estaban en el subconsciente de Antonio Caballero cuando leía a Montherlant para construir Sin remedio, y estaban también en el subconsciente de Tomás González cuando leyó a Faulkner, y estaban en el de Héctor Abad cuando escribió Angosta de la mano de Elías Canetti. Muy al contrario de lo que pretenden quienes tienen una idea territorial de la literatura, la gran lección de García Márquez está en esa voluntad de meter la tradición colombiana en la corriente de la gran novela moderna. Los resultados actuales son visibles: Enrique Serrano ha aprovechado a Marcel Schwob, quizás a través de Borges; Julio Paredes ha aprovechado la tradición cuentística anglosajona, quizás a través de Onetti; Ricardo Silva ha aprovechado a Paul Auster. Lo que quiero decir es esto: ningún escritor colombiano que tenga un mínimo de ambición se atrevería a seguir por los caminos ya explotados por la obra de García Márquez; pero ningún escritor con dos dedos de frente despreciaría las puertas que esa obra nos ha abierto.
He pensado en todo esto con mucha frecuencia en los últimos meses, pues una novela mía debe mucho a autores como Salman Rushdie y Peter Carey, un indio y un australiano que deben mucho, a su vez, a ciertas páginas de García Márquez. Se trata, por supuesto, de deudas formales (nuevamente: de método). ¿Qué significa esto? ¿Qué conclusión puede sacarse sobre la relación de las nuevas generaciones con Cien años de soledad? Mucho me temo que la idea misma de conclusión es más bien incompatible con los procesos de la creación literaria, pues el novelista genuino es alguien que siempre está a medio hacerse: escribir, decía Ribeyro, es inventar un autor a la medida de nuestro gusto. Por lo pronto puedo decir que allí, en sus tiempos de formación, García Márquez tomó las decisiones que lo convirtieron en el autor de cuatro o cinco obras maestras. Y esas decisiones (vale decir: esas astucias) son para nosotros, los que vinimos después, una inagotable cantera de enseñanzas.