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                                                                                                                                Bangkok la horrible

                                                                                                                                Bangkok es la ciudad más fea del mundo. Es inmensa, caótica, infernal, y todavía mucho más fea de lo que yo digo.

                                                                                                                                Gabriel García Márquez

                                                                                                                                Gabo durante su último viaje a su natal Aracataca. / Archivo - El Espectador
                                                                                                                                Foto: AFP - ALEJANDRA VEGA
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Al contrario de Hon Kono, donde hay un aire de misterio internacional que hace creíbles todas las fábulas de espionaje, en Bangkok se tiene la impresión de que nada puede ocurrir que no esté en la superficie de la vida. No creo que John Le Carré pueda concebir ninguna buena historia que ocurra en Bangkok, ni La casa noble, que tantos lectores está ganando en el mundo, podría haber ocurrido allí.

                                                                                                                                Poco antes de llegar a Bangkok había estado en Hong Kong, y lo primero que me había llamado la atención en los viejos hoteles ingleses, ahora reformados y embellecidos, era que los automóviles de servicio público eran Rolls Royce resplandecientes. Tengo en el mundo muchos amigos que tienen yates y aviones privados, pero no tengo ninguno con Rolls Royce. De modo que no pude resistir la tentación de conocer la ciudad en uno de aquellos transatlánticos de tierra firme, olorosos por dentro a cuero de animal vivo, aunque fuera para contárselo alguna vez a mis lectores. Fue, en efecto, como uno se imagina que es un vehículo espacial. Pero al cabo de una hora, cuando se disponía a subir por la carretera de circunvalación para que viéramos la panorámica de la ciudad desde la colina más alta, el automóvil empezó a corcovear, se resistió a seguir, y entregó su alma al Señor con toda mansedumbre. El conductor no sabía qué hacer con su vergüenza. Yo traté de tranquilizarle con el argumento cierto de que me interesaba más el cuento de un Rolls Royce que no lograba subir una colina, que el cuento obvio de que la había subido como un bólido. Además, era mejor para mis memorias, si algún día las escribo, porque casi treinta años antes me había ocurrido lo mismo en la isla de Capri, pero no en un Rolls Royce, sino en un coche tirado por un caballo viejo y escuálido que se había muerto en la pendiente. El conductor de Hong Kong me dio entonces un dato más: su automóvil no tenía de Rolls Royce sino la carrocería. El motor y todo lo demás era trasplantado de un automóvil norteamericano. La semana siguiente, escandalizado con la fealdad de Bangkok, comprendí que allí no podía ocurrir —como no ocurrió— nada parecido al cuento del Rolls Royce. Ni el del pobre caballo de Capri.

                                                                                                                                Gabo durante su último viaje a su natal Aracataca. / Archivo - El Espectador
                                                                                                                                Foto: AFP - ALEJANDRA VEGA
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Al contrario de Hon Kono, donde hay un aire de misterio internacional que hace creíbles todas las fábulas de espionaje, en Bangkok se tiene la impresión de que nada puede ocurrir que no esté en la superficie de la vida. No creo que John Le Carré pueda concebir ninguna buena historia que ocurra en Bangkok, ni La casa noble, que tantos lectores está ganando en el mundo, podría haber ocurrido allí.

                                                                                                                                Poco antes de llegar a Bangkok había estado en Hong Kong, y lo primero que me había llamado la atención en los viejos hoteles ingleses, ahora reformados y embellecidos, era que los automóviles de servicio público eran Rolls Royce resplandecientes. Tengo en el mundo muchos amigos que tienen yates y aviones privados, pero no tengo ninguno con Rolls Royce. De modo que no pude resistir la tentación de conocer la ciudad en uno de aquellos transatlánticos de tierra firme, olorosos por dentro a cuero de animal vivo, aunque fuera para contárselo alguna vez a mis lectores. Fue, en efecto, como uno se imagina que es un vehículo espacial. Pero al cabo de una hora, cuando se disponía a subir por la carretera de circunvalación para que viéramos la panorámica de la ciudad desde la colina más alta, el automóvil empezó a corcovear, se resistió a seguir, y entregó su alma al Señor con toda mansedumbre. El conductor no sabía qué hacer con su vergüenza. Yo traté de tranquilizarle con el argumento cierto de que me interesaba más el cuento de un Rolls Royce que no lograba subir una colina, que el cuento obvio de que la había subido como un bólido. Además, era mejor para mis memorias, si algún día las escribo, porque casi treinta años antes me había ocurrido lo mismo en la isla de Capri, pero no en un Rolls Royce, sino en un coche tirado por un caballo viejo y escuálido que se había muerto en la pendiente. El conductor de Hong Kong me dio entonces un dato más: su automóvil no tenía de Rolls Royce sino la carrocería. El motor y todo lo demás era trasplantado de un automóvil norteamericano. La semana siguiente, escandalizado con la fealdad de Bangkok, comprendí que allí no podía ocurrir —como no ocurrió— nada parecido al cuento del Rolls Royce. Ni el del pobre caballo de Capri.

                                                                                                                                Por Gabriel García Márquez

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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