Castella se quedó con el trofeo
Acaba la temporada taurina en Quito.
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La de Jesús del Gran Poder es, según se proclama, la mejor feria de América. No tanto, digo. Para nosotros los colombianos es más bien —con todo respeto— el prólogo de nuestra temporada taurina. Celebrada entre la última semana de noviembre y la primera de diciembre, es el centro de la Feria de Quito, que tiene poco más que mostrar que los carteles de Iñaquito y alguna faena en la antigua placita de Belmonte, donde las faenas se hacen al caer la tarde. Y no como en el coso mayor, en el que suenan clarines y timbales muy a las 12 en punto, cuando el sol está en el cenit y que no es un cenit cualquiera: el sol cae a plomo, pesa y quema. Por eso la plaza, que carece de adornos y no ha dejado de ser una rígida maqueta de cemento armado, se llena de sombreros de jipijapa, blancos con cintas negras y olorosos a paja toquilla. En realidad, no hay tendidos de sol ni tendidos de sombra. Aquí sí, de verdad, el sol sale para todos. Pero no es una plaza popular quizá porque la fiesta de los toros está ligada al pasado español, poco amable para la gran mayoría de población indígena que lo padeció. No se nota en graderías el ansioso bullicio de nuestras plazas. Cuando la banda termina el Himno Nacional resuena un “¡Que viva Quito, carajo!” seguido de un “¡Que chupe Quitooo!”. Y sale el primero, con el permiso de la Autoridad, que preside desde una caleta de lata, con escapadero secreto a la calle, pues, con los picadores, la presidencia es el personaje más impopular de la plaza.
En la Feria taurina se dieron ocho corridas —una de novillos toros— con predominio de los hierros de Triana (Domecq) y Huagrahuasi (Domecq y Jandilla), animales disparejos en peso, trapío y bravura. El Juli indultó en la última de feria a un toro de Triana, divorciado de tablas y ambicioso; Castella logró el indulto de Gitanito, otro bonito de Triana, pero no tan encastado como para merecer volver a sus pastos. Las mejores faenas fueron la de El Juli —que poco falla, y es alegre y entregado— y las de Castella, elegante, garboso y fino, que al fin se quedó con el trofeo —una estatuilla de Cristo cargando la cruz— y con las orejas y el rabo —simbólicos, claro está— de su indultado. Luis Bolívar confirmó alternativa, cortó dos orejas y de hecho firmó el contrato para volver a Iñaquito en 2010. La tiene cazada con Castella. Joselito Adame, un torerito mexicano de 20 años, flaco, cetrino y plantado, fue la revelación de la feria. Torea ajustado, sin parpadear, solvente, y mata de rayo. Ojalá lo viéramos en Bogotá. Fue aplaudido y premiado con un par de orejas. Martín Campuzano, quiteño, hijo de ganadero, de buenos modales, mostró ser gran estoqueador. Es desde ya la primera figura de Ecuador. De Adame, Montes y Rivas se supo por los carteles. El Fandi está dejando de lidiar para entregarse como banderillero; eso sí, lo hace como un ángel: parado, adornado y, sobre todo, valiente. Pone “banderillas de muerte”, como las que canta García Lorca. A Uceda Leal se le vio de nuevo una elegancia que recuerda la de Teruel, pero estuvo apagado como si sólo toreara su nombre y su apellido. Barrera, sevillano, dejó salir su temple, pero se engolosinó con él y de ese deleite no salió airoso. José Tomás, a quien se va a ver para no olvidar, estuvo parco y desdeñoso y sin embargo ocupó el sitio, toreó acudiendo, mandando, acariciando el viento de los lomos. Dibujó un par de redondos sin colincharse, templados. Cargó la suerte y toreó de frente en naturales. Posee la rara desventaja de hacer olvidar el peligro de pasar 500 kilos a quince centímetros de la femoral. Al mediodía, citando vertical, no deja sombra en la arena. Pero le saltó la espada sobre el morrillo y sólo aceptó con decoro saludar al respetable desde el burladero. Paquito Esplá, en su despedida de América, 30 años después de que lo viéramos en Bogotá toreando al alimón con su hermano, banderilleó al quiebro, miró desde el balcón y martilló sereno. Malogró con una media verónica a un toro que regresó a chiqueros pero con el que habría encendido la plaza. Mostró con el estoque lo que es: no mira al toro después de entrar por su sitio. Sabe lo que hace.
Fue una gran feria donde la suerte y el sol mandaron.
La de Jesús del Gran Poder es, según se proclama, la mejor feria de América. No tanto, digo. Para nosotros los colombianos es más bien —con todo respeto— el prólogo de nuestra temporada taurina. Celebrada entre la última semana de noviembre y la primera de diciembre, es el centro de la Feria de Quito, que tiene poco más que mostrar que los carteles de Iñaquito y alguna faena en la antigua placita de Belmonte, donde las faenas se hacen al caer la tarde. Y no como en el coso mayor, en el que suenan clarines y timbales muy a las 12 en punto, cuando el sol está en el cenit y que no es un cenit cualquiera: el sol cae a plomo, pesa y quema. Por eso la plaza, que carece de adornos y no ha dejado de ser una rígida maqueta de cemento armado, se llena de sombreros de jipijapa, blancos con cintas negras y olorosos a paja toquilla. En realidad, no hay tendidos de sol ni tendidos de sombra. Aquí sí, de verdad, el sol sale para todos. Pero no es una plaza popular quizá porque la fiesta de los toros está ligada al pasado español, poco amable para la gran mayoría de población indígena que lo padeció. No se nota en graderías el ansioso bullicio de nuestras plazas. Cuando la banda termina el Himno Nacional resuena un “¡Que viva Quito, carajo!” seguido de un “¡Que chupe Quitooo!”. Y sale el primero, con el permiso de la Autoridad, que preside desde una caleta de lata, con escapadero secreto a la calle, pues, con los picadores, la presidencia es el personaje más impopular de la plaza.
En la Feria taurina se dieron ocho corridas —una de novillos toros— con predominio de los hierros de Triana (Domecq) y Huagrahuasi (Domecq y Jandilla), animales disparejos en peso, trapío y bravura. El Juli indultó en la última de feria a un toro de Triana, divorciado de tablas y ambicioso; Castella logró el indulto de Gitanito, otro bonito de Triana, pero no tan encastado como para merecer volver a sus pastos. Las mejores faenas fueron la de El Juli —que poco falla, y es alegre y entregado— y las de Castella, elegante, garboso y fino, que al fin se quedó con el trofeo —una estatuilla de Cristo cargando la cruz— y con las orejas y el rabo —simbólicos, claro está— de su indultado. Luis Bolívar confirmó alternativa, cortó dos orejas y de hecho firmó el contrato para volver a Iñaquito en 2010. La tiene cazada con Castella. Joselito Adame, un torerito mexicano de 20 años, flaco, cetrino y plantado, fue la revelación de la feria. Torea ajustado, sin parpadear, solvente, y mata de rayo. Ojalá lo viéramos en Bogotá. Fue aplaudido y premiado con un par de orejas. Martín Campuzano, quiteño, hijo de ganadero, de buenos modales, mostró ser gran estoqueador. Es desde ya la primera figura de Ecuador. De Adame, Montes y Rivas se supo por los carteles. El Fandi está dejando de lidiar para entregarse como banderillero; eso sí, lo hace como un ángel: parado, adornado y, sobre todo, valiente. Pone “banderillas de muerte”, como las que canta García Lorca. A Uceda Leal se le vio de nuevo una elegancia que recuerda la de Teruel, pero estuvo apagado como si sólo toreara su nombre y su apellido. Barrera, sevillano, dejó salir su temple, pero se engolosinó con él y de ese deleite no salió airoso. José Tomás, a quien se va a ver para no olvidar, estuvo parco y desdeñoso y sin embargo ocupó el sitio, toreó acudiendo, mandando, acariciando el viento de los lomos. Dibujó un par de redondos sin colincharse, templados. Cargó la suerte y toreó de frente en naturales. Posee la rara desventaja de hacer olvidar el peligro de pasar 500 kilos a quince centímetros de la femoral. Al mediodía, citando vertical, no deja sombra en la arena. Pero le saltó la espada sobre el morrillo y sólo aceptó con decoro saludar al respetable desde el burladero. Paquito Esplá, en su despedida de América, 30 años después de que lo viéramos en Bogotá toreando al alimón con su hermano, banderilleó al quiebro, miró desde el balcón y martilló sereno. Malogró con una media verónica a un toro que regresó a chiqueros pero con el que habría encendido la plaza. Mostró con el estoque lo que es: no mira al toro después de entrar por su sitio. Sabe lo que hace.
Fue una gran feria donde la suerte y el sol mandaron.