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La compañera fiel de la soledad

Desde sus inicios en la década de los treinta, a las coperas se les han tildado erróneamente de prostitutas. Hoy son pocas las mujeres que ejercen este oficio tradicional, que consiste en hacer tomar una copa más a los visitantes de los cafés del centro de Bogotá.

Laura Dulce Romero
05 de agosto de 2014 - 09:06 p. m.
La compañera fiel de la soledad

 Las escaleras de El Mercantil, un café ubicado en el centro de Bogotá, son un túnel del tiempo. Basta con poner un pie adentro para sentir que se está en la década de los 40. La melodía de un tango, el aroma a café recién hecho y la dulce voz de una mujer que dice “sí mi amor, ya se lo traigo” se mezclan y lanzan una invitación a descubrir otro mundo más allá de las escaleras. Al subir, se abre un salón profundo, lleno de mesas rojas con blanco, luces amarillas tenues y una barra con forma de fonda paisa. Todo evoca otro tiempo y otro lugar.

Sentados se encuentran una decena de señores de avanzada edad, algunos solos y otros en grupo, que toman tinto o aromática. Si son más de las 10:00 a.m., algunos se toman un aguardiente o una cerveza. En El Mercantil se escuchan los tangos de Edmundo Rivero, Carlos Gardel, Julio Sosa o boleros de los Panchos, Olimpo Cárdenas o Julio Jaramillo. Su música ambienta este lugar, que es epicentro de tertulias, con temas tan diversos como el trabajo, el amor, el desamor, la literatura y la política.

Mientras transcurren las discusiones, de mesa en mesa se ve un personaje particular. Se trata de Teresa Ortiz, quien se dedica a escuchar y, de vez en cuando, se toma la atribución de aconsejar o preguntar. Esta mujer, de baja estatura, robusta y ojos claros, es la copera del lugar. Hace 14 años ejerce este oficio y sabe que la clave está en su silencio, en su comprensión... en saber escuchar. Su labor consiste en acompañar y, de paso, motivar a los clientes para que se tomen una copa más. De ahí, el nombre de su oficio.

No hay registros exactos sobre el origen de su oficio. Según Mario Echeverry Baena, dueño de El Mercantil, desde muy pequeño las veía trabajar en los cafetines de su bella Antioquia y, posteriormente, en la capital. “Las coperas, las meseras, las ficheras empezaron hace ‘toneladas’ de años. Cuando llegué a Bogotá ya habían muchos cafés, 20 o 30 quizás, y todos usaban meseras y coperas”, cuenta Mario.

Este paisa de 70 años no se equivoca. En 1935 ya había registros sobre esta labor. Felipe González Toledo, periodista de crónica roja, en julio de ese año redactó una noticia sobre el intento de suicido de una copera llamada María Teresa Lizarralde, en la que afirmaba que “decepciones de amor la llevaron a la orilla de la vida y para pasar al ‘otro lado’ preparó lo que el cronista Ximénez llama una empanada de mantequilla con relleno de agujas”.

Mario Echeverry aclara que las coperas no son prostitutas como muchos piensan. Por supuesto que su relación con los clientes es diferente, porque los une la amistad que han forjado en tantas visitas y tertulias. Ellas no solo sirven tintos, aromáticas, cerveza, aguardiente, champaña o brandy, también llevan un buen consejo para sus clientes. Basta ver la relación entre la copera y su cliente para entender que entre ellos dos hay un acuerdo tácito, en el que la mujer es afectuosa y el hombre sabe que hay límites que no puede sobrepasar. “Creen que por atender a los clientes y decirles ‘mi amor o papito’, uno se está ofreciendo. Esto es un trabajo común y corriente. No hay nada de malo. Nos ganamos el pan con el sudor de la frente, con el respeto de todo el mundo. Esto es simplemente un café”, dice Teresa.

Esta mujer comienza su turno a las 6:30 de la mañana, cuando abre el café. Hace el aseo y luego se dedica a atender a sus “viejitos”, como ella los llama. Va de mesa en mesa y recoge los pedidos, que se sabe de memoria. A El Mercantil van los mismos de siempre y a horas exactas, por lo que la rutina nunca cambia. Después se dirige a la barra del bar y sirve el café de la greca, de acuerdo al gusto del visitante: clarito, regular, oscuro. Lo entrega en una taza blanca con un pequeño plato debajo, donde se pone la cuchara de plástico. Si es aromática, el limón.

Es rápida y cuidadosa sirviendo tintos. Mientras hace la operación, se ríe y habla con su jefe, luego vuelve al ruedo: se sienta en una mesa, conversa, se va para otra, le hacen un pedido y vuelve a la barra. “Los clientes buscan de uno los escuche. Ellos me cuentan un poquito de sus vidas. Uno oye muchas historias, pero no todas son iguales. Hay unas que son más sufridas”, explica Teresa.

Lo cierto es que ella siempre tiene una palabra dulce en su boca. Tere o Teresita, como la llaman en el café, es extrovertida, risueña y sensible, características paradójicas para una mujer que no cree en el amor. Por eso prefiere entregarle su cariño a sus clientes, a quienes jamás les faltará un “papito” o un “mi vida” de su parte. Cuando se lo diga, no dude que es en serio, porque su vida y su familia son el café y sus visitantes. Jamás olvida el cumpleaños de sus clientes. “El hombre más viejito que tengo aquí, se llama Manuel Pérez, cumple 85 años el 19 de octubre”, agrega. Incluso memoriza la fecha en que murieron algunos de sus amigos entrañables, que la visitaban en El Mercantil y a quienes recuerda con lágrimas.

Una copera puede escuchar alrededor de 15 historias diarias, las cuales debe recordar para una segunda visita del cliente. Hay unas pasajeras y otras que no olvida, como la de Jorge Cuesta, un viejo lustrabotas del centro de Bogotá, quien murió el 19 de junio de 2011 por un cáncer de vesícula. “Lo ayude de corazón. Hicimos recolectas para llevarle drogas, lo visité, lo bañé, lo empijamé. Él me decía: ‘Teresita, no haga esto que me hace sentir mal’. Lo fui a visitar un viernes y murió el sábado a las 9:00 am. Esas historias marcan…”. Teresa lo hizo por el cariño que le tenía y dice que también lo hubiera hecho por cualquiera de sus clientes frecuentes. Reconoce que le duele acostumbrarse a las malas noticias y por eso se despide siempre con mucho afecto. “Hoy tengo a mis viejos, pero no si regresarán mañana. Ya he tenido que pasar por el trago amargo de enterarme de que alguno de ellos no volverá nunca más al café”.

Por sus oídos han pasado todo tipo de voces. El Mercantil, que antes estaba en la carrera séptima, lo frecuentaban reconocidos personajes de la historia nacional, desde periodistas y magistrados hasta artistas. Entre sus clientes tuvo al reconocido fotógrafo bogotano Manuel H. y al humorista Héctor Ulloa, creador del personaje Don Chinche. Ellos fueron algunos de los miles de visitantes que se dejaron atrapar por este lugar y que hoy conserva reliquias como una caja registradora, con más de 100 años, y una rockola, que a pesar de tener casi 70 años, aún funciona.

Aunque quisiera trabajar por varios años en el café, sabe que no le queda mucho tiempo. Piensa retirarse pronto, porque es consciente que los señores también van a recrear la vista. No hay duda que los clientes la estiman, por la larga amistad, pero también sabe que ellos quieren ver mujeres jóvenes y bonitas. Por eso, a ella no le queda más remedio que aceptar la realidad: tiene 40 años y la gravedad hace efecto en su cuerpo.

A las 2:00 de la tarde hay cambio de turno. Sale Teresa y entra Miriam, quien lleva incluso más tiempo en este oficio. Los pedidos empiezan a cambiar, las luces se apagan y quedan unas pequeñas lámparas que apenas dejan ver la cara de los demás. De fondo siguen los tangos y los boleros. La música tiene el volumen perfecto para las conversaciones, aunque hay quienes empiezan a cantar a todo pulmón.

El café se convierte en una reunión de soledades, que llegan para buscar la compañía de alguien con quien hablar y con quien brindar. Por su parte, las coperas viven las historias, ríen e, incluso, lloran con ellas. Para muchos, tienen la capacidad de sanar las heridas más profundas del corazón. Para Teresa, el sentido de su oficio es hacer de El Mercantil un lugar para olvidar los dolores que dejan los años, participar en la felicidad efímera del ser humano y compartir con ellos los secretos más íntimos, para ser la compañera fiel de la soledad.

Por Laura Dulce Romero

 

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