Delimitando páramos
Un nuevo mapa de los páramos de Colombia a escala 1:100.000 permitirá trazar un mejor futuro para estos ecosistemas vitales.
Brigitte Baptiste * Especial para El Espectador
Mi primer recuerdo del páramo viene también de la primera excursión del colegio y del primer grado, cuando el Refous iniciaba su pedagogía de caminar el mundo y nos llevaba un día fuera, al año siguiente dos, y así hasta completar, en once, una semana de aventuras, la más atesorada del año académico.
El recuerdo proviene del paso en bus hacia los termales de Choachí, detrás de los cerros orientales de Bogotá, el extremo del mundo para alguien que acababa de cumplir seis años y a quien, al cruzar la cordillera llena de niebla, hicieron descender en Cruz Verde para sentir la llovizna y el frío y caminar unos metros entre arbustos que incluyeron el primer y maravilloso frailejón, inolvidable.
La vida me llevaría a atravesar docenas de veces varios de los más importantes páramos de Colombia, del timón de mi papá que nos trasteaba en carro por el país en cada oportunidad que se presentaba: La Línea, Letras, Almorzadero, Berlín. Y luego, a visitar otros muchos arrastrando carpa y enlatados, estudiando las morrenas de Sumapaz, las turberas de Puracé, las decenas de lagunas negras y sagradas que desde Zuleta, en Ecuador, hasta Mérida, en Venezuela, trazan un camino místico. Acabé trabajando años en la Sierra Nevada del Cocuy y Güicán de la mano de dos grandes maestros, Francisco González y Andrés Etter, aun cuando había iniciado mi carrera como bióloga en el río Caquetá, estudiando ecología de peces.
El páramo siempre está presente en las conversaciones de los colombianos. Cada cruce entre las principales ciudades obliga a escalar y descender las murallas vegetales del frío andino. Los conquistadores sintieron el peso de pasar del calor ecuatorial del Magdalena al viento helado en un par de días, del bosque al herbazal y de nuevo al bosque. Mutis y Caldas, Bolívar y sus ejércitos, Codazzi y Ancízar, Triana y Arbeláez, y al final, Guhl y Van der Hammen. Y todos los arrieros, los comerciantes, los muleros...
En mis caminatas por el macizo de Iguaque, subiendo por robledales y selvas andinas hasta el borde de la vegetación arbórea, encontraría la señal más clara del límite del páramo en un par de sitios de Arcabuco donde la ruta que lleva a la laguna del nacimiento muisca muestra radicalmente, en apenas unas decenas de metros, las diferencias geológicas, de suelos y pendientes que crean un abrupto cambio en la temperatura y exposición a vientos, lluvias y sol, diferencia que separa a ojo las comunidades de plantas y hace pensar que los dos ecosistemas son inmiscibles, apenas vecinos funcionales en el ciclo del agua, fácilmente delimitables desde el aire, como a menudo me preguntan tras estos años de buscar alimentar la norma que exige trazar una línea como mecanismo de protección del patrimonio más estratégico de los colombianos.
En otros viajes, sin embargo, donde los macizos montañosos se extienden por miles de hectáreas y ese relieve y esos suelos varían en gradientes tenues, aprendí que la línea del páramo se hacía difusa e, incluso, que en grandes zonas de los Andes, justo aquellas extensiones apenas onduladas entre los 2.800 y los 3.200 metros de altitud, se configuraba un mosaico ecosistémico donde también los parameros tenían su efecto, y que, como una gran transición oscilante en el tiempo y en el espacio, metro a metro, año tras año, hacía imposible aplicar un solo criterio, dibujar una sola línea. Bosques extensos a 3.600 metros de altitud, no sólo de Polylepis o colorados, pajonales ariscos de esparto a 2.600, comunidades sucesionales de todo tipo. Es acerca de esa franja que he debido debatir con asesores de política, funcionarios y dirigentes, mineros y agricultores, con pobladores ancestrales de la montaña, con invasores recientes, entre acusaciones de lado y lado de estar al servicio de los intereses del otro, entre intentos de desvirtuar o utilizar inadecuada o sesgadamente los resultados de años de investigación y decenas de personas que, con el máximo rigor, han construido una propuesta para resolver el manejo de los páramos de Colombia a favor de las generaciones que asoman. Una propuesta que no pretende establecer verdades sino escenarios plausibles de gestión territorial y que espero haya contribuido a un debate público central para la cultura de los colombianos, aterrizando la necesidad de entender los problemas ambientales como nucleares en los modelos de desarrollo.
Aún me falta caminar por muchos páramos, es cierto. Y hablar con mucha gente, y buscar, en un diálogo más extenso y tranquilo, las mejores alternativas a las quemas, las minas, la desecación. De eso se trata la apuesta por la sostenibilidad, y me mantengo firme en la idea de contribuir con su construcción.
* Directora Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt.
Mi primer recuerdo del páramo viene también de la primera excursión del colegio y del primer grado, cuando el Refous iniciaba su pedagogía de caminar el mundo y nos llevaba un día fuera, al año siguiente dos, y así hasta completar, en once, una semana de aventuras, la más atesorada del año académico.
El recuerdo proviene del paso en bus hacia los termales de Choachí, detrás de los cerros orientales de Bogotá, el extremo del mundo para alguien que acababa de cumplir seis años y a quien, al cruzar la cordillera llena de niebla, hicieron descender en Cruz Verde para sentir la llovizna y el frío y caminar unos metros entre arbustos que incluyeron el primer y maravilloso frailejón, inolvidable.
La vida me llevaría a atravesar docenas de veces varios de los más importantes páramos de Colombia, del timón de mi papá que nos trasteaba en carro por el país en cada oportunidad que se presentaba: La Línea, Letras, Almorzadero, Berlín. Y luego, a visitar otros muchos arrastrando carpa y enlatados, estudiando las morrenas de Sumapaz, las turberas de Puracé, las decenas de lagunas negras y sagradas que desde Zuleta, en Ecuador, hasta Mérida, en Venezuela, trazan un camino místico. Acabé trabajando años en la Sierra Nevada del Cocuy y Güicán de la mano de dos grandes maestros, Francisco González y Andrés Etter, aun cuando había iniciado mi carrera como bióloga en el río Caquetá, estudiando ecología de peces.
El páramo siempre está presente en las conversaciones de los colombianos. Cada cruce entre las principales ciudades obliga a escalar y descender las murallas vegetales del frío andino. Los conquistadores sintieron el peso de pasar del calor ecuatorial del Magdalena al viento helado en un par de días, del bosque al herbazal y de nuevo al bosque. Mutis y Caldas, Bolívar y sus ejércitos, Codazzi y Ancízar, Triana y Arbeláez, y al final, Guhl y Van der Hammen. Y todos los arrieros, los comerciantes, los muleros...
En mis caminatas por el macizo de Iguaque, subiendo por robledales y selvas andinas hasta el borde de la vegetación arbórea, encontraría la señal más clara del límite del páramo en un par de sitios de Arcabuco donde la ruta que lleva a la laguna del nacimiento muisca muestra radicalmente, en apenas unas decenas de metros, las diferencias geológicas, de suelos y pendientes que crean un abrupto cambio en la temperatura y exposición a vientos, lluvias y sol, diferencia que separa a ojo las comunidades de plantas y hace pensar que los dos ecosistemas son inmiscibles, apenas vecinos funcionales en el ciclo del agua, fácilmente delimitables desde el aire, como a menudo me preguntan tras estos años de buscar alimentar la norma que exige trazar una línea como mecanismo de protección del patrimonio más estratégico de los colombianos.
En otros viajes, sin embargo, donde los macizos montañosos se extienden por miles de hectáreas y ese relieve y esos suelos varían en gradientes tenues, aprendí que la línea del páramo se hacía difusa e, incluso, que en grandes zonas de los Andes, justo aquellas extensiones apenas onduladas entre los 2.800 y los 3.200 metros de altitud, se configuraba un mosaico ecosistémico donde también los parameros tenían su efecto, y que, como una gran transición oscilante en el tiempo y en el espacio, metro a metro, año tras año, hacía imposible aplicar un solo criterio, dibujar una sola línea. Bosques extensos a 3.600 metros de altitud, no sólo de Polylepis o colorados, pajonales ariscos de esparto a 2.600, comunidades sucesionales de todo tipo. Es acerca de esa franja que he debido debatir con asesores de política, funcionarios y dirigentes, mineros y agricultores, con pobladores ancestrales de la montaña, con invasores recientes, entre acusaciones de lado y lado de estar al servicio de los intereses del otro, entre intentos de desvirtuar o utilizar inadecuada o sesgadamente los resultados de años de investigación y decenas de personas que, con el máximo rigor, han construido una propuesta para resolver el manejo de los páramos de Colombia a favor de las generaciones que asoman. Una propuesta que no pretende establecer verdades sino escenarios plausibles de gestión territorial y que espero haya contribuido a un debate público central para la cultura de los colombianos, aterrizando la necesidad de entender los problemas ambientales como nucleares en los modelos de desarrollo.
Aún me falta caminar por muchos páramos, es cierto. Y hablar con mucha gente, y buscar, en un diálogo más extenso y tranquilo, las mejores alternativas a las quemas, las minas, la desecación. De eso se trata la apuesta por la sostenibilidad, y me mantengo firme en la idea de contribuir con su construcción.
* Directora Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt.